No sé decirles cómo fue, ni exactamente qué pasó. Uno se
cree que siempre va a recordar los momentos importantes de su vida, pero en realidad
lo difícil es dilucidar en su momento si este tiene importancia.
Ocurrió, ahora que lo recuerdo, en algún lugar de la
prehistoria de las comunicaciones. Mucho antes de que existiera el mundo
virtual, o las comunicaciones vía satélite. Ni siquiera, al menos en nuestro
mundo, existía la frecuencia modulada. Pero una noche, ya algo tarde, poco
después de que dieran las diez, a finales de 1966 o principios de 1967 (como
les digo, el recuerdo del comienzo es vago), en mi viejo radio Zenith,
solamente con frecuencia AM, cuando las emisoras cubanas perdían potencia, se
coló una emisora americana, de un lugar que parecía tan distante como otra
galaxia, Little Rock, con unos espectrales sonidos de fondo que sugerían una
nave espacial perdida más allá del sistema solar.
La emisora era KAAY, el programa se llamaba Beaker Street y el disc jockey, que se nombraba
Clyde Clifford, tenía un hablar pausado, como alguien en estado avanzado de
embriaguez, anunciaba que este era: “Beaker Street, un servicio de música
underground que ofrecía KAAY desde Little Rock, Arkansas”. Aquella primera
irrupción (de la que cada cual tendrá su recuerdo particular), comenzó una
larga fiesta referencial nocturna para los roqueros cubanos, fueran músicos, fanáticos
o simplemente diletantes.
La voz corrió rápido y las calles habaneras quedaron
vacías de pepillos a partir de la diez de la noche. Los que tenían radios se
quedaban en sus casas y los que no tenían, se iban a visitar a quienes los
tenían, para reunirse allí hasta que el programa terminara ya entrada la
madrugada. Esos aquelarres de melenudos, sazonados con alcohol, eran un dolor
de cabeza diario para los miembros de los Comités de Defensa de la Revolución.
Al día siguiente, el programa era tema obligado en los
patios de las secundarias básicas y los preuniversitarios. Hasta ese momento,
estábamos limitados a oír, en placas clandestinas o en viniles que traían
quienes podían viajar o tenían un pariente que lo hacía, música de los Beatles,
los Rolling Stones, los Dave Clark Five, los Bee Gees y otros grupos populares
y de atractivo comercial, que también se escuchaban por el día en las emisoras
de Miami que entraban con facilidad como WQAM primero y WGBS después. Pero aquí
se nos abría todo un universo inesperado.
Era el rock psicodélico, al cual indistintamente
llamábamos rock underground, rock sinfónico o rock ácido. Caminando por Beaker Street, que transmitia álbumes
completos, canciones interminables y todo sin interrupciones comerciales, nos
llegaron, entre otros, Traffic, Pink Floyd, los Yardbirds, los Moody Blues, Grateful
Dead, Electric Prunes, Frank Zappa and the Mothers of Invention, Jefferson
Airplane, los Doors, Big Brother and the Holding Company, Donovan, King
Crimson, Cream, The Jimi Hendrix Experience y Janis Joplin.
No entendíamos mucho, aunque nos creíamos que nos la
sabíamos todas. Pero de ahí, nuestros intereses culturales se ampliaron a otras
áreas como la literatura y el cine, ya que aquello nos ponía en contacto con
Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs, Ken Kesey y todo el movimiento
de la contracultura americana, así como a las figuras de Aldous Huxley y Arthur
Koestler. Nos empezamos a imaginar las películas de Polanski (una especie de
nuestro héroe existencial pues vimos en Cuba su Cuchillo en el agua y después supimos que se había exilado) que no
veíamos, como Rosemary’s Baby y las
todavía más míticas The Shooting, Ride in
the Whirlwind y Easy Rider, por
ser del movimiento underground que solamente se nos permitía imaginar.
De repente nos sentíamos muy importantes, porque
guardábamos un secreto a voces que nos hacía poner en peligro nuestros estudios
y nuestro futuro. Ya éramos más conocedores de “la música del enemigo” y
disfrutábamos el efecto bueno que tiene la censura en el censurado, ya que le
da importancia al considerarlo como enemigo peligroso. Eso nos llenaba de
orgullo. Un arrebatado le escribió a Clyde Clifford y a partir de una noche,
todos los días escuchábamos su saludo: “Greetings to the Cuban audience”.
No que fuera fácil, muchos en realidad perdieron su
futuro y su libertad por el simple hecho de escuchar esta música y perseguir la
literatura de la contracultura americana. Ahora puede que uno mire con
nostalgia acaramelada, pero entonces, para unos jóvenes ingenuos, muchos ni
siquiera mayores de edad, las consecuencias fueron funestas. Eramos, en realidad,
rebeldes sin causa, pero fuimos encausados.
No sabía entonces, lo supe mucho después, que Clyde
Clifford se llamaba verdaderamente Dale Seidenschwarz, ni que la música de
fondo que acompañaba al programa era la compuesta por Henry Mancini para la
película Charade una de las pioneras
del movimiento psicodélico. Me imaginaba, aunque no estaba seguro, que el
nombre Beaker era una alusión al LSD, a ese vaso de precipitación que se usa en
los laboratorios químicos y en el cual se preparaba esa droga.
Ya a principios de los setenta, nos enteramos, en las
semanas finales del programa, que Guillermo Cabrera Infante había escrito el
guion de un filme psicodélico, Wonderwall
(1968) del cual la música era de George Harrison, y nos sentimos aún más
cómplices de la psicodelia.
Beaker Street terminó su primera y fundamental
etapa en 1972. Clyde se fue de ahí y otros continuaron con menos éxito y ya ni
le hicimos caso. En los noventa, Clyde Clifford, ya oficialmente para todos
Dale Seidenschwarz, reinició el programa en formato diferente y una vez a la
semana. La última emisión de Beaker Street fue el 17 de febrero de 2008.
Ahora que todos van y que los Rolling Stones, de quienes Beaker Street transmitió principalmente The 19th Nervous Breakdown y Paint It Black, sus canciones más
psicodélicas, están al dar un concierto gratis en donde antes estuvieron prohibidos,
me vinieron a la mente estos recuerdos, que ahora los puedo digerir con
agradecimiento, pero que entonces me abrían pasadizos prohibidos y un
entendimiento peligroso. Beaker Street,
sin proponérselo y sin saberlo, nos llevó a muchos a transitar, dando palos de
ciego, por una cultura que se nos negaba y se nos presentaba como satánica. Nos
conminó a enfrentar un desafío necesario. Si esta noche cierro los ojos y
pienso en entonces, solo veo una noche cerrada y una sensación de mucho miedo.
Roberto Madrigal