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Thursday, August 29, 2013

¿Es necesaria la violencia?


En una secuencia del filme Manhattan, durante un vernissage se encuentra reunido un pequeño grupo de académicos, críticos de arte y diletantes a los cuales se aproxima el personaje de Woody Allen, quien tras ser presentado, para romper la conversación frívola dice: “¿Se enteraron que unos nazis anunciaron que van a realizar un desfile en Brooklyn?”, a lo que un hombre aparentemente muy sofisticado le contesta con un  “Sí” y Allen continúa: “Estoy organizando un grupo para ir con bates y ladrillos a enfrentar a los nazis”. Sin inmutarse, el hombre sofisticado le responde: “Hay un artículo de opinión en el New York Times de hoy que satiriza y hace trizas al desfile” y Allen le riposta: “Sí, la sátira y los artículos están muy bien, pero con los nazis, los bates y los ladrillos son más persuasivos”.

Es muy común hoy en día entre los exiliados cubanos, calificar a los opositores y disidentes pacíficos que ahora pululan por estos medios, como apaciguados y apaciguadores. Se les acusa de ser una creación del castrismo, de ser una oposición permitida porque distrae la atención de los problemas esenciales. Independientemente de lo acertado o no de estos ataques, y según a que disidente se le aplique, ya que no todos son iguales, ni piensan igual, ni se comportan igual, lo que se pierde de vista es que ese tipo de oposición tiene una función que es necesaria, pero en el caso cubano, le falta un complemento: una seria oposición violenta o violentadora que asuste a los gobernantes.

El totalitarismo es imposible de transformar mediante el diálogo, porque por su propia naturaleza no puede hacer cambios. Es toda una red de instituciones interdependientes que obedecen al objetivo único de mantener el control total en manos de un pequeño grupo y cualquier cambio, por pequeño que sea, la fragiliza.  No solamente establecen las leyes y las reglas del juego, sino que como las monopolizan, las cambian a su antojo. Apenas permite la existencia de organizaciones independientes de poca monta. En cuanto se desarrollan y crecen, las aplastan.

No soy historiador, pero una mirada somera a los hechos más trascendentales del siglo veinte muestra que los sistemas totalitarios solo caen por acciones violentas (el nazismo), por la muerte de sus gobernantes (el franquismo) y por un cisma interno de la cúpula hegemónica (el bloque soviético). Incluso en el caso del bloque soviético, entre los muchos factores que lo llevaron a desaparecer, se encuentran las continuas cruentas huelgas sucedidas en Polonia desde 1978, llevadas a cabo por una fuerte organización obrera, las guerras separatistas en Osetia, Abkazia y Chechenia, que los soviéticos ocultaban al mundo y la aparatosa derrota en Afganistán, que rompió el mito de su invencibilidad. En Nicaragua, la presencia de los contras forzó a las negociaciones y a las elecciones. Incluso, mirado en reverso, los propios soviéticos asumieron el poder frente a otro totalitarismo, mediante la violencia y mediante la violencia se agenciaron a todos los países que formaron el bloque del este. Los propios nazis aniquilaron la república de Weimar a través de un golpe de estado sobre la constitución.

La ecuación puede extrapolarse a cambios sociales en sociedades democráticas, como la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos. Hay momentos en los cuales las instituciones no están dispuestas a cambiar sus reglas y la única forma de alcanzar la transformación es violentándolas. Cuando me refiero a violencia no me limito a pensar en tanques y barcos de guerra, sino también en la desobediencia civil, en la disposición a aceptar sufrir la violencia. Huelgas y protestas obligan a los gobiernos a usar la violencia o a dimitir. Es la amenaza de una situación en la cual puede correr la sangre la que asusta a los jerarcas.

Esto no es un llamado a la violencia, es solamente un señalamiento. En el caso cubano, en donde no existen organizaciones sólidas y masivas de oposición civil (y no veo cómo se puedan instaurar), no hay forma de asustar a los detentores del poder. Un gobierno cuyo único interés es mantenerse mandando sin considerar el bienestar de sus ciudadanos, solamente puede temer a su destrucción física.  Si dialogan y hacen pequeños cambios es solo para ganar tiempo. La única solución a la vista es la biológica. Cuando desaparezca la cúpula histórica vendrán quizás, dentro de sus propias filas, otras maneras de mandar, no necesariamente democráticas, pero sí más flexibles, para aplacar los ánimos que provoquen sus diferencias, mientras buscan un nuevo discurso que los concilie. 

En un país sin cultura democrática y en el cual ningún ciudadano menor de 60 años ha vivido jamás en la civilidad, los disidentes pacíficos, sin poder de convocatoria interno, seguirán siendo errantes profetas fuera de su tierra, emisarios de un dolor que hasta ahora muchos no conocían o se negaban a conocer, lo cual no deja de ser una función importante, pero insuficiente.

 
Roberto Madrigal

 

 

Thursday, August 22, 2013

Disentir


El truco es viejo. Cuando no hay nada que ripostar contra una opinión o una evidencia, se ataca a quien la expresa. Los abogados son muy cuidadosos y te entrenan antes de testificar. Te advierten de que si tu testimonio como experto es correcto y está basado en evidencia sólida, te van a atacar. El abogado del otro lado trata de distraer al juez o al jurado buscando algo en las credenciales del testigo experto que le reste credibilidad, y si no, busca algún fallo irrelevante, desde un error tipográfico hasta un nombre deletreado incorrectamente. Todo con tal de evitar entrar en la discusión de la opinión, a la cual no tiene nada substancioso que oponerle.

Es muy humano reaccionar ante una opinión con la cual uno no está de acuerdo con una respuesta defensiva. Aceptar argumentos que nos contradicen no es fácil. Todos somos prejuiciados y resistimos cambiar nuestra visión de las cosas. De ahí que cuando algo no nos encaja enseguida, antes de pensar y analizar lo dicho, atacamos al mensajero, incluso sin conocerlo a fondo. La situación se agudiza cuando el tema nos toca profundo y si es en cuestiones de política, la combustibilidad aumenta. Aunque esa actitud no es patrimonio exclusivo de los cubanos, no hay dudas de que el castrismo, a lo largo de seis décadas, se ha encargado de nutrirla y exacerbarla. Los cubanos somos proclives a asesinar la reputación de quien disiente. No somos dados a la discusión seria de los problemas. Nos gusta lo dramático y lo inflamatorio.

Disentir, según el diccionario, es meramente “no ajustarse al sentir o parecer de alguien”. Un recorrido por la blogosfera cubana indica que una vez que eso ocurre, los cubanos por lo general rehuimos la polémica y acudimos al insulto. Decir que Guillermo Fariñas tiene aspecto de faquir, o que Berta Soler confunde las r con las l, que Orlando Luis Pardo Lazo es un marrano masturbador de banderas, que Yoani Sánchez es la que “más discos vende fuera de Cuba… pero que la que vende más discos no es siempre la que mejor representa el pensar de la gente”, o que Rosa María Payá es serena y heredera de un hablar pausado no dice absolutamente nada acerca de lo que proponen. Nada de eso afecta lo correcto o lo errado de sus posiciones. La demonización o el endiosamiento no conducen a ninguna parte ni ayudan a entender mejor los asuntos que se ponen sobre la mesa. Son solamente fuegos artificiales para distraer la atención de lo enunciado, son las armas de los publicistas o peor aún, de los propagandistas. De los inseguros, los ignorantes, los desinformados o los manipuladores. Los que quieren vender su opinión a toda costa, sin cambiar ni un acento ni una coma.

Disentir, aunque no lo diga el diccionario, es sostener una opinión y estar dispuesto a polemizar. Es en la polémica honesta y abierta en donde se profundizan los temas, se alcanzan conclusiones y se logran objetivos. No es que uno no ponga en duda la procedencia de quien habla, ni sus intenciones, ni sus fuentes de financiamiento, pero es que nada de eso importa si no se polemiza sobre los asuntos. Y si los cubanos no aprenden eso, no van a ninguna parte. Lo más triste es que son los de “acá” los que están poniendo en práctica las enseñanzas de los de “allá”. La solución no está en cogerse las manos y entonar una canción solidaria y llena de esperanzas, sino en discutir abiertamente las diferencias y mantenerlas con respeto. Entre la utopía y el margen, me sumo a los marginales.

Roberto Madrigal

Thursday, August 15, 2013

Los protagonistas del Mal


 
El problema del cine político es que, por definición, trata temas de carácter general, temas históricos de alto contenido social y si se quiere hasta filosófico. Es por ello que a este tipo de cine le resulta muy difícil presentar a sus personajes como seres humanos y no como símbolos, estereotipos y arquetipos. Por lo general, las películas políticas terminan cayendo en la caricatura y en el didactismo. Requieren demasiada contextualización, así como de una elaborada y coherente  dosis de información y por lo tanto arriesgan y casi siempre resultan, redundantes y aburridas. Solamente reciben el apoyo de quienes piensan igual que el director.

La directora alemana Margarethe Von Trotta (Rosa Luxemburg, El honor perdido de Katharina Blum) trata de evitar todo lo anterior, infructuosamente, en su filme Hannah Arendt.  Para ello, como hizo con Rosa Luxemburg, esquiva adentrarse en una biografía para enfocarse en un episodio de la vida de su personaje, con algunos saltos atrás, para introducir antecedentes que puedan ser útiles a sus propósitos argumentales. Pero el filme resulta excesivamente solemne, plagado de momentos históricos importantes que atrapan a los personajes, que se ven obligados soltar una frase inteligente tras otra y los breves momentos de intimidad parecen forzados o fuera de lugar.

Hannah Arendt (Hanover, 1906) se definía a si misma como politóloga y no como filósofa porque consideraba que la filosofía se ocupaba del hombre como entidad abstracta y ella prefería los hombres concretos que habitaban los pasillos de la Historia.  De origen judío, aunque nacida en una familia de “judíos asimilados”, cuando estudió en la Universidad de Marburg sostuvo una relación amorosa (unos dicen que apasionada otros que no tanto) con uno de sus profesores, el filósofo Martin Heidegger, diecisiete años mayor que ella y quien aparte de ser uno de los filósofos existencialistas más importantes del siglo veinte (El ser y el tiempo), fue un seguidor del nazismo y militó en el partido nazi, de lo cual nunca se arrepintió, al menos en público. En 1937, tras ser interrogada por la Gestapo, emigró a Francia, se casó con el poeta y filósofo marxista Heinrich Blücher, que no era judío, y cuando se formó el gobierno de Vichy fueron recogidos y enviados a un campo de concentración francés (Camp Gurus) y en 1941 pudieron escapar a los Estados Unidos, donde murió en 1975.

En su juventud, y hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial, fue una activa militante sionista pero con el tiempo, adoptó posiciones más de centro y aparentemente más racionales, aunque siempre polémicas. En 1948 escribió Los orígenes del totalitarismo, uno de los tratados más completos sobre el tema. Más allá de su detallado análisis del antisemitismo, del nazismo y del estalinismo, el punto más importante de su obra es la conclusión de que los seres humanos pueden ser convertidos en instrumentos de terror no solamente mediante la amenaza, el adoctrinamiento y la presión social, sino cuando se les deshumaniza al enemigo. Cuando el individuo común acepta que su enemigo es “el judío”, “la escoria”, “el gusano”, “el musulmán” o “el burgués” y no Menachem, o Tom, o Juan, o Irina, o Abdelaziz, o Sara. Cuando el ser humano se convierte en una entelequia.

El filme de Von Trota centra su argumento en el momento en que Adolf Eichmann, uno de los principales exterminadores de judíos, bajo el mando directo de Himmler (el jefe y creador de los SS y luego ministro del interior de Hitler), es secuestrado en Argentina por la Mossad, en 1961 y llevado a juicio en Jerusalén por sus crímenes de guerra. Arendt, que era entonces profesora de la New School en Nueva York, comenzó a observar cosas que le alarmaron y pidió a la revista The New Yorker que le permitiera ser su corresponsal para cubrir el juicio desde Israel. Consiguió su propósito y con gran demora, entregó su reportaje, que provocó la ira de sus colegas y de muchos intelectuales, quienes no pudieron entender su punto de vista, ya fuera por fanatismo o por ceguera emocional.  Entres sus principales críticos se encontraban Saul Bellow, Isiah Berlin y finalmente su amigo, el líder sionista Karl Blumenfeld.

Arendt argumentó que el juicio no se hacía contra Eichmann, sino contra el sistema, porque el hombre estaba considerado como culpable de antemano y la legalidad brillaba por su ausencia. Le molestó, y lo señaló, el circo que se formó alrededor del proceso jurídico, lleno de discursos grandilocuentes e inflamatorios. Criticó además, la actuación de los líderes judíos durante la guerra mundial, cuya pasividad (que ella llamó cómplice), se puso en evidencia durante el juicio. Los acusó de ser responsables por la muerte de millones de judíos. Sus reportajes quedaron recogidos en un libro, Eichmann en Jerusalén, que se publicó en 1963.

No es que absolviera a Eichmann, a quien consideraba culpable y asesino, sino que cuando se enfrentó a él lo vio como un hombre tan repugnante como insignificante. Un burócrata frío con un exacerbado sentido del deber. Escuchándolo defenderse desarrolló su concepto de la “banalidad del mal”, con el cual arguyó que no solamente los grandes tiranos como Hitler y Stalin eran seres abominables, sino que el ser humano común y corriente, puede ser o actuar como un monstruo una vez que se le quita la capacidad de pensar. En este momento, la película recurre a la figura de Heidegger y su teoría del pensamiento, mostrando a una infatuada Arendt, escuchando absorta su discurso durante una clase. El uso de los flashbacks en la película es uno de los recursos peor usados, pues son puramente utilitarios, sirviendo solamente para subrayar como obvios unos hechos o influencias que seguramente tuvieron un carácter más complejo. Incluso, más tarde, presenta una imaginada confesión de leve arrepentimiento justificativo sobre su apoyo a los nazis, que Heidegger le hace a Hannah.

Como quiera que se mire, Hannah Arendt es un personaje fascinante. Barbara Sukowa (Bremen, 1950), la extraordinaria actriz alemana que trabajó anteriormente con Von Trotta en Rosa Luxemburg y más recientemente en Vision, y con Fassbinder en Berlin Alexanderplatz, hace lo mejor que puede y salva bastante un personaje que cae en contradicción con la propia visión de  Arendt, ya que muestra pocas emociones y es más prototipo histórico que ser de carne y hueso. En su homenaje a la pensadora, Von Trotta no pudo evitar las trampas que no quiso tender.

Quienes no están familiarizados con el tema dejan la sala con más preguntas que respuestas, pero no hay dudas de que Hannah Arendt, con todos sus defectos, es un filme que hace pensar mucho después que ha caído la palabra Fin.

 
Hannah Arendt (Alemania 2012). Dirección: Margarethe Von Trotta; Guión: Pam Katz y Margarethe Von Trotta; Fotografía: Caroline Champetier. Con: Barbara Sukowa, Axel Milberg y Janet McTeer. La película se ha ido estrenando a cuentagotas, desde mayo, en distintas ciudades de los Estados Unidos.


Roberto Madrigal

Thursday, August 8, 2013

Orson Welles almuerza y conversa


Desde 1978 Henry Jaglom y Orson Welles almorzaban juntos, al menos una vez por semana, en el ya difunto restaurante Ma Maison, considerado entonces uno de los más chic de Los Angeles, en el cual se dio a conocer el ahora famoso chef Wolfgang Puck y al cual asistía a diario un gran número de celebridades hollywoodenses. El oropel, la fama y la fortuna cruzaban cotidianamente su camino en este sitio que se convirtió en toda una institución. Entre sus asiduos parroquianos se encontraban Richard Burton, Vincente Minnelli, Jack Lemmon, Elizabeth Taylor, Jack Nicholson y muchos más. En 1983, Welles le pidió a Jaglom que grabara todas las conversaciones que sostenían durante sus almuerzos, con la condición de que la grabadora nunca estuviera a la vista. Jaglom asi lo hizo y estos diálogos que tuvieron lugar entre 1983 y 1985 quedaron registrados con todos los defectos de una grabación hecha con una grabadora escondida en un bolso. Las cintas se guardaron y estuvieron perdidas u olvidadas por más de veinticinco años, hasta que Jaglom las pudo transcribir.

Peter Biskind, el crítico de cine, quien fuera editor de las revistas American Film y Premiere, y autor del libro Easy Riders, Raging Bulls and Down and Dirty Pictures, convenció a Jaglom de que las conversaciones debían ser publicadas y se dedicó a la tarea de editarlas y el fruto de su trabajo es el recientemente publicado My Lunches with Orson Welles.

Orson Welles es conocido de todos. Nacido en Kenosha, Wisconsin, el 6 de mayo de 1915, se desarrolló como un verdadero hombre renacentista. En 1937 fundó, junto a su entonces amigo y luego bestia negra de por vida, John Houseman, el Mercury Theater en Nueva York. En 1938 la CBS le permitió tener su propio programa radial y aterrorizó a la nación con su versión de La guerra de los mundos, que se cuenta que hasta múltiples suicidios causó por la veracidad de su montaje. En 1941 realizó su primer largometraje, El ciudadano (Citizen Kane), que no fue su primera película como se pensaba, recientemente se descubrieron en Pordenone, una pequeña ciudad italiana, los rollos perdidos de Too Much Johnson, un mediometraje de 40 minutos que rodó en 1938 y en el cual una Cuba de fantasía figura en parte como telón de fondo (para mayor información remítanse al blog Cuaderno de Cuba, de Alejandro Armengol o al New York Times o a El País del ocho de agosto). El ciudadano fue mal recibida por la critica en su momento y resultó controversial por su nada encubierto tratamiento del magnate de la prensa americana William Randolph Hearst. Pero si hay justicia en el mundo del cine, y como ya ha citado con razón anteriormente Guillermo Cabrera Infante (¿o fue G. Caín?), la historia del cine se divide en antes y después de Kane. El ciudadano cambió el cine para siempre, y como dice el propio Welles en este libro, podrá haber mejores películas, pero ninguna tan importante como ella. Director maldito, con fama de exigente, irresponsable y derrochador, Welles no solamente filmó varias joyas de la cinematografía mundial como The Magnificent Ambersons (Soberbia), Mr. Arkadin (Raíces en el fango), The lady from Shanghai  (La dama de Shanghai), Chimes at Midnight (Campanadas a medianoche), F for Fake (F) y The Trial (El proceso, por la cual nunca recibió un centavo), sino que dejo varios proyectos sin acabar y otras películas sin distribuir y fue quien le dio la idea de Monsieur Verdoux a Charles Chaplin.

Henry Jaglom es mucho menos conocido pero es también un gran director. Nacido en Londres en 1941, pero criado en Nueva York, comenzó actuando en películas comerciales en los años sesenta, tras estudiar en Actor’s Studio y en los setenta se vinculó al movimiento contraculturalista y trabajó con Dennis Hopper y Jack Nicholson. En 1971 debutó como director con A Safe Place y ahí empezó su amistad con Welles, ya que lo convenció de que participara en su película haciendo el papel de mago, una de las mayores aficiones de éste. Un director comprometido con sus temas y su arte, se ha convertido en icono de minorías y ha dirigido la excelente Deja Vu (1997) y otras pequeñas joyas como Venice/Venice (1992) y Someone to Love (1987) la ultima película en la cual aparece Welles, con unos monólogos extraordinarios sobre el teatro y el arte como ilusión. Jaglom llegó a ser amigo, publicista y agente de Welles.

En las conversaciones recopiladas en este libro, Jaglom se presenta como un mero comodín que permite a Welles perorar a gusto sobre sus temas, tabúes, resentimientos, proyectos, inseguridades y pasiones. No puede haber dos personajes más diferentes, pero Jaglom toma un modesto papel de segundón. Son conversaciones de fluir libre que muestran a Welles en carne y hueso, sin premeditaciones. Las anécdotas son extremadamente disfrutables para el conocedor y altamente informativas para el no iniciado, aunque hay que tomar con poca seriedad lo que dice Welles. No sabemos si asistimos a un mundo de ficción ni cuánto de realidad hay en cada cuento, pero la narración es fascinante.

El libro no solamente permite al lector conocer las opiniones y preocupaciones (tanto filosóficas, como estéticas como mundanas) de un genio lleno de defectos y prejuicios, que a veces se presenta como alguien bien desagradable, sino que permite que se adentre en la personalidad de Welles sin necesidad de alusiones o conjeturas freudianas. No importa si lo que se cuenta es cierto o no, al final entendemos mucho mejor al artista que no concibe un arte que exista sin engaño y que vive esa creencia. No hay que estar de acuerdo con lo que dice Welles ni creer sus anécdotas para disfrutar a plenitud de este universo que recrea en sus almuerzos y conversaciones. Resulta curioso conocer que Welles consideraba que lo mejor de Alfred Hitchcock fue su producción inglesa y que Vertigo, la película que finalmente destronara a El ciudadano en las famosas listas de Sight & Sound, le pareciera una película mala.

El libro se digiere con agilidad y cuesta trabajo interrumpir su lectura. Es fácil dejarse sumergir en el contradictorio universo wellesiano y los personajes que protagonizan sus anécdotas, entre ellos Marlene Dietrich, Greta Garbo, Howard Hawks, Ingrid Bergman y casi todos los productores importantes de Hollywood como David O. Selznick y Louis B. Meyer, son tan intrigantes como sus leyendas. Por aquí desfilan también los mafiosos que controlaron en parte al mundo del cine y las versiones que Welles nos da de ellos son frescas y novedosas. Mi única queja del libro es que no fuera más largo.

Enfrentando penurias económicas, en parte por su propia culpa, y lleno de proyectos que no lograba financiar, Welles murió de un ataque al corazón en la noche del 10 de octubre de 1985, con una maquinita de escribir sobre sus piernas. Un mes más tarde Patrick Terrail, el dueño de Ma Maison decidió cerrar sus puertas.

My Lunches with Orson Welles Conversations Between Henry Jaglom and Orson Welles. Editado por Peter Biskind.
Metropolitan Books, New York, 2013. 306 páginas.

 
Roberto Madrigal

Thursday, August 1, 2013

Perdonen el refrito


Debido a un accidente de tránsito que no me causó daño físico pero que me ha robado mucho tiempo con los trámites de los seguros y de resolver el destrozo que le causaron a mi carro, y tras un accidente doméstico en el cual me corté un dedo, lo que me mortifica a la hora de teclear, voy a aprovechar, en lo que me recupero, para publicar de nuevo uno de los primeros artículos de este blog, cuando recibía muy pocas visitas, porque el libro del cual trata siempre me ha parecido que vale la pena se conozca y alguien trate de traducirlo al español.
 
Un documento a rescatar

Pierre Charette fue miembro del Frente Nacional de Liberación de Québec. En 1969 fue perseguido por la policía canadiense por acusársele de poner tres bombas en Montréal. Se las arregló para llegar a New York, donde fue arropado por los Panteras Negras por un tiempo y luego secuestró un avión que iba de New York a Miami y lo obligó a enfilar hacia La Habana, donde fue recibido con los brazos abiertos. El gobierno cubano rehusó acatar la solicitud de extradición hecha por el gobierno canadiense.
En Mes Dix Années d’Exil a Cuba, Charette narra la vida que llevó durante los próximos diez años. El testimonio, editado en 1979, muestra la transición ideológica de un hombre que creía fanáticamente en la revolución permanente, el camino de la violencia y el socialismo totalitario como único futuro, a un hombre de centro-izquierda, que acepta el capitalismo como el menor de los males económicos y la democracia como el sistema político más justo que existe. El libro es además extremadamente interesante porque informa sobre ese submundo de los guerrilleros que se escondían y entrenaban en Cuba, los grupos de oposición marginal de los Estados Unidos y otros “cuadros” militantes que huían de sus países a recargar sus baterías bajo la protección de Cuba. Muestra el trato que recibieron del gobierno, las exigencias que se les sometían y la enrevesada forma en que la Roma del Caribe trataba a sus traidores. En el libro se mientan nombres y lugares, Charette no escatima en cuanto a la información, no le queda piedra conocida sin levantar. Al cabo de diez años de estancia en el paraíso, Charette decidió que lo mejor para él era entregarse a las autoridades canadienses y afrontar las consecuencias. Todo ese tiempo en Cuba le sirvió, según él, para recuperar su sentido de la identidad canadiense, alejándose del nacionalismo quebecois.
Conocí a Charette a mediados de los 70. Trabajaba, junto con quien era entonces mi esposa, como traductor de francés e inglés del Granma Internacional. No creo que intercambié más de un par de palabras con él. Era un tipo muy evasivo, empeñado en mantener discretamente las distancias. Lo invitamos varias veces a fiestas en nuestra casa, pero creo que nunca fué. Al cabo de estar unos meses en los Estados Unidos, me enteré de la existencia del libro y lo encargué. Entre otras cosas, me sirvió para entender sus reservas.
Es una verdadera lástima que el libro no haya sido reditado y que nadie se haya interesado por traducirlo al español o al inglés. A mi me parece que es un texto no sólo muy interesante, sino que es importante en cuanto muestra una parte oculta de la historia de Cuba durante un período del cual se sabe poco a ciencia cierta (aparte de quienes lo vivieron), sobre todo ahora que desde allá tratan de rescribir la historia. Ojalá alguna editorial o alguna institución dedicada a los asuntos cubanos se decida a sufragar los gastos de traducción y edición. Este alegato se cuenta entre las pocas armas que tenemos los vencidos para enfrentar la historia.
Yo perdí mi ejemplar original y en el año 2008 lo conseguí a través de Alibris books, un sitio de internet, por el precio de $20.00. Lo lei primero en 1980. Treinta años después conserva aún su frescor y su vigencia.

Mes Dix Annees d’Exil a Cuba,  Autor: Pierre Charette. Editorial Stanké, 1979. ISBN: 2-7604-0036-0. Según el sitio Worldcat.org se encuentra en las bibliotecas de varias universidades como Yale, Princeton e Indiana, asi como en la Biblioteca del Congreso. Si se entra en Alibris, todavia se ofrece por un precio de $22.00 (según la última vez que revisé, unas horas antes de escribir esto).