En una secuencia
del filme Manhattan, durante un
vernissage se encuentra reunido un pequeño grupo de académicos, críticos de
arte y diletantes a los cuales se aproxima el personaje de Woody Allen, quien
tras ser presentado, para romper la conversación frívola dice: “¿Se enteraron
que unos nazis anunciaron que van a realizar un desfile en Brooklyn?”, a lo que
un hombre aparentemente muy sofisticado le contesta con un “Sí” y Allen continúa: “Estoy organizando un
grupo para ir con bates y ladrillos a enfrentar a los nazis”. Sin inmutarse, el
hombre sofisticado le responde: “Hay un artículo de opinión en el New York
Times de hoy que satiriza y hace trizas al desfile” y Allen le riposta: “Sí, la
sátira y los artículos están muy bien, pero con los nazis, los bates y los
ladrillos son más persuasivos”.
Es muy común hoy
en día entre los exiliados cubanos, calificar a los opositores y disidentes
pacíficos que ahora pululan por estos medios, como apaciguados y apaciguadores.
Se les acusa de ser una creación del castrismo, de ser una oposición permitida
porque distrae la atención de los problemas esenciales. Independientemente de
lo acertado o no de estos ataques, y según a que disidente se le aplique, ya
que no todos son iguales, ni piensan igual, ni se comportan igual, lo que se
pierde de vista es que ese tipo de oposición tiene una función que es
necesaria, pero en el caso cubano, le falta un complemento: una seria oposición
violenta o violentadora que asuste a los gobernantes.
El totalitarismo
es imposible de transformar mediante el diálogo, porque por su propia
naturaleza no puede hacer cambios. Es toda una red de instituciones interdependientes
que obedecen al objetivo único de mantener el control total en manos de un pequeño
grupo y cualquier cambio, por pequeño que sea, la fragiliza. No solamente establecen las leyes y las
reglas del juego, sino que como las monopolizan, las cambian a su antojo.
Apenas permite la existencia de organizaciones independientes de poca monta. En
cuanto se desarrollan y crecen, las aplastan.
No soy
historiador, pero una mirada somera a los hechos más trascendentales del siglo
veinte muestra que los sistemas totalitarios solo caen por acciones violentas
(el nazismo), por la muerte de sus gobernantes (el franquismo) y por un cisma
interno de la cúpula hegemónica (el bloque soviético). Incluso en el caso del
bloque soviético, entre los muchos factores que lo llevaron a desaparecer, se
encuentran las continuas cruentas huelgas sucedidas en Polonia desde 1978,
llevadas a cabo por una fuerte organización obrera, las guerras separatistas en
Osetia, Abkazia y Chechenia, que los soviéticos ocultaban al mundo y la
aparatosa derrota en Afganistán, que rompió el mito de su invencibilidad. En
Nicaragua, la presencia de los contras forzó a las negociaciones y a las elecciones.
Incluso, mirado en reverso, los propios soviéticos asumieron el poder frente a
otro totalitarismo, mediante la violencia y mediante la violencia se agenciaron
a todos los países que formaron el bloque del este. Los propios nazis
aniquilaron la república de Weimar a través de un golpe de estado sobre la
constitución.
La ecuación puede
extrapolarse a cambios sociales en sociedades democráticas, como la lucha por los
derechos civiles en los Estados Unidos. Hay momentos en los cuales las instituciones
no están dispuestas a cambiar sus reglas y la única forma de alcanzar la
transformación es violentándolas. Cuando me refiero a violencia no me limito a pensar
en tanques y barcos de guerra, sino también en la desobediencia civil, en la
disposición a aceptar sufrir la violencia. Huelgas y protestas obligan a los
gobiernos a usar la violencia o a dimitir. Es la amenaza de una situación en la
cual puede correr la sangre la que asusta a los jerarcas.
Esto no es un
llamado a la violencia, es solamente un señalamiento. En el caso cubano, en
donde no existen organizaciones sólidas y masivas de oposición civil (y no veo
cómo se puedan instaurar), no hay forma de asustar a los detentores del poder.
Un gobierno cuyo único interés es mantenerse mandando sin considerar el
bienestar de sus ciudadanos, solamente puede temer a su destrucción
física. Si dialogan y hacen pequeños
cambios es solo para ganar tiempo. La única solución a la vista es la
biológica. Cuando desaparezca la cúpula histórica vendrán quizás, dentro de sus
propias filas, otras maneras de mandar, no necesariamente democráticas, pero sí
más flexibles, para aplacar los ánimos que provoquen sus diferencias, mientras
buscan un nuevo discurso que los concilie.
En un país sin cultura
democrática y en el cual ningún ciudadano menor de 60 años ha vivido jamás en
la civilidad, los disidentes pacíficos, sin poder de convocatoria interno,
seguirán siendo errantes profetas fuera de su tierra, emisarios de un dolor que
hasta ahora muchos no conocían o se negaban a conocer, lo cual no deja de ser
una función importante, pero insuficiente.
Roberto Madrigal