¿Está de moda Cuba? Aunque la respuesta no es simple,
creo que no. Es cierto que desde que se restablecieron las relaciones un grupo
de figuras como Bon Jovi, Usher, Major Lazer, Bill O’Reilly, los Rolling Stones
(con su concierto que se añadió a su gira latinoamericana, con el beneficio
para los cubanos de que fue gratis), así como algunos otros, han visitado la
isla. Lagerfeld la escogió como marco tropical para un desfile de modas y han
comenzado los cruceros desde Estados Unidos.
Para el cubano de la isla, que ha padecido un aislamiento
internacional por seis décadas, este relativo deshielo parece como que al fin se
les reconoce su existencia y de que se encuentran en la mirilla de todo el
mundo. Pero en realidad no es así. El tráfico no ha sido tan intenso como se
pronosticaba (o se esperaba con ilusión). Muchas más celebridades visitan
constantemente Cabo San Lucas, St. Tropez, Montserrat y Ocho Ríos, donde además
tienen propiedades, que las que visitan Cuba. Al despenalizarse, al menos para
los americanos, ya que los otros siempre pudieron visitar, pues es un destino
más en el turismo ocioso de los ricos y famosos.
No hay dudas de que hay muchos encantos naturales en la
isla, esos no pudieron irse del país. La industria de la hospitalidad, sin
embargo, es más que cuestionable, aunque para los que tienen mucho dinero eso
no sería más que un mal menor. Van sin muchas expectativas y con mucha
curiosidad. Además, es muy barata.
A Cuba no se va a hacer turismo cultural, no se
equivoquen los que piensan que porque se visita la Fábrica de Arte o alguna que
otra instalación cultural, ese es un interés fundamental. El turismo cultural
se hace en Paris, Londres, Nueva York, Madrid, Amsterdam y Tokio. A lo que va
la mayoría es a la busca de jineteras y pingueros, carros viejos y ruinas
asombrosas. Y aquí está el secreto.
Cuando el huracán del castrismo decidió acabar con toda
la estructura social que existía en Cuba antes de 1959, de manera cataclísmica,
se eliminaron toda una serie de valores morales que sustentaban a la sociedad,
sin que fueran sustituidos por otros. Hasta la formalidad verbal y gestual se
aniquiló y los vanos intentos de crear algo nuevo, como aquello de la “caballerosidad
proletaria”, eran solamente manifestaciones del ridículo, superficiales e
inoperantes.
Esa falta de valores morales dio lugar a un fenómeno curioso
que es difícil de replicar. Mientras políticamente Cuba es una de las sociedades
más represivas del mundo, al margen y a la par de ello, se presenta una
sociedad completamente permisiva en el plano moral. Mucho más “libre” que
cualquier otra. La necesidad de sobrevivir convierte la promiscuidad sexual y
social en algo rutinario. Esa combinación de represión con permisividad es uno
de los puntos fundamentales que atrae a los turistas a la isla. O que al menos
les hace decir cosas que no dicen de otros lugares.
La falta de espacio en la cual viven los cubanos, en una
isla en la cual varias generaciones se ven obligadas a cohabitar en recintos
mínimos y dilapidados, crea una familiaridad que se desborda al intercambio
social. Eso es parte del secreto de lo que se dice que es el gregarismo de los
cubanos. Y eso es lo que encuentran los visitantes del primer mundo,
acostumbrados a sociedades extremadamente organizadas y estructuradas, en las
cuales el respeto al espacio personal y habitacional ajeno es primordial.
Ese es el atractivo que encuentran los hípsters cuando se
remoza o gentrifica (es cierto que la palabra no ha sido aceptada por la Real
Academia, pero se usa hace rato y no hay un verdadero equivalente en español)
un área como Williamsburg en Brooklyn o Chueca en Madrid. Se renueva la
urbanización, se suben los precios y aparecen lugares de disfrute en los cuales
se mantiene la pátina de lo desvencijado. Nada más atractivo que ese contraste
decadente entre la ruina y la modernidad (en el caso cubano entre la represión
y la permisividad). Sobre todo para quienes tienen dinero y pueden luego
largarse a sus refugios bien modernos y bien apertrechados.
Es también que dadas las necesidades generales, uno puede
encontrarse a personas de todo tipo en la calle, compartiendo miserias.
Recuerdo a una periodista de El Nuevo Herald que se mostraba asombrada (lo
escribió así), porque en una reunión informal en el apartamento de una amiga, pudo
codearse con Antón Arrufat.
La prostitución, el jineterismo y el pinguerismo no se
limitan a un estrato social como en las ordenadas sociedades avanzadas. Aquí los visitantes perciben otra contradicción de macabro atractivo. Pueden
establecer una relación con individuos con los cuales en sus países les sería imposible
a muchos. No es que los cubanos sean más cultos que nadie, es que los cultos se
prostituyen. También resulta atractivo ver a intelectuales insulares mendigando
atención. Es un morbo que resulta un lujo del Primer Mundo.
No es todavía efectivo. Hace poco estaba trabajando con
un estudiante de una universidad para la cual presto servicios. Un muchacho
inteligente, de 20 años, sin muchos intereses culturales, de familia rica. Cuando
le dije que era cubano me contó que su madre llevaba años organizando una vista
turístico-cultural a Cuba y que lo había logrado finalmente el año pasado. Lo
arrastraron allá. Por lo que me dice, parece que se alojaron en el Meliá Cohiba
en el Vedado. Tenía que soportar una serie de charlas culturales desde las diez
de la mañana hasta las tres de la tarde. Le resultaban insufribles y no se
acordaba de lo que había escuchado. Luego podían salir por ahí, aunque se les
asignaba un “guía”.
Cuando le pregunté qué le había parecido la ciudad, se
mostró apático. Me dijo que estaba bien, muy pobre, se entretuvo en el
Submarino Amarillo viendo a viejos bailar canciones de otra época (sus palabras),
pero no muy diferente que su visita anterior a Jamaica. Nada le dejó huellas. Fue
otro lugar tropical más. Que conste que con sus veinte años, es un muchacho que
ha viajado mucho. Prefiere Madrid y Barcelona. También le gustaba Caracas, pero
ya no.
De todos modos, ayer cuando terminaba de hacer compras en
Trader Joe’s, en un pequeño estante junto al cajero, entre muchas postales, mi
mirada se fijó en una que decía: “I’m in Havana, life is buena”, ilustrada con
un crucero atracando en un puerto. Los cubanos siguen siendo el telón de fondo
miserable sobre el cual tiene lugar el espectáculo de la gozadera efímera y distante.
Roberto Madrigal