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Monday, December 26, 2016

Sexto aniversario


Hoy se cumplen seis años que comencé a publicar este blog. En diciembre de 2010, no tenía una idea clara de lo que iba a hacer. Pensé en un principio publicar reseñas de películas y quizá de libros, así como cualquier cosa que se me ocurriera. Como digo en el título del blog, es un foro para expresar opiniones que nadie ha pedido.

Como todas las cosas el blog cobró vida propia y me fui impulsando a otros temas, sobre todo de política cultural cubana y de política como tal. Dos cosas de las cuales en realidad no sé mucho y sobre las cuales especulo bastante, pero para mi sorpresa, cada vez hay más lectores. Es a ellos a quien les quiero agradecer el tiempo que me dedican y la motivación que me dan para continuar. Confieso que a veces, sobre todo con los temas relacionados con Cuba, la frustración prevalece y el ánimo se cae un poco. Pero saber que hay alguien que se interesa por lo que uno escriba (y ese feedback hay que agradecérselo a la internet, que ha hecho posible que uno sepa cuánta gente lo lee y recibir comentarios sobre lo que uno escribe y para mi son maravillosos tanto los favorables como los contrarios). Po lo tanto, de nuevo, gracias a los que les gusta lo que escribo, a los que les resulta indiferente, pero me leen y a los que detestan lo que digo.

Por supuesto, sino fuera por la ayuda que he tenido de personas que dirigen revistas digitales y editan otros blogs personales, nadie se hubiera enterado que mi blog existe. Me promocionan, luego existo. Así que repito mis agradecimientos anuales a los ya sospechosos usuales: Armengol, Ballagas, Cancio, Gálvez, Hernández Busto, Ponte, Rita Martin, Néstor DDV, (M)aldito Menéndez, Ted Henken, Teresita,  Triff,  Rogelio Fabio Hurtado, Verónica, Yoani y Zoe. A Café Fuerte, Cubaencuentro, Diario de Cuba, Penúltimos Días, el Profesor Castro y Tumiamiblog. En este grupo agrego a Cubanet (Hugo), a Primavera Digital (Juan González Febles), a Enrisco y a Libros del Crepúsculo (Rafael Rojas). Este año también le voy a agradecer mucho a Carlos A. Aguilera. También a todos los que comentan y me divulgan por Facebook, entre ellos Juansi, Jesús Rosado, Mercy Frances, Midalys Palacios, Iván de la Nuez, Jorge Dávila, Jorge Sotolongo, Liu, Idalia, Cira, Maida Donate, Nery Maceira, Regina, César Reynel, Nicolás, Rafael Saumell, Angel Velázquez y tantos otros que los omito para no hacer una lista tediosa, incluyendo a muchos que tienen mi enlace en sus blogs. Perdonen los que dejé fuera accidentalmente.

Roberto Madrigal

Tuesday, November 29, 2016

Indiferencia


He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la
locura, famélicos, histéricos, desnudos,
arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de
un colérico picotazo…
Aullido, Allen Ginsberg

Cuando un amigo me despertó poco después de la medianoche, ya veintiséis de noviembre, para anunciarme la muerte de Fidel Castro, sentí una leve alegría mental, pero en el plano emocional, no sentí absolutamente nada. Al amanecer, aproveché el fallecimiento como excusa celebratoria para encontrarme con mi amigo, el artista plástico Juansi, quien se acercaba desde Dayton para unas gestiones que debía hacer, y tomarnos un trago en el bar de un Applebee’s, mientras el resto de los comensales seguía con interés de fanáticos, el juego de fútbol colegial entre Michigan y Ohio State, que por estos lares es todo un acontecimiento, ajenos a los hechos que conversábamos.

No creo que existe otra persona que yo haya odiado más que a Fidel Castro. Es el individuo a quien considero el máximo responsable (pero no el único) de arruinar mi juventud. Desde muy joven lo responsabilicé por destruir mi universo, los sueños de mi infancia, las ilusiones de mi adolescencia y por frustrar cualquier intento de hacer mi vida siguiendo mis motivaciones. No solamente me lo hizo a mi, sino a casi todos mis amigos.

Pertenezco a una generación, o a un grupo dentro de esa generación, que sufrió todas las consecuencias de la gesta que se ocultaban tras las fotos épicas de los barbudos combatientes y de los jóvenes militantes dispuestos a cumplir las misiones que se les encargaran. Todo lo que se escondía detrás de los documentales propagandísticos del ICAIC y de la televisión cubana. De todo lo que se le ocultaba a los selectos visitantes extranjeros. Todos sabemos de qué se trataba. Las UMAP, las persecuciones y redadas callejeras contra todo el que fuera diferente, los arrestos gratuitos, las expulsiones de las escuelas, las decisiones arbitrarias respecto a qué carrera elegir o a dónde ir a trabajar, las separaciones familiares, el hostigamiento ideológico.  No vale la pena seguir anotando, cada cual puede hacer su rosario personal. Era el abismo tras la imagen del espejo mediático.

Por razones que no vienen a cuento, nunca he comprado utopías. No me interesan, no soporto un mundo en el cual todos somos lo mismo. Por eso un día me aburrí de creer en el Paraíso y en el Infierno. No me gustan las figuras mesiánicas. Quizá por eso jamás me atrajo la figura de Fidel Castro. Reconozco que fue un hombre brillante, con un carisma innegable y una retórica convincente. Un manipulador de masas sin rival. Para mi siempre fue un narcisista delirante, que involucraba a todo un pueblo en sus metas personales, para cumplir con sus delirios de grandeza. No me agradaba su sentido del humor, él se podía burlar de los demás pero nadie se podía burlar de él. Como se decía en Cuba, no tenía tabla. Jorge Semprún lo retrató en su Autobiografía de Federico Sánchez cuando señaló:  “…comenzó su discurso y a los diez minutos ya estabas hasta la coronilla de tanta castellana retórica; y es que Fidel Castro, en un país de campesinos y razas mezcladas, hablaba la lengua del Imperio, la lengua de la burguesía colonial española:…se te antojaba que era la retórica del poder populista, que no podía, ni tal vez pretendiera, suscitar comprensión cabal, sino tan solo adhesión fervorosa y admiración de los de abajo…”.

No me parecía un hombre de principios, sino de caprichos. No le veo nada rescatable al engendro que creó, porque lo que daba con una mano lo quitaba con la otra. Pienso, que lo que es Cuba ahora, es el resultado lógico del proceso que inició Fidel Castro. Pero prefiero ceñirme a lo personal.

Quizá fue que la primera vez que lo enterré resultó ser cuando en 1980 pude irme por el Mariel, tras haberme asilado en la embajada del Perú. No que dejé de ser cubano, pero dejé de ser su víctima. Con el tiempo, las decisiones del alcalde de Cincinnati y del gobernador de Ohio afectaban más mi vida personal que cualquier medida que Castro tomara en la isla. Luego lo volví a enterrar en 2006, cuando tuvo que dejar sus funciones como el ubicuo jefe de todo y disfruté mucho cuando comenzó a salir como una momia en mono de Adidas, físicamente destrozado, la negación y la caricatura del comandante en traje de campaña. Es más, deseé que siguiera vivo por largo tiempo, para que pudiera oler su mierda y tuviera que vivir como un prisionero de la cámara hiperbárica.

Me divertían sus disparatadas reflexiones. Mi odio por él no tuvo límites. Yo creo en el odio, en el odio sano que no nos arrastra. Sin odio, la noción de amor no existiría. Mi venganza fue verlo vivir sus últimos años de forma miserable.

Quizá por todo ello, su muerte verdadera me dejó impávido. También me dio ideas, que no sentimientos, contradictorios. Por un lado me alegra que al fin comienza el capítulo final del proceso de normalización de la isla, por muy doloroso que sea. Que se verán interesantes intrigas palaciegas y defenestraciones de unos cuantos impresentables, pues ya empezarán a emerger los bandos que dentro del supuesto monolito dominante, van a disputarse el poder futuro, ya cercano. Pero me molesta que se fue vencedor, porque en realidad destrozó al pueblo cubano y no pagó por ello. Murió en su casa, de alguna manera, todavía en el poder. Longevo y bien atendido.

Por supuesto que seguirá siendo una figura legendaria. Allá la Historia y los historiadores. Para mi su partida final sonó como un susurro. La parte de mi vida que me quitó ya se la había llevado hace mucho tiempo. Yo pude construir una nueva. Mi odio lo perseguirá por toda la eternidad, un odio relajado que nunca me abandona, pero que puedo dosificar a mi antojo. No tengo por qué perdonarlo. Lo siento por los cristianos que tendrán que cumplir con el mandamiento de amar al prójimo. Que lo perdonen ellos si pueden.


Roberto Madrigal

Sunday, November 13, 2016

La sorpresiva victoria de Trump


El pasado ocho de noviembre, hacia las nueve de la noche, Estados Unidos y el resto del mundo no podían creer lo que las cifras enseñaban en la televisión. Clinton no levantaba su ventaja, iba perdiendo en el conteo de votos electorales y estados tradicionalmente demócratas no acababan de inclinarse hacia ella. El tres de agosto escribí: “Olvídense de las encuestas de popularidad. Para poder ganar las elecciones, El Donald tiene que ganar Ohio, Pennsylvania y Florida.” Pues los ganó los tres. La gran sorpresa fue Pennsylvania, que no votaba por un republicano desde 1988. Lo que parecía imposible sucedió. No solo eso, sino que también se llevó el voto de Michigan y Wisconsin, estados tradicionalmente demócratas, con fuertes sindicatos obreros.

A pesar de lo que indicaban las encuestas, que nunca son del todo fiables, de tener en su contra abierta y desfachatadamente los dos diarios más importantes del país (The New York Times y The Washington Post) y dos de las tres cadenas noticiosas más vistas, Trump obtuvo la presidencia. ¿Qué pasó?

Desde las primarias republicanas, Trump fue subestimado por sus rivales. Cuando se dieron cuenta, ya era muy tarde. Se convirtió en el voto de protesta contra el establecimiento, el hombre de negocios sin relaciones políticas en la capital. Su tendencia al exabrupto, al lenguaje bananero, al insulto y al mensaje negativo, parecía que lo iba a vencer. Era su primer enemigo. Pero ganó la candidatura republicana.

Al comienzo de la campaña por la presidencia siguió siendo su primer enemigo. Parecía descontrolado e incontrolable. Su equipo de asesores no daba pie con bola y Clinton arrancó con fuerza. Pero a mitad de camino hizo un giro inesperado y genial. Nombró a Kellyanne Conway como su publicista y directora de la campaña y a Steve Bannon como su principal asesor político. Muchos se rieron. Conway tiene un estilo que parece inofensivo, pero es una magistral modeladora de imagen pública. Bannon dirige una publicación de extrema derecha, que se destaca por el amarillismo y la parcialización manipuladora de las noticias (Breitbart.com). Pero si se le mira con cuidado, está hecha extraordinariamente bien para su propósito. Bannon también dio guía y controló a Trump.

Trump desde el principio se dio cuenta de que para ganar, tanto las primarias como la presidencia, tenía que buscar el apoyo de una base dispar, que no había salido a votar con gran presencia en elecciones anteriores. Buscó a los mineros del carbón, quienes con los problemas del cambio climático ven como la explotación del carbón disminuye; se dirigió a los trabajadores de las cervecerías de Wisconsin, que pierden sus empleos por la competencia de las micro-cervecerías y el encanto seductor que para la clase media alta tienen las cervezas importadas; se identificó con los trabajadores de la industria automotriz, que ven amenazadas sus plazas con las deserciones de las plantas productoras a otros países. Les hizo promesas que probablemente no va a cumplir, pero se ocupó de ellos. Clinton los dejó a un lado.

Se dirigió a la masa obrera blanca poco educada, que ha sido olvidada todos estos años por la narrativa de la diversidad, pero que sigue siendo uno de los grupos más numerosos del país. Sabía que los evangélicos, los del Tea Party y muchos ideólogos partidistas votarían por él porque no podían arriesgar ocho años más de gobierno demócrata. Finalmente supo aprovechar la resaca de racismo que se ha despertado tras la ascendencia al poder del primer presidente afroamericano. Porque no se puede negar, a pesar de que ganó el voto popular ampliamente, de casi todos los grupos étnicos, Obama le dejó mal sabor en la boca a los WASPs, lo cual se expresó en la terca oposición partisana que el congreso republicano hizo contra todas las medidas del presidente durante todos estos años.

Por su parte, la izquierda y Hillary Clinton, están atrapados en su discurso. Han tomado una actitud de desdeño hacia la derecha, pensando que las cabezas pensantes son patrimonio de la izquierda. Se han convertido en un partido elitista cuando se supone que sea el partido de los trabajadores y de los desahuciados. Se les fue la mano haciendo hincapié en las minorías y se olvidaron de los blancos y su resentimiento. Se han refugiado en una burbuja intelectual.

Clinton tiene historia con eso. Desestimó a Obama y fue apabullada por él. Ahora hizo lo mismo con Trump. Lo vi repetidamente cuando sus asesores eran levemente confrontados por la prensa acerca de sus problemas con los e-mails, con su salud, con la fundación Clinton. Simplemente se limitaban a decir que eso no tenía importancia. Se olvidaron del poder de la imagen pública. Pensaron que la nación entera se había graduado en Harvard.

Más allá de la plataforma del partido, Clinton no expuso un plan político coherente. Todos sabemos dónde se ubicó Trump: el muro, detener la inmigración árabe, acabar con el Obamacare, etc. Pero nadie puede exponer con claridad ninguna posición de Clinton. Su mensaje no llegó a nadie. Por otra parte, la defensora de los pobres cobraba cientos de miles de dólares por ofrecer discursos en Wall Street. Su presencia pública no se gana la empatía de nadie. Es fría y luce demasiado calculada. Trump polariza, Clinton no motiva.

El presidente Trump tendrá que ser muy distinto al candidato Trump. Ya ha comenzado a desdecirse. Tendrá que ir hacia el centro. Como hombre de negocios, acostumbrado a la eficiencia de las negociaciones cuando el fin es el lucro, tropezará ahora con una entidad desconocida para él: la burocracia de Washington, para la cual el “arte de la negociación” no funciona. No basta con agitar y amenazar. Tendrá que nombrar un equipo capaz y en cual haya individuos con los que no está de acuerdo. Su mayor ventaja es que no tiene ideología y cambia de parecer de la noche a la mañana. Pero todo lo que presentó como sus virtudes durante la campaña, incluyendo su falta de experiencia en el gobierno, puede convertirlo en un presidente peligroso. Como no tiene el voto popular, pues tiene que darse cuenta que su mandato es limitado y tiene que tener mucho cuidado y no dividir el país aún más de lo que está.

No puedo tener la visión estalinista de individuos como Zizek, para quienes el “bien mayor” tiene más importancia que el destino de los individuos. Muchos apuestan al fracaso de Trump para que se reorganicen los partidos, sobre todo la izquierda, buscan una radicalización hacia Bernie Sanders. Una cosa es vigilar la gestión presidencial de Trump y salirle al paso cuando tome el mal camino, otra cosa es desearle que le vaya mal, porque eso afecta al país como conjunto. Solo queda esperar que las instituciones democráticas funcionen y no bajen al nivel de lo que se vio durante la campaña. Habrá que sufrir lo mejor posible a un presidente que posee un vocabulario de unas cinco palabras.


Roberto Madrigal

Monday, October 24, 2016

Los tiempos están cambiando


Algo raro está pasando en Estocolmo. Más allá de intereses personales de quienes eligen los candidatos y deciden el ganador del Premio Nobel de Literatura, lo cierto es que la osadía está primando en los últimos años.

El año pasado le dieron el premio a la bielorrusa Svetlana Alexiévich (nacida en Ucrania), cuya carrera se destaca por el reportaje periodístico y no tiene ninguna obra que se pueda considerar estrictamente literaria. Algo que a los puristas de la literatura molesta mucho, a pesar de que ya hace tiempo las barreras entre los géneros han caído. Pero mucha gente aun considera el periodismo como un género menor y hay quienes dicen que practicarlo hace daño a los “escritores literarios”. Pero no hubo muchas protestas, porque en fin de cuentas, Alexiévich viene de las “letras” y su agenda social es políticamente correcta en los tipos que corren y es fuente de “inspiración”, algo que en los estatutos originales del premio es un requisito indispensable que debe tener la obra para que se le conceda.

Esta vez, a pesar de haber premiado a alguien que ha sido considerado seriamente como finalista por más de una década, al parecer, los miembros de la academia han ofendido a mucha gente. Las protestas han aparecido en muchos medios de difusión por todo el mundo y hasta un reciente ganador como el peruano Mario Vargas Llosa, ha alzado su voz en disgusto porque se lo han concedido a un “gran cantante” pero no a un escritor. Claro, ya Vargas Llosa hace tiempo que dice cosas con poco sentido, se ha ido quedando un poco detrás de los tiempos.

Lo cierto es que como quiera que se mire, Bob Dylan es un poeta, un poeta grande. Todos se devanan los sesos por definirlo. Unos dicen que es un músico con letras interesantes, otros que es una figura icónica, pero no literaria y otros que no tiene el peso literario ni la obra para merecer el premio.

No hace falta remontarse a la Grecia antigua y explicar que Homero y Safo escribían sus poemas para ser cantados. Ni saltar un poco y preguntarnos si el Cantar del Mío Cid puede ser considerado literatura, ya que no fue “escrito”, ni cuestionarse si estudiar el Mester de Juglaría debe ser objeto de atención literaria en las universidades. Tampoco hace falta remontarse más recientemente a la tradición americana de folcloristas que utilizaban (y utilizan) la música para difundir sus poemas. La gran mayoría de los disgustados son gente culta y erudita que conocen muy bien todo eso.

Robert Zimmerman nació en Duluth, un pequeño pueblo portuario de la gélida Minnesota y transcurrió su infancia y su adolescencia en un pueblo aún más pequeño, Hibbing, también en Minnesota, más al norte si eso es posible. Un villorrio de dieciséis mil habitantes, fundado por un inmigrante alemán que había cambiado su nombre, por lo que el pueblo está nombrado en base a un sueño, al acto poético de su fundador, quien trató de reinventarse en el Nuevo Mundo. Zimmerman, amante de la música y la poesía desde muy joven, hizo su primer acto poético a los dieciocho años, cuando cambió legalmente su apellido y adoptó el de su poeta favorito, Dylan Thomas, arguyendo que “muchos nacemos con el apellido equivocado”. Días después partió a Nueva York, a conocer a su ídolo musical, Woody Guthrie, quien se encontraba ingresado en un hospital psiquiátrico en aquella ciudad.

En la película Inside Llewyn Davis, el personaje central, un músico comprometido solamente con su obra, en lo que es un hecho ficticio muy basado en la realidad, consigue un gig en The Gaslight Café, un legendario club frecuentado por Allen Ginsberg y Jack Kerouac, entre otros miembros de la Generación Perdida, pero minutos antes de subir al escenario, alguien lo llama a un callejón, es un tahúr que viene a cobrar una deuda. Llewyn Davis no tiene ni donde caerse muerto y sufre una paliza que le impide tocar. Se oye por los micrófonos el anuncio de que fue sustituido de improviso por un joven desconocido llamado Bob Dylan.

Algo de eso sucedió, pero es difícil saber exactamente como fueron las cosas. Lo cierto es que ahí conoció a Ginsberg, quien fue un padre literario para él (a Ginsberg le gustaba mucho cantar sus poemas y crear un espectáculo musical alrededor de ellos) y luego a Joan Baez. El resto es historia conocida.

Puedo entender que muchas personas piensen que hay otros escritores más merecedores del premio que Dylan, en definitiva, los premios ofenden más de lo que alaban, ya que no hay un solo escritor mucho mejor que los demás. Puedo aceptar que a mucha gente le parezca que Kundera o Roth se lo merecen por encima de Dylan, no me hubiera disgustado que se lo hubiera ganado alguno de ellos. Puedo ofrecer una lista de candidatos que me parecen tan merecedores quizá como Dylan o Kundera. Yo incluiría a Carlos Germán Belli y a Ricardo Piglia, así como a Julian Barnes, a Claudio Magris, a László Krasznahorkai y a Thomas Pynchon, entre muchos otros. Aceptaría con molestia que se lo dieran a Paul Auster o a Don DeLillo, pero no que digan que Dylan no es poeta.

En 1969 o 1970, a mis impresionables diecinueve años, dos libros de poesía me dejaron una fuerte impresión que todavía dura. Me los enseñó un amigo ya difunto que era un par de años mayor que yo. Uno era Blanco Spirituals del español Félix Grande, ya un poco pasado de moda pero que en una redición reciente contiene otros textos de un poemario amoroso que incluye “Vivir a cara o cruz”, para mi uno de los mejores poemas de amor que jamás se hayan escrito (una cosa me llevó a la otra). El segundo era una antología de poesía americana joven, una edición bilingüe que incluía tres poemas de Dylan. Por mucho que lo he buscado, no he podido volver a toparme con ese libro cuyo título no recuerdo.

Yo había escuchado a Dylan desde muy joven. Ya en 1964 me gustaban muchas de sus canciones. Como yo hablaba bastante inglés desde temprano, pensé que entendía muy bien todas sus letras. Falso. En el libro mencionado, estaban “The Times They Are A-Changin’” y “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, dos canciones a las cuales no le había prestado mucha atención musical. Ahí fue cuando me di cuenta de que Dylan era, ante todo, un poeta. Comprendí por primera vez el verdadero significado de sus canciones y me di a la tarea de buscar la letra escrita de tantas otras que ya conocía, pero que en realidad no conocía.

Antes de negarle a Dylan la condición de poeta, siéntese a leer tranquilamente, si pueden, preferentemente en inglés (la mayoría de las traducciones son espantosas excepto por la versión que de “A Hard Rain’s… hizo el grupo español Amaral en 2007), Mr. Tambourine Man, Like A Rolling Stone, Blowin’ In The Wind, All Along the Watchtower, Positively 4th Street, The Times They Are A-Changin y A Hard Rain’s A-Gonna Fall y después reconsideren. Tiene muchos otros poemas extraordinarios.

Al premiar a Dylan, la academia sueca ha premiado a un poeta mayor y a toda una tradición literaria americana.


Roberto Madrigal

Monday, October 10, 2016

Adiós al cronista de las generaciones y las causas perdidas


No voy a extenderme en discursear sobre la importancia de Andrzej Wajda en el cine mundial. Ya hay centenares de artículos al respecto con motivo de su reciente muerte, a los 90 años. Solo añadiré que fue un director convencional que se distinguió por su identificación con la temática que tocaba. Un hombre implicado con sus creencias que se dedicó a hacer un cine muy polaco, pero que dada su maestría artística trascendió los límites argumentales sin necesidad de innovaciones formales.

A Wajda le tomó mucho tiempo ser reconocido junto a los maestros clásicos como Bergman, Fellini y Hitchcock, pero finalmente llegó al Olimpo. Colaboró con las nuevas generaciones de cineastas polacos y les dio impulso, ya que trabajó con Skolimovski y Polanski. Los directores polacos de estos días reconocen su influencia. Fue un artista comprometido en el sentido más estricto de la palabra. Sorteó la censura estalinista tras engañarla con su primer filme Generación, que aunque parecía presentar la línea del partido, destacaba detalles que pasaron desapercibidos a los censores. A partir de ahí, su cine fue parte de sus convicciones políticas.

Wajda fue, ante todo, un narrador. La forma en que narra y lo que narra fue lo que lo distinguió del resto de los cineastas polacos de su momento. Fue un creador de iconos. Moldeó además los personajes a su imagen y semejanza, como un dios.

La primera impresión de Wajda, la que me marcó para siempre con su cine, la tuve a una edad en la cual no estaba preparado para entender nada de cine ni de arte. Yo era un adolescente de unos catorce años, ignorante y atrevido, cuando fui a ver Cenizas y diamantes. Maciek me marcó.

Interpretado por Zbignew Cibulski, el personaje de Maciek representó para mí la encarnación de la contracultura, que se me antojaba el instrumento más importante para contrarrestar el bombardeo ideológico que sufría por aquellos años que ahora muchos, en su lamento bolchevique, rememoran como años de gloria y odisea, pero que a mí se me antojaban ya como de represión y de uniformidad forzada.

Maciek era un Meursault más cercano (aunque yo todavía no sabía quién era Meursault ni Camus). Era un Jim Stark más cercano a mi realidad (aunque yo vi Rebelde sin causa de muy pequeño y por entonces no la había entendido bien). Con su jacket de cuero, sus gafas oscuras y su peinado alborotado, representaba para mí la rebelión de Dylan, los Beatles y los Rolling Stones, aunque en realidad, ya que la película fue filmada en 1958, se acercaba más a la Beat Generation de Ginsberg, Kerouac y Burroughs, la que yo conocería mucho después. Es curioso como los símbolos se plantan y después se mezclan con recuerdos y visiones aún no vividos.

Maciek fue un luchador antinazi que perteneció al Ejército Nacional polaco (Armia Krajowa), que fue el brazo armado del “Estado secreto polaco”, un grupo anticomunista cuya sede se encontraba en Londres y que fue el mayor grupo de resistencia antinazi en Polonia. El primer día de la paz (o el último de la guerra), a Maciek se le encomienda matar a un comunista que viene a tomar el poder en un pueblo polaco. Wajda retrata al comunista como un hombre sufrido y comprensivo, pero Maciek cumple su misión y luego huye. Al ver policías por todas partes, se ataca de pánico y trata de huir. Los policías, sin saber quién era, lo matan por sospechoso. En un par de secuencias Wajda fue capaz de sintetizar el drama polaco y la coyuntura que se crea cuando desaparece el enemigo común. Wajda perteneció al Ejército Nacional polaco. Maciek es una especie de alter ego. También hay que reconocer que el argumento está basado en una novela del extraordinario Jerzy Andrzejewski.

Cibulski, un gran actor que fue casi una creación de Wajda, fue el James Dean del este. Como Maciek, que muere en el filme tras asustarse y comportarse de forma impulsiva, el actor murió, en un gesto impulsivo dominado por la prisa,  tratando de saltar entre dos trenes, aporreado sobre las vías férreas, antes de cumplir los cuarenta años. De alguna manera Rebelde sin Causa, Cenizas y diamantes, Cibulski, Wajda y James Dean quedaron para siempre como quíntuples siameses en mi memoria. Por supuesto, sentí la muerte de Cibulski mucho más que la de James Dean.

Años más tarde fue que pude volver a ver Cenizas y diamantes y entonces apreciarla en toda su dimensión artística, y a Maciek, y a Cibulski y a Wajda. Vi muchas otras películas de Wajda y por mis afiliaciones ideológicas también me impactó Hechiceros inocentes. Vi muchas más, unas me gustaron y otras no. Nada me dejó huella como Maciek. Hasta que llegó Katyn.

Resulta que Wajda perteneció a una generación perdida y se dedicó a hacer su crónica cinematográfica. Katyn cierra el círculo porque el padre de Wajda, un oficial polaco, fue asesinado en el bosque de Katyn por los militares soviéticos en un hecho que por muchos años se le adjudicó a los nazis. Una de las primeras escenas de Katyn resume la experiencia vital que marcó a Wajda. En un  puente se cruzan dos turbas de refugiados, una grita: “Ya los nazis ocuparon la ciudad”, mientras los que vienen huyendo en sentido contrario replican:”los soviéticos llegaron a nuestro pueblo” y cada grupo sigue su camino a la extinción en sentidos opuestos.

La mía es también una generación perdida, aprisionada entre un mundo que se derrumbaba y un desastre que se aproximaba. Quizá por eso voy a extrañar tanto a Wajda y a Maciek, su creación, como me dolió la muerte de Cibulski en su momento.


Roberto Madrigal

Tuesday, September 6, 2016

Fijeza de la memoria


Hay recuerdos que sin provocarlos nos persiguen. Uno no los escoge, se cuelan entre las fisuras de la memoria y aparecen, vívidos y repetitivos.

Cuando después de diez días y quince libras menos, Magali y yo tomamos la decisión de salir de la embajada de Perú, para acogernos al salvoconducto que prometía el gobierno para esperar la salida, o la solución al conflicto, o conseguirse uno mismo su propia visa (esto último prácticamente imposible, a pesar de que lo intenté con varias embajadas), en reclusión domiciliaria, (ya que las turbas que nos ponían frente a las casas nos dificultaban la salida con palos, piedras, huevos y tomates), tras pasar el procesamiento requerido, nos montaron en unas guaguas escolares para llevarnos a puntos de destino supuestamente convenientes para acercarnos a las casas.

La guagua que tomamos estaba, por supuesto, repleta. Todos estábamos sucios y apestosos, luego de tantos días sin poder asearnos y expuestos a los estragos de estar a la intemperie en medio del fango y sin apenas podernos mover. Detrás del chofer, cargando un niño de meses, estaba un hombre joven y bastante fornido. A su lado, una joven que supongo era su esposa.

Subiendo por la calle 70, desde más o menos séptima avenida, la guagua hizo una parada en la Avenida 13.  Ahí, aunque eran las tres de la mañana, nos esperaba una turba vociferante que no solamente golpeó a los pocos que se bajaron, sino que tiraron pomos de yogurt que se astillaban contra las ventanillas y cortaban a los pasajeros, así como huevos podridos, piedras y otras cosas que no pude determinar.

El chofer era un militar que sin alterarse cerró la puerta y continuó el recorrido por 70. Al llegar a la Avenida 17 empezó a perder velocidad. Su próxima parada programada iba a ser en la Avenida 19, pues ya preocupados, mirábamos a todas partes y avistamos la otra turba que ya en estado de agresividad máxima enarbolaba palos, pomos de yogurt, huevos y viandas podridas de todo  tipo.

Para sorpresa de todos, el joven que estaba detrás del chofer, le dio el niño a la muchacha que estaba a su lado y agarró al chofer por el cuello diciéndole: “Si paras aquí te mato”. No creo que nadie lo dudara. El mismo chofer balbuceó una jerga incomprensible mientras trataba de respirar. “Sigue”, le dijo el joven. Para frustración de la manada salvaje que nos esperaba, la guagua siguió su rumbo. Nos tiraron unas cuantas cosas pero con poca efectividad.

Unas cuatro cuadras más arriba, cuando ya todo era oscuridad y no había un alma en los alrededores (los integrantes de las turbas, obedientes al fin, no se movían de sus sitios asignados), el joven le dijo al chofer: “Para”. La puerta se abrió y el joven nos dijo: “Bájense aquí todos, que si no nos acribillan”. Y agradecidos así hicimos. Me dieron ganas de abrazarlo, pero la prisa era mucha. Después que salí, me viré y vi que él también salía a salvo con su niño.

Es curioso, de este hecho lo que se me hace más visible en la memoria no es el rostro del joven, sino los de la muchedumbre enardecida, el rebaño obediente rebosando adrenalina inspirados por las consignas y su dirigente. No puedo distinguir rasgos individuales, pero sí odio y agresividad de forma casi homogénea. Es posible que alguno de ellos me haya servido en un restaurante de Miami, o en un taxi en Nueva Jersey, pero no los podría reconocer.

El recuerdo no me causa angustia ni tristeza, solamente está ahí, aparece y me muestra una masa humana amorfa, unida en su odio gratuito, sin nada redimible. A diferencia de lo que propugnan muchas teorías pseudopsicológicas y pseudoreligiosas  muy populares hoy en día, que son unos manuales excelentes para amar a Dios, al universo y a la humanidad, pero para odiar al vecino, yo odio a la masa, pero no siento nada contra los individuos. Ni odio ni amor, solo una apacible indiferencia. Pero, treinta y seis años después,  el recuerdo no me abandona, sigue ahí…


Roberto Madrigal

Sunday, August 21, 2016

¿Es necesaria la violencia?


Este trabajo se publicó originalmente hace tres años,sin embargo, últimamente ha tenido un alto e inusual tráfico, sobre todo desde la isla. Me llamó la atención y lo releí. Me di cuenta de que aunque quizá algunas cosas las escribiera hoy de forma diferente, básicamente creo que se mantiene vigente para muchos de los acontecimientos actuales de la isla y el exilio. Lo vuelvo a colgar para los que no lo leyeron en su momento y los que lo quieran releer.

En una secuencia del filme Manhattan, durante un vernissage se encuentra reunido un pequeño grupo de académicos, críticos de arte y diletantes a los cuales se aproxima el personaje de Woody Allen, quien tras ser presentado, para romper la conversación frívola dice: “¿Se enteraron que unos nazis anunciaron que van a realizar un desfile en Brooklyn?”, a lo que un hombre aparentemente muy sofisticado le contesta con un  “Sí” y Allen continúa: “Estoy organizando un grupo para ir con bates y ladrillos a enfrentar a los nazis”. Sin inmutarse, el hombre sofisticado le responde: “Hay un artículo de opinión en el New York Times de hoy que satiriza y hace trizas al desfile” y Allen le riposta: “Sí, la sátira y los artículos están muy bien, pero con los nazis, los bates y los ladrillos son más persuasivos”.

Es muy común hoy en día entre los exiliados cubanos, calificar a los opositores y disidentes pacíficos que ahora pululan por estos medios, como apaciguados y apaciguadores. Se les acusa de ser una creación del castrismo, de ser una oposición permitida porque distrae la atención de los problemas esenciales. Independientemente de lo acertado o no de estos ataques, y según a que disidente se le aplique, ya que no todos son iguales, ni piensan igual, ni se comportan igual, lo que se pierde de vista es que ese tipo de oposición tiene una función que es necesaria, pero en el caso cubano, le falta un complemento: una seria oposición violenta o violentadora que asuste a los gobernantes.

El totalitarismo es imposible de transformar mediante el diálogo, porque por su propia naturaleza no puede hacer cambios. Es toda una red de instituciones interdependientes que obedecen al objetivo único de mantener el control total en manos de un pequeño grupo y cualquier cambio, por pequeño que sea, la fragiliza.  No solamente establecen las leyes y las reglas del juego, sino que como las monopolizan, las cambian a su antojo. Apenas permite la existencia de organizaciones independientes de poca monta. En cuanto se desarrollan y crecen, las aplastan.

No soy historiador, pero una mirada somera a los hechos más trascendentales del siglo veinte muestra que los sistemas totalitarios solo caen por acciones violentas (el nazismo), por la muerte de sus gobernantes (el franquismo) y por un cisma interno de la cúpula hegemónica (el bloque soviético). Incluso en el caso del bloque soviético, entre los muchos factores que lo llevaron a desaparecer, se encuentran las continuas cruentas huelgas sucedidas en Polonia desde 1978, llevadas a cabo por una fuerte organización obrera, las guerras separatistas en Osetia, Abkazia y Chechenia, que los soviéticos ocultaban al mundo y la aparatosa derrota en Afganistán, que rompió el mito de su invencibilidad. En Nicaragua, la presencia de los contras forzó a las negociaciones y a las elecciones. Incluso, mirado en reverso, los propios soviéticos asumieron el poder frente a otro totalitarismo, mediante la violencia y mediante la violencia se agenciaron a todos los países que formaron el bloque del este. Los propios nazis aniquilaron la república de Weimar a través de un golpe de estado sobre la constitución.

La ecuación puede extrapolarse a cambios sociales en sociedades democráticas, como la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos. Hay momentos en los cuales las instituciones no están dispuestas a cambiar sus reglas y la única forma de alcanzar la transformación es violentándolas. Cuando me refiero a violencia no me limito a pensar en tanques y barcos de guerra, sino también en la desobediencia civil, en la disposición a aceptar sufrir la violencia. Huelgas y protestas obligan a los gobiernos a usar la violencia o a dimitir. Es la amenaza de una situación en la cual puede correr la sangre la que asusta a los jerarcas.

Esto no es un llamado a la violencia, es solamente un señalamiento. En el caso cubano, en donde no existen organizaciones sólidas y masivas de oposición civil (y no veo cómo se puedan instaurar), no hay forma de asustar a los detentores del poder. Un gobierno cuyo único interés es mantenerse mandando sin considerar el bienestar de sus ciudadanos, solamente puede temer a su destrucción física.  Si dialogan y hacen pequeños cambios es solo para ganar tiempo. La única solución a la vista es la biológica. Cuando desaparezca la cúpula histórica vendrán quizás, dentro de sus propias filas, otras maneras de mandar, no necesariamente democráticas, pero sí más flexibles, para aplacar los ánimos que provoquen sus diferencias, mientras buscan un nuevo discurso que los concilie.

En un país sin cultura democrática y en el cual ningún ciudadano menor de 60 años ha vivido jamás en la civilidad, los disidentes pacíficos, sin poder de convocatoria interno, seguirán siendo errantes profetas fuera de su tierra, emisarios de un dolor que hasta ahora muchos no conocían o se negaban a conocer, lo cual no deja de ser una función importante, pero insuficiente.


Roberto Madrigal

Wednesday, August 3, 2016

El Donald Vs. Hillary


“Ustedes saben cómo es El Donald, siempre consigue lo que quiere”, repetía hasta el cansancio en múltiples entrevistas su entonces esposa Ivana Trump (nacida Zelnicková). Desde que llegué a estas costas, crecí, es un decir, paralelo al desarrollo de la imagen de Donald Trump.

Dada su ejecutoria en los años ochenta, la imagen indeleble que de él me queda es la de un payaso mediático, un multimillonario farandulero, hijo de papá, dedicado a construir casinos, campos de golf, edificios lujosos y concursos de belleza. A medida que pasaba el tiempo se sumó su historia de bancarrotas y escándalos matrimoniales. La curiosidad me llevó a visitar Atlantic City, ciudad con la cual primero choqué en el excelente filme del mismo nombre, dirigido por Louis Malle y actuado por Burt Lancaster, que la presentaba en total estado de depauperación. Trump reclamaba haberla levantado de las ruinas. Cuando fui, me provocó repulsión. Es cierto que un casco central muy pequeño se encontraba revitalizado por un par de casinos, pero si se daban apenas unos pasos, la ruina y la depauperación se hacían inmediatamente presentes.

Después sucedió su programa de televisión. El aprendiz, en el cual acuñó y patentizó su famosa frase: “You’re fired”. Todo muy ligero. El desempleo para disfrute de los televidentes. Nada de aspiraciones políticas, aunque coqueteó con llegar a la Casa Blanca como candidato del Partido Reformista en 1999 partido que abandonó cuando a este se sumó David Duke. Fue luego demócrata, republicano, independiente y finalmente republicano otra vez. Tuvo muchas relaciones con políticos, pero solo como parte de su necesidad para lograr influencias favorables a sus negocios, pero nada de eso tiene que ver con la imagen que de él me formé, justa o injustamente.

Pero como decía Ivana, siempre consigue lo que quiere y ahí tenemos a El Donald de candidato presidencial republicano, muy a pesar de los que dirigen su partido. Lo consiguió gracias a su imaginación mediática, capturando nuevos votantes y grupos demográficos que dentro de su partido se sentían marginados. Se alzó a pesar de haber sido inicialmente ignorado y minimizado por sus contrincantes. Nunca lo tomaron en serio.

Por el otro lado esta Hillary Clinton, una mujer que está en el ojo público de la política americana desde que en 1979 su esposo Bill, logró la gubernatura de Arkansas. Una muchacha de clase media alta, típico producto de los suburbios del medio oeste, una exitosa abogada, declaradamente dedicada al derecho de los niños, pero con grandes ansias de poder.

Clinton es una politiquera de alto vuelo que hace lo que sea por mantenerse en las altas esferas de influencia política. Asociada estrechamente a las firmas de abogados corporativos a los cuales defiende hasta la muerte. En 1993, encargada de llevar a cabo el plan de reforma de la salud de su esposo, el entonces Presidente Clinton, su mayor logro fue desviar el plan para acomodar los intereses de las compañías de seguros que representaban sus amigotes. Consiguió poner el control de la salud en manos de los aseguradores, sin velar por los intereses de los pacientes y de los profesionales proveedores. Su desempeño causó grandes litigios y demandas que fueron necesarias, en varios estados, para aflojar el injusto control que entregó a las compañías de seguros. La sufrí en carne propia.

Cualquier oportunidad es buena para ella. Se postuló como senadora de un estado en el cual nunca vivió y salió triunfante. Por exceso de confianza, trató a Obama como los republicanos trataron a Trump y perdió las elecciones contra él. Luego, vieja avezada, se le alió como Secretaria de Estado. Ahora recurre a su ayuda para estas elecciones. Esa es la imagen que me he formado, justa o injustamente, de Hillary Clinton.

Pocas veces se han enfrentado, en la política americana, dos adversarios más despreciables y despreciados. Lo indica además, los altos índices de desaprobación que ambos poseen. Sin embargo, para su base de votantes, nada de lo que hagan o digan afecta su fidelidad. Hechos y realidades no influirán en su voto. Cada cual tiene garantizada su porción. La pasión de los extremos garantiza una lucha hostil y feroz como nunca antes se había visto. Es el choque de dos ancianos sedientos de poder.

Estas elecciones pudieran ser las más disputadas en la historia de los Estados Unidos. Recuerdan las de Kennedy contra Nixon en 1960, en las cuales Kennedy solamente tuvo unos cien mil votos más que Nixon, aunque por las características de las elecciones americanas, Kennedy obtuvo 303 votos electorales contra 219 de Nixon. También recuerdan las del año 2000, en las cuales Gore obtuvo medio millón de votos más que Bush, pero perdió por cinco votos electorales (271 vs. 266). Ya se sabe la disputa sobre fraude en la Florida, pero eso lo resolvieron las cortes, aunque la sombra de la duda persista.

Estas elecciones la decidirán los indecisos. Los debates entre Trump y Clinton serán de gran importancia. Hillary, más taimada, tiene de antemano ventaja sobre El Donald, excesivamente locuaz y proclive al insulto, lo cual le puede alienar muchos votantes neutros e incluso de su partido.

Por otra parte, dadas las características de los colegios electorales, los demócratas siempre arrancan con ventaja. Protestar de esto es absurdo, pues es un sistema adoptado por ambos partidos. Trump tiene una tarea difícil.

Olvídense de las encuestas de popularidad. Para poder ganar las elecciones, El Donald tiene que ganar Ohio, Pennsylvania y Florida. Si pierde uno solo de ellos, no puede remontar la desventaja electoral de su oponente, que tiene casi asegurados California y Nueva York, los cuales suman 84 votos entre ambos, casi la tercera parte de los 270 necesarios para ganar las elecciones. No voy a cansar a nadie con la supuesta distribución de los restantes votos.

Pennsylvania es un estado tradicionalmente demócrata, pero que en estos momentos se encuentra desilusionado y los candidatos están muy parejos. Ohio es también muy apretado. Los centros urbanos son demócratas, sobre todo Cleveland y Columbus, pero el resto del estado es mayormente republicano. El problema para El Donald aquí es que el gobernador Kasich, su contrincante en las primarias, no lo apoya y le hace una oposición pasiva que puede llevar a muchos votantes republicanos a no votar, o a votar contra él. La Florida es difícil de pronosticar.

En realidad, quizá Ted Cruz tenía razón cuando dijo “voten con su conciencia”. Eso es lo que tendrá qué hacer esa masa insatisfecha de indecisos que van a definir el resultado. Quizá quede decidido por la ideología y la idiosincrasia de cada cual. Este grupo elegirá lo que para ellos representa el mal menor. Los próximos cuatro años serán, para muchos, una dosis diaria de purgante político.

¿Están tan mal hoy en día los Estados Unidos? No. El que lo crea, se le olvidó la historia. Para no ir muy lejos, recuerden los setenta, que vieron desfilar el escándalo de Watergate, la renuncia de un presidente, que fue el golpe más duro dado a la presidencia, la crisis del petróleo, el incremento de las guerrillas en Africa, el triunfo de los sandinistas, la crisis de Irán, la instauración de férreas dictaduras de derecha en América Latina, los casos de Etiopía, Angola y Afganistán.  Sin embargo, de eso y muchas cosas más (como la música disco), rebotaron los Estados Unidos.


Roberto Madrigal

Thursday, July 14, 2016

El sinuoso encanto de la isla


¿Está de moda Cuba? Aunque la respuesta no es simple, creo que no. Es cierto que desde que se restablecieron las relaciones un grupo de figuras como Bon Jovi, Usher, Major Lazer, Bill O’Reilly, los Rolling Stones (con su concierto que se añadió a su gira latinoamericana, con el beneficio para los cubanos de que fue gratis), así como algunos otros, han visitado la isla. Lagerfeld la escogió como marco tropical para un desfile de modas y han comenzado los cruceros desde Estados Unidos.

Para el cubano de la isla, que ha padecido un aislamiento internacional por seis décadas, este relativo deshielo parece como que al fin se les reconoce su existencia y de que se encuentran en la mirilla de todo el mundo. Pero en realidad no es así. El tráfico no ha sido tan intenso como se pronosticaba (o se esperaba con ilusión). Muchas más celebridades visitan constantemente Cabo San Lucas, St. Tropez, Montserrat y Ocho Ríos, donde además tienen propiedades, que las que visitan Cuba. Al despenalizarse, al menos para los americanos, ya que los otros siempre pudieron visitar, pues es un destino más en el turismo ocioso de los ricos y famosos.

No hay dudas de que hay muchos encantos naturales en la isla, esos no pudieron irse del país. La industria de la hospitalidad, sin embargo, es más que cuestionable, aunque para los que tienen mucho dinero eso no sería más que un mal menor. Van sin muchas expectativas y con mucha curiosidad. Además, es muy barata.

A Cuba no se va a hacer turismo cultural, no se equivoquen los que piensan que porque se visita la Fábrica de Arte o alguna que otra instalación cultural, ese es un interés fundamental. El turismo cultural se hace en Paris, Londres, Nueva York, Madrid, Amsterdam y Tokio. A lo que va la mayoría es a la busca de jineteras y pingueros, carros viejos y ruinas asombrosas. Y aquí está el secreto.

Cuando el huracán del castrismo decidió acabar con toda la estructura social que existía en Cuba antes de 1959, de manera cataclísmica, se eliminaron toda una serie de valores morales que sustentaban a la sociedad, sin que fueran sustituidos por otros. Hasta la formalidad verbal y gestual se aniquiló y los vanos intentos de crear algo nuevo, como aquello de la “caballerosidad proletaria”, eran solamente manifestaciones del ridículo, superficiales e inoperantes.

Esa falta de valores morales dio lugar a un fenómeno curioso que es difícil de replicar. Mientras políticamente Cuba es una de las sociedades más represivas del mundo, al margen y a la par de ello, se presenta una sociedad completamente permisiva en el plano moral. Mucho más “libre” que cualquier otra. La necesidad de sobrevivir convierte la promiscuidad sexual y social en algo rutinario. Esa combinación de represión con permisividad es uno de los puntos fundamentales que atrae a los turistas a la isla. O que al menos les hace decir cosas que no dicen de otros lugares.

La falta de espacio en la cual viven los cubanos, en una isla en la cual varias generaciones se ven obligadas a cohabitar en recintos mínimos y dilapidados, crea una familiaridad que se desborda al intercambio social. Eso es parte del secreto de lo que se dice que es el gregarismo de los cubanos. Y eso es lo que encuentran los visitantes del primer mundo, acostumbrados a sociedades extremadamente organizadas y estructuradas, en las cuales el respeto al espacio personal y habitacional ajeno es primordial.

Ese es el atractivo que encuentran los hípsters cuando se remoza o gentrifica (es cierto que la palabra no ha sido aceptada por la Real Academia, pero se usa hace rato y no hay un verdadero equivalente en español) un área como Williamsburg en Brooklyn o Chueca en Madrid. Se renueva la urbanización, se suben los precios y aparecen lugares de disfrute en los cuales se mantiene la pátina de lo desvencijado. Nada más atractivo que ese contraste decadente entre la ruina y la modernidad (en el caso cubano entre la represión y la permisividad). Sobre todo para quienes tienen dinero y pueden luego largarse a sus refugios bien modernos y bien apertrechados.

Es también que dadas las necesidades generales, uno puede encontrarse a personas de todo tipo en la calle, compartiendo miserias. Recuerdo a una periodista de El Nuevo Herald que se mostraba asombrada (lo escribió así), porque en una reunión informal en el apartamento de una amiga, pudo codearse con Antón Arrufat.

La prostitución, el jineterismo y el pinguerismo no se limitan a un estrato social como en las ordenadas sociedades avanzadas. Aquí  los visitantes perciben otra contradicción de macabro atractivo. Pueden establecer una relación con individuos con los cuales en sus países les sería imposible a muchos. No es que los cubanos sean más cultos que nadie, es que los cultos se prostituyen. También resulta atractivo ver a intelectuales insulares mendigando atención. Es un morbo que resulta un lujo del Primer Mundo.

No es todavía efectivo. Hace poco estaba trabajando con un estudiante de una universidad para la cual presto servicios. Un muchacho inteligente, de 20 años, sin muchos intereses culturales, de familia rica. Cuando le dije que era cubano me contó que su madre llevaba años organizando una vista turístico-cultural a Cuba y que lo había logrado finalmente el año pasado. Lo arrastraron allá. Por lo que me dice, parece que se alojaron en el Meliá Cohiba en el Vedado. Tenía que soportar una serie de charlas culturales desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde. Le resultaban insufribles y no se acordaba de lo que había escuchado. Luego podían salir por ahí, aunque se les asignaba un “guía”.

Cuando le pregunté qué le había parecido la ciudad, se mostró apático. Me dijo que estaba bien, muy pobre, se entretuvo en el Submarino Amarillo viendo a viejos bailar canciones de otra época (sus palabras), pero no muy diferente que su visita anterior a Jamaica. Nada le dejó huellas. Fue otro lugar tropical más. Que conste que con sus veinte años, es un muchacho que ha viajado mucho. Prefiere Madrid y Barcelona. También le gustaba Caracas, pero ya no.

De todos modos, ayer cuando terminaba de hacer compras en Trader Joe’s, en un pequeño estante junto al cajero, entre muchas postales, mi mirada se fijó en una que decía: “I’m in Havana, life is buena”, ilustrada con un crucero atracando en un puerto. Los cubanos siguen siendo el telón de fondo miserable sobre el cual tiene lugar el espectáculo de la gozadera efímera y distante.


Roberto Madrigal

Saturday, June 25, 2016

Barrio chino y xenofobia


Desde que alrededor de 1847 comenzaron a llegar a Cuba los culíes procedentes de Hong Kong, Macao, Taiwan, Cantón y Fujián, y luego los miles de chinos que huían de la discriminación en los Estados Unidos, se sentaron las bases para la consolidación de un grupo étnico que se uniría a africanos y españoles en la definición del cubano. Afrocaribeños angloparlantes, haitianos y judíos europeos llegarían simultáneamente o más tarde para seguir añadiendo variedad, principalmente a La Habana, a una isla que dada su posición geográfica y su tamaño, recibía los movimientos migratorios espontáneos, en busca de mejoramiento, que son la esencia del desarrollo social y cultural.

El Barrio Chino habanero, que ya a finales del siglo diecinueve se consideraba el segundo más importante del Occidente después del de San Francisco, era un excelente indicador de la pujanza con la que los movimientos migratorios otorgaban a La Habana sus misterios y leyendas. Sus comercios, restaurantes, cines y espectáculos añadían encanto a la cotidianidad de una ciudad vibrante.

Desde finales de los años cuarenta operó allí el Teatro Shanghai (se supone que así decía el letrero, aunque todos decían el changai). Famoso por sus espectáculos porno bufos, presentados como bataclán o vodevil, que utilizaban un humor paródico de grotesca sublimidad. Entre sus amenidades estaba la del famoso Supermán, de quien se cuentan muchas cosas, casi ninguna verificable, lo que suma al mito, el hombre de una verga de dieciocho pulgadas, pero ¿quién la midió? Supermán fue inmortalizado, primero por Graham Greene en Nuestro hombre en La Habana y luego por Francis Ford Coppola en la saga de El Padrino. Ya tiene su lugar en el eterno mundo de la imaginación y de los sueños.

El bullicio y el hervor terminaron poco después de 1959. Los chinos comenzaron a emigrar y ya ninguno llegaba. El barrio chino que yo conocí a mediados de los sesenta, todavía poseía su encanto peculiar. Un grupo de amigos descubrimos que el cine Aguila de oro exhibía películas de Kung Fu y de Karate, que estaban prohibidas por el ICAIC y no se proyectaban en los cines habaneros. Creo haber visto al legendario Bruce Lee en películas producidas en Hong Kong a finales de los cincuenta, antes de que fuera famoso, pero no lo puedo asegurar, porque entonces no se le conocía.

Adolescentes hambrientos de ese cine de artes marciales que atraía a todo el mundo, del cual en Cuba oficialmente solo se exhibían filmes japoneses serios como El Bravo y Sanjuro, y menos “serios” como la serie de Ichi, el esgrimista ciego, acudíamos al Aguila de oro con fervor de fanáticos. La tarea era difícil pues las películas eran habladas mayormente en cantonés y entonces se le ponían subtítulos en mandarín, inglés y español, por lo que quedaba visible en la pantalla solo un pequeño cuadrado, resultando que a veces solo podíamos atisbar un pie que golpea el aire, una muñeca que le da a un pecho, pero se nos confundía la trama porque no sabíamos quién golpeaba a quién hasta finalizada la contienda.

A la salida, y más o menos hasta 1968, tratábamos de negociar con algunos de los chinos que, sentados en los escalones de entrada a los edificios, en silencio, aparentemente ajenos los unos de los otros, leían el Kwong Wah Po, el Man Seng Yat Po, el Hun Men Kon Poi o el Wah Man Sen Po (nombres que no conocía entonces, solo me llamaba la atención que los periodiquitos eran de tamaños diferentes), según sus intereses o inclinaciones políticas, para comprar en bolsa negra frijolitos chinos, o cebollinos, o latas de atún, o aceite de maní, que ya no existían en las bodegas cubanas, pero que se les vendían exclusivamente a los chinos en las tiendas del barrio.

Después de la “Ofensiva Revolucionaria” ya no fuimos más. Los chinos salían a hacer bolsa negra fuera del barrio y a la policía no le gustaba que los que no fueran chinos se pasearan por allí. A la larga, el barrio chino habanero se fue convirtiendo en lo que es hoy en día, menos que una caricatura de sí mismo, un borrón sin cuenta nueva. Un lugar señalizado por el “Pórtico de la amistad” donado por el gobierno chino, que da lo mismo si usted lo cruza de entrada o de salida, porque en ningún lado encontrará chinos.

El isleño es, por circunstancia, aislacionista y el ser humano, por naturaleza, no acepta la diferencia, eso se aprende después. Durante estos cincuenta y siete años el gobierno ha manipulado la inmigración para sus fines políticos. El país se cerró, solo pueden entrar, a cuenta gotas, los extranjeros seleccionados y autorizados por el gobierno, para eso en número reducido y por lo general, de paso. Ya en Cuba no existe confluencia de culturas, sino que se ha tratado de crear un proyecto de hombre a partir de la endogamia ideológica y cultural. Un proyecto condenado al fracaso desde su fundación.

Aunque nuestra xenofobia se mostraba con la ligereza de los apodos (ya que a todos los descendientes de asiáticos se les decía “chinos, o “paisanos”, o “narras”, a los de españoles se les apodaba “gallegos” sin importar que vinieran de asturianos, o de canarios y a los de jamaicanos se les nombraba “pichones”, todo esto sin tener en cuenta cuantas generaciones llevaban sus familias en Cuba, lo cual a pesar del tono cariñoso y sarcástico con el que se hacía no lo convertía en menos discriminatorio),  no me queda duda de que esto ha ido incrementando ese sentimiento y ha transformado al cubano en un ente inconscientemente xenófobo y provinciano. Muy adulón de cualquier extranjero porque en estos momentos representa algo desconocido a lo cual no se puede aspirar o la posibilidad de jineterismo, pero en su mayoría, una vez fuera del país, los cubanos se aíslan del resto de las comunidades que les rodean y se relacionan con ellas basándose en el desprecio o el temor a lo enigmático. Es el único propósito que el gobierno ha logrado con éxito tras tantos años. La carencia de una mezcla racial dinámica, por otra parte, daña el sistema inmune nacional.

La evaporación del barrio chino refleja los efectos devastadores de esa política. Hoy, el Aguila de oro no existe. Su lugar lo ocupa la galería “Arte Continua”, reservada para eventos auspiciados por las organizaciones culturales gubernamentales, como muestras de arte francés. El Teatro Shanghai fue derrumbado (o se derrumbó solo) y en el sitio que ocupaba, Zanja entre Campanario y Manrique, se erige una estatua de Confucio, donada por una sociedad china, con un lema que dice: “Cada cosa tiene su belleza, aunque no todos pueden verla”.

Quizá, Raúl Castro entre sus cambios y sus convocatorias al turismo, deba contemplar edificar, tras la estatua de Confucio, un nuevo Shanghai, para que vuelvan a resonar, como espíritu liberador, versiones de Don Juan con versos como los que a hurtadillas escuchó de niña la actriz Yolanda Farr (nieta de José Orozco, dueño del teatro) y que cita en su blog: “Pero Don Juan soy doncella/ ¡La cabeza nada más!/ Nada nada, toda ella/ y los cojones detrás”.


Roberto Madrigal

Tuesday, June 7, 2016

El ajedrecista que se atrevió a ser disidente


Ha muerto quien al decir de Leonard Barden fue el más grande ajedrecista que jamás fuera campeón mundial. El lunes 6 de junio, tras seis décadas de batallas en el tablero y alrededor del mismo, después de una apoplejía que lo confinó a una silla de ruedas y le atrofió el habla, murió, en Wohlen, un pueblo cercano a Zurich, a los 85 años, el gran maestro ruso Victor Korchnoi.

Apodado “Víctor el Terrible”, no solamente por su intensa combatividad ante el tablero, sino por su carácter amargado y su actitud siempre controversial, Korchnoi nació en lo que se conocía entonces como Leningrado, en un crudo invierno de 1931, producto de una unión improbable: su padre era polaco y católico y su madre era judía rusa. Se inició en el ajedrez a los trece años, durante el sitio nazi a la ciudad. Era entonces un joven hambriento que estaba interesado en la declamación, el piano y el ajedrez, pero como tenía una voz pésima y no había piano en su casa, se decidió por el ajedrez. Quizá estas circunstancias expliquen la fundación de su personalidad.

Fue campeón soviético en cuatro oportunidades entre 1960 y 1970, en una época en la cual coexistieron en ese país los talentos más grandes de la historia del ajedrez, ente los que se contaban Tal, Botvinnik, Petrosian, Spassky, Stein, Polugaevski, Geller, Smislov, Taimanov, Bronstein y muchos otros genios. Ganó una casi infinita cantidad de torneos internacionales de primera línea, entre ellos la segunda y la séptima edición del Capablanca In Memoriam, en los años 1963 y 1969 respectivamente (en esta última lo hizo empatado con Alexei Suetin), pero alcanzó su protagonismo más grande en sus encuentros con Anatoly Karpov, con quien se enfrentó tres veces por el título mundial (aunque en la primera batalla en 1974, el título se le cedió a Karpov al año siguiente porque Fischer renunció a defender su título).

Siendo Karpov el favorito de la burocracia soviética, la federación de ajedrez le puso obstáculos a Korchnoi durante el match, no permitiendo a ningún gran maestro soviético que asistiera como entrenador a Korchnoi. David Bronstein se atrevió, y como confesó en su libro Secret Notes publicado en 2007, fue castigado por ello y además lo forzaron a jugar un torneo antes de que comenzara el match en 1974. Finalmente, Korchnoi, quien jugó casi todo el encuentro solo contra Karpov y su ejército de asistentes, consiguió la asesoría de los británicos Raymond Keene y William Hartston, ya tarde. Perdió  12.5-11.5.

Después de este match, la mayoría de los grandes maestros soviéticos, liderados por Tigran Petrosian, hicieron declaraciones públicas en contra de Korchnoi y la federación le prohibió jugar torneos internacionales. En 1976, tras conseguir jugar un torneo en Amsterdam, Korchnoi decidió desertar y radicarse primero en Holanda, luego en Alemania Occidental y finalmente se estableció en Suiza, donde vivió desde 1978 hasta esta semana. Atrás quedó su esposa Bella y su hijo Igor, quien fue a parar a la cárcel en venganza perpetrada por el gobierno.

Poco antes de su segundo match con Karpov, en 1978, comenzó la lucha porque liberaran a su hijo y el gobierno soviético le prometía liberarlo y luego se lo negaba. Bajo estas circunstancias se enfrentó a Karpov, tras arrasar con Petrosian, Polugaevski y Spasski en el torneo de candidatos. El encuentro tuvo lugar en Baguio, Filipinas y se convirtió en un gigantesco show mediático y político. Hubo quejas de que los soviéticos instalaron un hipnotizador en el público y que le mandaban señas secretas a Karpov. Korchnoi exigió ubicar unos espejos en el escenario y que se hicieran radiografías de las sillas antes de cada juego por temor a que los soviéticos hubieran instalado dispositivos de causar ondas magnéticas o de hacer sonidos cuando le tocara el turno a de jugar a él. El tope se extendió a 32 juegos y Karpov resultó vencedor al ganar seis partidas contra cinco Korchnoi y entablar veintiuna.

El siguiente encuentro por el campeonato mundial tuvo lugar en Merano, Italia, en 1981. El hijo de Korchnoi seguía preso y en una jugada viciosa, fue liberado y forzado a enrolarse en el ejército, con lo cual no se le permitió abandonar el país. “La masacre de Merano” terminó con un triunfo de Karpov en dieciocho partidas. El campeón ganó seis y Korchnoi solamente dos. Tenía ya 50 años y cinco años de batalla contra el aparato soviético.

No obstante, Korchnoi se mantuvo jugando a los más altos niveles hasta bien entrados los setenta años. En 1984 se enfrentó a Gary Kasparov en el torneo de candidatos. El encuentro debió realizarse en Los Angeles, pero los soviéticos no permitieron que Kasparov fuera, alegando la ventaja política del “desertor y traidor” Korchnoi en pleno corazón del “imperialismo”. El triunfo le fue adjudicado a Korchnoi por abandono de su oponente, pero este se negó a ganar de esa manera y aceptó que el evento se trasladara a Londres, en donde fue derrotado con facilidad por Kasparov. En 2006 ganó el campeonato mundial para seniors, en el cual participaron jugadores de la envergadura de Yanis Klovan, Vlastimil Jansa y Yevgueni Vassiukov. A los 75 años todavía ocupaba el lugar 85 en el ranking de la FIDE.

Korchnoi fue un hombre amargado Su carácter se reflejaba en su juego, que era agresivo y complicado, a veces incomprensible. No tenía buena opinión de ninguno de sus oponentes, de quienes decía (y esto incluía a Petrosian y a Tal entre otros campeones mundiales) que eran jugadores inferiores. Se le consideraba arrogante y desdeñoso. Lo fue.

Solamente reconoció como sus grandes influencias a Mijail Botvinnik y a Emmanuel Lasker, este último en el aspecto psicológico. De  los contemporáneos solamente respetaba a Fischer, de quien consideraba que su nivel era “de otro planeta” y a Kasparov. Ni siquiera Spasski, su amigo de la infancia, se salvó de su azote verbal.

Durante el Capablanca de 1969 andaba yo en compañía del maestro internacional español, ciudadanizado cubano, Francisco J. Pérez, cuando nos tropezamos con Korchnoi a la salida del Salón de Embajadores del hotel Habana Libre. Pérez lo conocía y mezclando ruso con francés le preguntó que cómo se las arreglaba para mantener esa actitud beligerante ante sus oponentes y Korchnoi replicó que cuando se sentaba al tablero, minutos antes de comenzar, se concentraba pensando que su contrario de turno era su enemigo mortal, que le había mentado la madre y piropeaba a su esposa.

Controversial y difícil de sobrellevar, no todo fue heroísmo en su vida. Cuando finalmente, en 1982, liberaron a su hijo y lo dejaron salir junto a Bella, la esposa de Korchnoi, este no fue a recibirlos al aeropuerto, sino que envió a un abogado con una demanda de divorcio para que esta la firmara. Igor nunca más habló de su padre en público.

Se mantuvo como fiel enemigo de la Unión Soviética hasta que esta desapareciera antes que él. Detuvo a un entrevistador que mencionó la palabra emigrante refiriéndose a él, para aclarar que lo suyo fue deserción y exilio en protesta contra las autoridades soviéticas porque no podía vivir en un país que no respetara la individualidad.

Korchnoi fue un hombre de grandes contradicciones entre el protagonista público, el individuo privado y el ajedrecista. Jugó más de cinco mil partidas en torneos oficiales y mantiene record positivo contra muchos de los grandes campeones de todos los tiempos (Tal, Petrosian y Spasski). Tesonero y siempre abierto a aprender, Vassiukov calificó su juego como “falto de armonía interna” pero agregó que como “el gran luchador y deportista que era, fue capaz de sobreponerse a sus limitaciones”. Acaba de morir un grande, un hombre que tuvo que enfrentarse tanto a sí mismo como a la época que le tocó vivir.


Roberto Madrigal

Wednesday, May 25, 2016

Redefiniendo al censor


El efecto más inmediato del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, ha sido en el campo de la cultura, principalmente entre los guardianes del dogma ideológico.

Entre los cambios instrumentados por Raúl Castro, decidido a estar en misa y en procesión al mismo tiempo, está, por una parte, la institución de una economía mixta en la cual se promueve una cultura económica de buhonerismo, típica de un capitalismo primitivo con limitaciones, en la cual se beneficiarán unos muy pocos siempre y cuando no se beneficien mucho y se enriquecerán los que controlen los organismos estatales y sus familiares, allegados y otros correligionarios íntimos que tendrán el privilegio de hacerse cargo de los negocios privados más jugosos, mientras que por otra parte se mantiene un férreo control sobre la actividad cultural y la ruta ideológica. La cultura se vinculará a ese capitalismo primitivo siempre y cuando beneficie las arcas estatales.

Como aterrados copistas medievales, han saltado en defensa de la identidad cultural y de una confusa cubanidad, distinguidos amanuenses oficiales como Graziella Pogolotti, Ambrosio Fornet, Aurelio Alonso y Abel Prieto, entre otros pesos completos de la burocracia cultural. Son los que más destaca la prensa de allá y la de acá, sin embargo, me resultó de gran interés un reciente artículo del profesor Guillermo Rodríguez Rivera, aparecido en el blog Segunda Cita, del cantante Silvio Rodríguez, del cual es colaborador habitual el docente, titulado La cultura en los tiempos que corren, en el cual va más allá de defender la cultura con definiciones abstractas y términos grandiosos, como hacen los anteriormente mencionados, aquí se dedica a redefinir el papel del censor y de la censura en esta batalla.

Es un artículo que no puede pasarse por alto por varias razones. En primer lugar por aparecer en el blog de Silvio, lo cual le da un carácter de siniestro prestigio y autoridad crítica, ya que se sabe que este es un blog maquillado de aperturista, pero siempre dispuesto a la defensa frontal e inequívoca del sistema, y porque además es probablemente el blog más leído, de todos los blogs apoyados y permitidos por la nomenclatura, dada la inconcebible y persistente popularidad del cantante.

En segundo lugar porque Rodríguez Rivera, aunque muy olvidado en el parque Jurásico de la isla, es todavía un dinosaurio que ruge con utilidad y que se ha vuelto una especie de ortodoxo racional. Además, el profesor es mucho mejor escritor que Fornet y Prieto, aunque injustamente no goce del mismo prestigio. Fundador de El Caimán Barbudo, fue por un tiempo un buen poeta y un hombre lúcido por cuyas gracias sufrió censura. Fue también, mucho antes que Padura, un exitoso escritor de novelas policiales.

Después de tener que abandonar la nave caimanera, se sabía en La Habana que tanto él como Luis Rogelio Nogueras, Raúl Rivero y otros, eran los autores de unos epitafios apócrifos de los escritores cubanos. Muy bien escritos y muy mordaces. Pero parece que para poder salir del fango ha tenido (o ha optado), que vender su alma al diablo y enmascararse con las ajenas convicciones del poder.

En el artículo que me ocupa, comienza recordando el período heroico de la fundación de El Caimán Barbudo, elogia la figura de Haydée Santamaría y obvia mencionar muchos de los fatales episodios represivos del período para saltar al llamado “quinquenio gris” (que ahora tiene la culpa de todo y lo quieren presentar como un traspiés histórico ya superado).

Tras mencionar la censura sufrida por él y otros caimaneros, durante ese período, pasa a rescatar el “carácter inclusivo de la orientación cultural de 1961”, o sea del famoso discurso de Fidel Castro, conocido como Palabras a los intelectuales. Culpa el “caso Padilla” a la funesta ejecutoria del teniente Luis Pavón como presidente del Consejo Nacional de Cultura, sin mencionar que Pavón no solamente fue nombrado a ese puesto por las máximas autoridades del gobierno, sino que era un hombre de confianza y un favorito de Raúl Castro. Convenientemente olvida mencionar que el caso Padilla había empezado mucho antes de la confesión, en realidad en 1968, cuando fue premiado. Eso sucedió a raíz de la Ofensiva Revolucionaria de ese año, cuando Castro y su pandilla se habían consolidado en el poder, un poco después de los juicios de la Microfracción, sucedido en el otoño de los comunistas viejos, en 1967. Además, el presidente del Consejo Nacional de Cultura en ese momento era Eduardo Muzio, afectuosamente conocido como Muzziolini.

En su diatriba, culpa a la confesión de Heberto Padilla por el destino sufrido por Lezama Lima, aunque menciona lo injusto de ello, que por supuesto fue culpa del ambiente cultural del “quinquenio gris”. Por cierto, que entre los epitafios cuya posible autoría puede atribuirse al profesor, hubo uno sobre Lezama que decía: “Jamás viajó ni a Nueva York ni a Roma/ José Lezama Lima, vida vana,/entre nosotros, en su vieja Habana/se dedicó a escribir, mató el idioma”. No tiene por qué abochornarse de ello, pero no hay dudas que fue una pequeña contribución a la penosa situación del poeta.

Luego salta a los problemas creados durante el concierto reclamando la liberación de los Cinco, en el Protestódromo del malecón, causados por las alocuciones “fuera de lugar” de Robertico Carcassés. Tras lo cual salta al más reciente caso del cineasta Juan Carlos Cremata, censurado con motivo de la puesta en escena que dirigió de la adaptación de la obra “El rey se muere”. Una obra de Eugene Ionesco, escrita y representada por primera vez en 1962, pero en la cual los gobernantes cubanos se sintieron aludidos. Comenta incluso el “inaceptable exilio” de Cremata, como si este no tuviera derecho a hacer con su vida lo que le venga en gana. Claro, allá ese derecho no existe todavía.

La receta del profesor Rodríguez Rivera no es la flexibilización ni la eliminación de la censura, sino su refinamiento. Ofrece el consejo de que todo eso (lo de Carcassés y lo de Cremata) se pudo haber evitado con medidas de censura profiláctica. Se pregunta la razón por la cual se dejó participar a Carcassés en el evento y por qué nadie se dio cuenta del problema de la obra teatral antes de que se estrenara.

Culpa de lo anterior a la incultura de los encargados de la censura, a quienes llama “funcionarios encargados de aprobar el hecho cultural”. O sea, propone la formación de censores cultos y políticamente probados que puedan utilizar los bozales con eficiencia.

Tras cincuenta y siete años de castrismo, y ya todo un decenio de raulismo, lo que propone la intelectualidad oficial cubana es un “quinquenio gris” refinado, la censura con efectividad, la censura preventiva. Es lógico, cuando los represores de ese ayer siguen siendo los gobernantes de hoy. Esos parecen ser los cambios que se piden en el campo cultural.


Roberto Madrigal