La última vez que estuve en Cleveland el presidente de los Estados Unidos era William Clinton. Los indios de Cleveland eran uno de los mejores equipos del béisbol de Grandes Ligas y jugaban en el relativamente recién inaugurado Jacobs Field, ahora llamado Progressive Field. En las orillas del río Cuyahoga se erigió un complejo de entretenimiento que combinaba decenas de restaurantes y centros nocturnos y estaba lleno a cualquier hora del día. El downtown semejaba un atosigado hormiguero de gentes de todo aspecto. Solo tres años atrás había abierto el Rock and Roll Hall of Fame. El centro comercial principal de la ciudad, el Tower City Mall, acababa de revitalizarse, sus locales estaban ocupados a capacidad con tiendas de todo tipo y en su centro una inmensa fuente se iluminaba y cambiaba de colores al compás de la música. En este centro se celebraba el Festival Internacional de Cine de Cleveland y ese año vi The Dreamlife of Angels, el filme de Erick Zonca que había ganado en Cannes y había arrasado con todos los premios importantes que se concedían en Europa, que todavía no había adoptado el Euro como moneda continental.
He regresado a Cleveland a pasar un par de días para en ese plazo ver la mayor cantidad de películas posible de las que exhibe la trigésimo sexta edición del festival. La primera señal de que los tiempos han cambiado es que no bien entro en la ciudad veo que The Spaghetti House, un restaurante fundado en 1927 y en el cual me sirvieron la peor comida que he tragado desde que me fui de Cuba, había cerrado. El complejo de entretenimiento quebró hace ya unos años. El equipo de béisbol no es ni la sombra de lo que fue y para colmo hace poco más de un año que LeBron James, probablemente el mejor basquetbolista del mundo, decidió abandonar el área donde nació y el equipo de Cleveland en el cual jugó por siete años para probar suerte en Miami Beach, dejando sobre la mesa unos cuantos millones de dólares por cobrar con tal de escapar. El Rock and Roll Hall of Fame apenas se mantiene en pie. Las calles del downtown están desiertas. La ciudad no pudo resistir el embate de Bush y su guerra de Iraq, ni el de la tímida y hasta ahora ineficiente administración económica de Obama.
El festival sigue teniendo lugar en el Tower City Mall. Solo de poner pie en él noto que la mitad de los locales están desocupados y que la fuente iluminada pasó a la historia. El sitio está dominado por las señales, afiches y banderines que anuncian el festival. Pese al deterioro generalizado, una gran cantidad de gente deambula por los pasillos con programas en la mano o con identificaciones colgadas del cuello. Unos son los voluntarios que hacen posible el evento, otros son directores invitados, otros son patronos importantes y la gran mayoría la forman los cinéfilos, ávidos de ver buen cine, sobreponiéndose a la depresión económica. Es interesante notar el contraste entre cultura y economía.
En esta edición se exhiben 155 largometrajes y un par de decenas de cortometrajes provenientes de todos los rincones del planeta. No hay ninguna película cubana, pero el tema cubano estará presente con el documental Unfinished Spaces. Cuando asisto a este tipo de eventos trato de escoger películas que pienso no serán distribuidas en Estados Unidos comercialmente. A veces acierto, otra no. A veces las películas valen el esfuerzo, en la mayoría de los casos son un desastre. No estoy muy seguro de que a los audaces los acompañe la fortuna.
Dentro del poco tiempo que dispongo, que además se me acortó por razones urgentes e imprevistas, escojo ver cinco películas en dos días. La primera es Transit Cities, que es una versión jordana de Miel para Oshún ( o quizá de Lejanía, no estoy seguro), pero mejor hecha. No está mal, pero quiere decir mucho y termina resultándole demasiado. Quiere enfrentarnos a todos los problemas sociales, políticos, religiosos y económicos de la Jordania actual pero a la larga se atiborra de su contenido, aunque es breve y no aburre. Los actores son excelentes y la dirección intimista le resta, por suerte, gravedad. Una hora más tarde asisto a la presentación de Baikonur una coproducción germano-kazaja-rusa, dirigida por Veit Helmer (Tuvalu, Absurdistan), que comienza muy bien, desarrollándose en la estepa kazaja que rodea el cosmódromo de Baikonur, en la cual habitan tribus que se disputan los desechos de las naves espaciales para cambiarlos por latas de comida y entre los cuales se encuentra un radioaficionado que se autoapoda Gagarin y que capta las trasmisiones entre la decrépita planta del cosmódromo y las naves que envía al cosmos. La película incluye un romance entre este Gagarin y una turista espacial francesa y durante la primera hora es excelente, pero luego se convierte en algo absurdo y de un didactismo picúo que deshace todo el logro inicial, sin embargo, el público se puso en pie y aplaudió entusiasmado cuando rodaron los créditos finales. A la salida traté en vano de encontrar un lugar abierto para comer algo, pero me rendí y fui al hotel. Al día siguiente, a las diez de la mañana vi, a teatro lleno, Corpo Celeste, una cinta italiana de Alice Rohrwacher, su primer largometraje de ficción, que fue lo mejor del viaje. Es la historia de una niña en el umbral de la adolescencia que regresa con su madre y su hermana, después de vivir en Suiza por diez años, a la sureña ciudad de Reggio Calabria. La trama trata sobre unos días en los cuales vemos el difícil ajuste a la nueva realidad. Aquí los hermanos Dardenne se funden con el neorrealismo italiano pero la mezcla resulta novedosa. No es una obra maestra pero es una película muy buena. A la salida veo que no podré ver, por mi propia mala planificación, ni The Monk, una francesa de Dominik Moll, ni la islandesa Jitters pues están vendidas todas las entradas. En realidad, subestimé el entusiasmo de los asistentes. El festival dura toda la semana y se exhiben filmes desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche. Dada la composición étnica de Cleveland, hay una gran cantidad de obras de Europa Central. También hay varias películas argentinas y españolas, asi como de Chile, Perú y Venezuela.
A pesar de la frustración por no poder ver lo planeado, me alegra que haya sido por la gran asistencia al evento. En los dos primeros días más de seis mil personas se habían presentado. Esta perseverancia del público cinéfilo de Cleveland, que sostiene este festival a un elevado nivel de calidad a pesar de las penurias económicas, me parece un esfuerzo encomiable. Por unos minutos me recordé de otro callado luchador y amante del cine, que se enfrentó a circunstancias bien adversas. Me refiero al crítico cubano Walfrido Piñera, a quien conocí en 1970 sin yo saber quien era. Un hombre ninguneado, trabajando oscuramente en las arcas del centro de Medios Audiovisuales de la Universidad de La Habana, quien con humildad y generosidad, y arriesgando su empleo, me dejó entrar, junto a un muy pequeño grupo de amigos, en las exhibiciones de películas como Persona y Fail Safe, que tenían lugar en el anfiteatro Aníbal Ponce, solo para militantes del Partido Comunista y que además nos hizo mil y una anécdotas de cine. Ni idea tenía yo que Piñera fue uno de los críticos de cine más importantes de Cuba en los años cincuenta, director de Cine Guía y uno de los editores de las Guías Cinematográficas que publicaba anualmente el Centro Católico de Orientación Cinematográfica. Piñera perseveró en su labor de amor al cine, de la manera que pudo, sin conceder victoria a su ostracismo, al igual que esta multitud que hoy me rodea y asiste fervorosa a este festival, por encima de la realidad económica. Disfruté, una vez más, ver de primera mano un apoyo incondicional a la cultura, sin necesidad de un organismo rector.
Roberto Madrigal