Porque eso fue lo que quedó de él. Del niño prodigio que a los doce años ganó el campeonato de ajedrez de los Estados Unidos, a los quince se convirtió en candidato al campeonato mundial y a los veintinueve se coronó campeón mundial; del innovador de quien Kaspárov dijo que “fue el asesino del tablero...el genio solitario que desafió a la formidable Escuela Soviética de Ajedrez...y ganó...quien modernizó todos los aspectos del antiguo juego...” no quedó mas que la sombra delirante de un loco que rabioso despotricaba contra los judíos y el gobierno americano...y contra cualquiera que tuviese una opinión distinta a la suya. La vida de Bobby Fischer se lee como una de las historias mas tristes de los últimos sesenta años.
Lo vi en La Habana, durante las olimpíadas de ajedrez, en 1966, cuando abierta o secretamente todos seguíamos cada uno de sus movimientos ante el tablero, deseando que hiciera trizas al equipo soviético y se alzara con el oro. Por las noches, varias veces lo vi salir de El Escondite de Hernando, donde se emborrachaba solitario, a tres o cuatro mesas del otro campeón, Mijail Tal, quien desde su puesto lo invitaba en vano a compartir las jineteras que lo rodeaban. Serpenteaba Rampa arriba, con el desequilibrio típico del intoxicado, de regreso a su habitación en el Habana Libre. Sus bamboleantes pasos eran seguidos a cierta distancia por dos atentos compañeros de la seguridad del estado, quienes aseguraban que nadie se le acercara. Nunca eran los mismos. No sé si Fischer se daba cuenta, pero es probable que tampoco le importaba. Este espectáculo se repetía casi todas las noches y al día siguiente trituraba a su rival de turno.
La figura de Fischer y todo lo que representó tuvo una enorme influencia en casi todos mis amigos y enemigos, principalmente en quienes con mas o menos destreza jugamos o fuimos aficionados al ajedrez.
Sin ninguna preparación, con muy pocas excusas y quizá como parte de un proyecto personal, en el año 2006 decidí ir a Islandia a intentar encontrar al recluso Fischer y de ser posible, entrevistarlo. Desde que llegué, sabiendo que sólo tenía seis dias a mis disposición, me puse a la tarea de establecer contactos. Llamé al club de ajedrez de Reikiavik, que entonces no tenía local fijo, pero tras demorarse dos días en contestar, me dijeron que no sabían nada de él y que Fischer jamás había asistido a sus reuniones y torneos.
Deambulando por Laugavegur, la arteria principal de la capital, tropecé con un café llamado Babalú. Como el nombre despertó mi curiosidad, entré a ver si de paso obtenía alguna información. El dependiente era un pintor francés que se encontraba disfrutando de una beca del gobierno islandés y con mucha cordialidad me dijo que él tenía idea de dónde vivía Fischer y que lo iba a confirmar con un amigo. También me dijo que los dueños del Babalú eran un finés y su esposa cubana, pero que no vivían en Islandia.
Esa noche entré en el Tapas Bar dispuesto a consumir unos aperitivos pero el español dueño del lugar, se negó a servirme aduciendo de que todo estaba reservado (a pesar de no haber un alma en el lugar por lo relativamente temprano de la hora). Insistí en al menos sentarme en una banqueta del bar, pero de nuevo, a través de su maitre d’ y a pesar de estar parado frente a mi, dijo que no podía ser porque mucha gente estaba al llegar. Empecé a pensar que a lo mejor tenía algo que ver con mi interés por Fischer. A todos a quienes preguntaba, lo primero que me respondían era que “ha hecho declaraciones muy antisemitas”. Di unas cuantas vueltas y unas horas mas tarde me dirigí al Kaffibarinn, el bar mas popular de Reikiavik, propiedad del director de cine Balthazar Kormakur y donde cada noche se reune el tout Reikiavik. Entre actores conocidos y desconocidos, artistas plásticos, disc jockeys y cantantes, me encontré, por supuesto, al pintor francés, quien para mi sorpresa me había conseguido las direcciones para llegar al apartamento de Fischer. Un poco mas tarde, en medio del gentío, conocí a un ex agente de la Mossad que trabajaba como experto en seguridad para los bancos islandeses (asi se me presentó y asi decía su tarjeta). Entre tragos y descargas me dijo que mas o menos sabía donde vivia Fischer y me dio unas direcciones casi idénticas a las que me había dado el pintor francés.
Al día siguiente, titubeante, fui hacia la zona. Pasé por la libreria de viejos que me habían dicho frecuentaba y hablé con el dueño, quien muy amable me dijo que hacía como tres semanas que no lo veía. Llegué frente al edificio que estoy casi seguro era donde vivía Fischer acompañado de su mujer japonesa, pero para entrar se requería un código, los buzones de los apartamentos no tenían nombres y yo no sabía cuál era el suyo. Di unas vueltas alrededor del edificio, que está situado en una colina a unas cuadras al oeste del centro mismo de la ciudad y que tiene una vista impresionante del Monte Esja, que se encuentra al otro lado del fiordo. Nadie entró, nadie salió y al cabo de un rato decidí irme.
Continué intentando establecer otros contactos, pero nada resultaba. Ya en mi último día en Islandia, frustrado, porque había pensado que en un país tan pequeño (el día de mi llegada había nacido el habitante número trescientos mil) localizar a Fischer debía ser fácil, fui al restaurant Sjavarkjallarin, que en su menú tenía “Reno estilo cubano”, pero como no tenía reservación no pude entrar. Me dirigí entonces al Museo Saga, en donde se encuentran las tablas y manuscritos de las sagas islandesas, tan citadas por Borges. A la salida, decidí probar suerte con la ancianita que trabajaba en la recepción del museo, quien con mucha cortesía me dijo que ella había oido que él iba mucho al Grand Rokk, un bar a un par de cuadras del museo. Escéptico me dirigí hacia allá. Cuando entré, el bar me pareció un antro en el cual ya, mucho antes de las tres de la tarde, estaba la barra repleta de rastreros gigantescos con aspecto de vikingos, vestidos con chaquetas y pantalones de cuero, luciendo tatuajes y enarbolando cervezas, amenazadoramente ebrios. Me dirigí al cantinero y le pregunté si sabía algo de Fischer. Era un tipo muy jovial que me dijo que en efecto, éste iba por alli, pero que hacía como dos semanas que no lo veía, que hacía poco habian venido unos ajedrecistas holandeses y no lo habían podido ver. Pedí una cerveza, sin creerle mucho, pero cuando me viré, me di cuenta que al otro lado del salón había varias mesas con tableros de ajedrez. Me acerqué con curiosidad y vi las paredes llenas de pizarrones anunciando eventos culturales, masajistas a domicilio, torneos de ajedrez, funciones de cine alternativo, eventos universitarios y lecturas de poemas. Un hombre ajado y obviamente borracho, me convidó a jugar una partida, pero le dije que no. En ese mismo instante me di cuenta que había perdido mi tiempo buscando en todos los sitios equivocados, que este era el lugar ideal en el cual la sombra de Fischer buscaría refugio, rodeado de contradicciones humanas, lejos del ambiente en el cual se le conocía como un genio, junto a quienes lo tratarían sin darle mucha importancia, quizá como el ser humano que quiso pero que nunca pudo ser. Pensé que ese hubiera sido también el marco ideal para un match entre Fischer y otro “genio malogrado”, el amigo Benjamín Ferrera, muerto en su exilio mejicano años atrás, otro caso de antagonista sin brújula, poeta y jugador de ajedrez, alcohólico sin par.
Me fui de Reikiavik sin ver a Fischer, pero con un mejor entendimiento de lo que fueron sus últimos días. Bobby Fischer murió dieciocho meses despues de mi visita, antes de cumplir los 65 años y sin jugar públicamente ninguna otra partida de ajedrez.
Roberto Madrigal