Tras los seis editoriales y algunas notas anexas firmadas
por el miembro bisoño del consejo editorial Ernesto Londoño, el New York Times continúa lo que ya se va
convirtiendo en un cada vez más deslucido espectáculo de opiniones sobre lo que
debe ser la política del gobierno americano con respecto a Cuba.
Cada semana le resta un tanto de credibilidad al
periódico, que usa y manipula gran cantidad de datos, ataca merecidamente
algunos programas absurdos del gobierno americano en contra de Cuba (en
realidad debieran decir del gobierno cubano) y se limitan a espetar medias
verdades, llegando a conclusiones dignas de un editorial del Granma y con una retórica tercermundista
que hasta ahora resultaba inimaginable en un diario de su prestigio.
Con el reciente artículo de Victoria Burnett, publicado
el 21 de noviembre pasado, en el cual sacan a relucir como novedad opositora a
las cartas viejas y marcadas de Roberto Veiga y Lenier González (que conste que
digo esto con el mayor respeto, ya que considero a todo aquel que se atreva a
emitir opiniones no ortodoxas, por muy permitidas que estén e inofensivas que
sean, y a pesar de que yo discrepe de las mismas, como personas que se la están
jugando y merecen un mínimo de solidaridad), sus intenciones se aclaran.
Al resaltar lo moderado de la posición de estos señores,
quienes además lavan los trapos sucios en público al decir que “los cubanos
somos enemigos de la moderación”, obviamente excluyéndose ellos de ese rasgo
nacional, y no muy sutilmente subrayar la idea de que “el gobierno debe verse
como un adversario y no como un enemigo”, lo que intenta el periódico con sus
ataques al embargo, sus elogios de las brigadas médicas, sus ataques a los
programas de la USAID y con la atrasada exaltación de los opositores Veiga y
González, es propiciar, en la opinión pública, la legitimación del gobierno
castrista.
Con esto quieren acercar a Estados Unidos a la posición
más reciente de la Unión Europea y presentar como verdad irrebatible que el
único camino hacia la democracia en Cuba tiene que pasar por los hermanos
Castro y su prole. Esto pudiera tener sentido si no fuera porque los hermanos
Castro se han legitimado a si mismos por ya casi 56 años, mediante el ejercicio
constante de la represión, cuyos límites manejan a su antojo. Es llamar a establecer
un diálogo con alguien que no lo necesita, que solamente quiere comprar tiempo
para subsistir sin importarle el bienestar de su pueblo.
En ausencia de un baño de sangre que nadie desea y que
probablemente nunca ocurra, el camino a la democracia en Cuba es probable que
sea excesivamente lento y no se puede predecir la calidad del producto que ofrecerá. De momento, en el plano interior
se limita a una paciente toma de posiciones, de establecimiento de cierta
presencia en el panorama político y cultural, tanto por opositores como por los
miembros de la nomenklatura, hasta que el proceso biológico se haga cargo de
los ancianos líderes. Lo mismo sucede con el resto del mundo. Algunas naciones
utilizan canales diplomáticos directos e indirectos pero mayormente para
obtener alguna concesión económica y con la vista puesta en la sucesión.
Presionando un poco, pero no mucho, porque los Castro no responden a presiones.
Ellos se guían por el principio dictado entonces por Luis XV o por la Pompadour,
ahora por Fidel o por Raúl: “Aprés moi, le déluge”.
Roberto Madrigal