Aunque personalmente nunca le encontré encanto, siempre me pareció un
gordo fofo escondido tras una barba y un disfraz de militar, no hay dudas de
que, para la inmensa mayoría de la gente, Fidel Castro fue un hombre
carismático. Es la única explicación de la fascinación que por él han sentido
innumerables líderes y diplomáticos de alto nivel, muchos de los cuales ni
siquiera sentían inclinación por sus ideas.
El corolario del carisma es el “efecto de halo” por medio del cual, a la
figura carismática, se le generalizan sus virtudes (o defectos). O sea, si usted
sabe mucho de política, pues inmediatamente se entiende que sabe mucho de
música, de literatura, de deportes, de economía y de todo lo demás. Carisma y
efecto de halo es una combinación letal en manos de un dictador. La cultivan
para extender su embrujo.
Vicki Huddleston (1942), fue la Directora de Asuntos Cubanos del
Departamento de Estado a principios de los noventa. En 1999 fue nombrada Jefe
de la Sección de Intereses de Estados Unidos en Cuba, cargo que ocupó hasta
2002. Fue una diplomática de alto nivel que más tarde ocupó cargos de
embajadora en la República de Mali, Encargada de Negocios en Etiopía,
Subsecretaria de Estado para asuntos africanos y Subsecretaria de Defensa para
asuntos africanos. Estuvo encargada del proyecto de reconstrucción de Haití
entre 2013 y 2015. Huddleston también ha ocupado cargos académicos en la
Brookings Institution y en la Kennedy School of Government de la Universidad de
Harvard. Ya retirada, acaba de publicar las memorias de su estancia en La
Habana. La ha titulado, en obvio guiño a Graham Greene, y quizá también a Carol
Reed, Our Woman In Havana (Nuestra
mujer en La Habana).
Con un currículum tan densamente distinguido, uno se imagina que se va a
enfrentar a un texto enjundioso, lleno de análisis y meditaciones que acompañen
la relación de hechos y anécdotas. O quizá un libro en el cual se encuentre un
lúcido análisis de la situación cubana a partir de la experiencia personal y el
conocimiento de la historia. Pero no es así.
Huddleston ha escrito unas memorias ligeras, informativas y muy fáciles
de leer, pero a la vez engañosas. Unas memorias en las cuales a pesar de
insistir repetidamente en su oposición diametral al sistema implementado en
Cuba, se deja arrastrar por el encanto que en ella ejerce el carisma de Castro,
lo cual a su vez la va parcializando quizá hacia el lado que ella no quiere
llegar. No lo oculta, al contrario, lo expresa: “Fidel Castro es el hombre más
poderoso y carismático que he conocido” (pág. 30, la traducción es mía). Lo
cual la lleva erradamente a espetar el disparate de que Más Canosa “Ejercía su poder en Miami tan plenamente
como Castro lo hacía en La Habana” (pág 31), lo cual, por muchas razones, es
una proposición imposible. Por ahí uno
ve venir los tiros.
La Embajadora compra todas las ideas que le vende La Habana.
Responsabiliza la política de flexibilidad migratoria hacia los cubanos con
estimular las salidas ilegales y las muertes en el Estrecho de la Florida, ni
siquiera cuestiona que la persecución política, la miseria, la falta de futuro
y la imposibilidad de expresarse libremente, entre muchas otras cosas, tengan
algo que ver en ese ardor popular por abandonar el país.
Tiene mucha comprensión paternalista con el “sufrido pueblo cubano”,
pero es dura con la “diáspora” como elige llamarla mayormente. Para ella
solamente son personas interesadas en derrocar al sistema imperante para
recuperar sus propiedades. Su reduccionismo es similar al que siempre promueve
el gobierno cubano. Mientras encuentra matices entre los cubanos de la isla, no
los encuentra entre los exiliados. Aunque trata de usar Castro muchas veces,
cuando su narrativa se vuelve melosa y admirativa, usa “Fidel” repetidamente
para referirse al dictador.
Responsabiliza la política más abierta de Clinton con el florecimiento
de la disidencia en Cuba y habla de una primavera cubana (en párrafos de
redacción casi maoísta) el año anterior a La Primavera Negra, acusando al
cambio de política de Bush como causante de la misma y sin analizar ni de
pasada las maniobras internas del gobierno cubano (aparte de que nunca me
enteré de esa primavera floreciente).
Deja muy claro que, desde el pacto Kennedy-Kruschev de 1963, ninguna
administración americana ha intentado derrocar al gobierno cubano. Se han
limitado a tratar de aislarlo cada vez más con medidas que ahogan más al
pueblo, o a hacer pequeñas aperturas que arrojen pequeños beneficios a la
población, lo cual es cierto, solamente que le falta añadir que, en ambas
opciones, los poderosos siempre se han beneficiado. También aclara que para
todos los efectos prácticos, las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, desde
que se abrió la Sección de Intereses, en Septiembre de 1977, equivalen a
relaciones diplomáticas a plenitud. La única diferencia es el nombre del jefe
de la sección, al cual no se le podía llamar embajador, y de que ni en
Washington ni en La Habana pueden ondear las banderas de Cuba y Estados Unidos
frente a sus oficinas.
Hay otras informaciones de interés sobre pequeñas maniobras e intrigas
palaciegas, pero su fascinación con el Encantador de Serpientes en Jefe se hace
patente en la sección dedicada al caso de Elián. Uno casi toca saliva en la
página cuando describe como Castro controló y dirigió la situación. También
añade algo que yo desconocía y que admite, una activa colaboración de una
funcionaria del gobierno americano con el cubano, para resolver una crisis a
favor del segundo. Resulta que Huddleston reconoce que la manipulación
mediática de traer a las abuelas de Elián a Estados Unidos para ganar puntos
con la opinión pública americana, fue idea de ella y de Joan Brown Campbell,
quien fuera presidenta del Consejo Nacional de Iglesias de Estados Unidos y que
tenía muy buenas relaciones con el Consejo Cubano de Iglesias, una organización
que, me consta por testimonios de primera mano, ha sido la más fuertemente
penetrada y guiada sutilmente por la seguridad del estado cubana.
Es también de interés leer sus opiniones sobre distintos disidentes
cubanos, su actitud condescendiente con los mismos y confirmar que la política
americana hacia Cuba parte del falso supuesto de que a la clase dominante le
interesa el bienestar del pueblo. Como el gobierno cubano solo se molesta en
dar circo, la Embajadora provee un poco de pan para sus invitados a las
distintas recepciones que son el mayor desafío que ella presenta al sistema.
Informa también sobre las distintas actitudes de los congresistas americanos
que visitan Cuba, tanto hacia Castro como hacia los diplomáticos americanos.
El libro me llevó a revisitar a su antecesor, The Closest of Enemies, publicado en 1987 por Wayne S. Smith, quien
al igual que Huddleston, fue primero encargado de Asuntos Cubanos en el
Departamento de Estado y luego fue nombrado jefe de la Sección de Intereses (el
segundo en serlo), quien además tenía la perspectiva histórica de haber sido
prácticamente el que cerró la embajada americana en enero de 1961, cuando
ocupaba un cargo menor al servicio del entonces embajador Philip Bonsal. Smith
ha sido también un hombre de larga trayectoria académica y de un currículum tan
impresionante como el de Huddleston. Su libro es más analítico y aporta más
información histórica. Es a la vez más denso y a ratos más procastrista. Smith
tiene un entendimiento más profundo que Huddleston, para quien Cuba antes de
1959 no era más que un casino gigantesco y el parque de diversiones de los
turistas americanos.
Si se comparan los libros, Smith aparece como un intelectual confundido
por Castro, mientras Huddleston se presenta como un peso mosca del pensamiento,
también encantada por Castro. En el caso de Smith, su fascinación llegó al
extremo de presentar con orgullo cómo Fidel Castro piropeó a su hija
adolescente, diciéndole, delante de varias personas, que si ella dirigía una
invasión a Cuba “él se le presentaría en la playa y personalmente le entregaría
la isla” (pág. 262, edición de Norton, carátula blanda, 1988). Castro siempre
supo ganarse a este tipo de funcionarios, que no son más que unos burócratas de
carrera, oscuros personajes para los cuales reunirse con el Secretario de Estado
es difícil, efímero y ocasional, mientras en la isla son recibidos por el
emperador y sus principales acólitos, lo cual los hace sentir importantes, algo
que nunca sienten en su país.
A pesar de todo, el libro de Huddleston es altamente recomendable, sobre
todo para muchos delirantes que aún sueñan con el apoyo del gobierno americano
para derrocar al gobierno de Cuba, y para desenmascarar a los oportunistas que
manipulan la esperanza de los nostálgicos ingenuos.
Our Woman In Havana. Vicki
Huddleston. The Overlook Press. New York, 2018. 304 páginas.
Roberto Madrigal