Shintaro Katsu, interpretando al masajista ciego Ichi, se
convirtió, sin duda, en una figura icónica para los adolescentes de mi generación.
Sus películas se veían una y otra vez hasta el cansancio, casi todos los años
una nueva. El ídolo de matinée que de un sablazo disponía de seis o siete
contrincantes, se desbordó de las pantallas y pasó a formar parte de la jerga
cotidiana. Nos traía, además, los misterios del Oriente, de una forma diferente
de apreciar la vida e interpretar los signos que nos rodean, a modo digerido
para mentes púberes y livianas. Hoy en día, las películas de Zato Ichi, son
objeto de culto, han pasado a ser filmes, que se venden como colecciones sofisticadas
en los sitios exclusivos para cinéfilos. Vueltas que da la vida.
Ese encanto por el Japón después me creció con Yojimbo,
Sanjuro, Mifune, Kurosawa, Oshima y tantos otros hasta que pude más tarde leer
a Tanizaki, a Kawabata y a Mishima y un poco más adelante me deslumbré con el
cine de Yasujiro Ozu. Japón se convirtió en ese lugar lejano, con una identidad
fuerte y muy característica, que a su vez devoraba y regurgitaba lo mejor del
Occidente, transformándolo como un Midas cultural. Así quedó en mi mente y siguió
tentándome mientras más lo conocía.
Pero conocer la cultura de un lugar a través de sus
símbolos y sus figuras mayores, no garantiza un entendimiento total. Mucha
razón tuvo Agustín Tamargo cuando muchos años atrás, entrevistando en su
programa radial a Alvaro Vargas Llosa, entonces recién nombrado director de la
página editorial de El Herald en español, le preguntó cómo se sentía, siendo
peruano, ante el desafío de dirigir una página de opinión política en una
comunidad mayormente cubana. Vargas Llosa, muy cortés y respetuoso le contestó
que dada la relación de su padre con Cuba, desde muy pequeño estaba
acostumbrado a oir hablar de Cuba en su casa y a recibir vistas de cubanos
destacados, por lo cual se consideraba más o menos familiarizado con el tema.
Entonces Tamargo cambió el tono y lo increpó
diciéndole: “Eso está muy bien, pero esa es la macro ¡dime qué tú sabes de la
chancleta!”. Para lo cual Vargas Llosa no tuvo respuesta.
Finalmente, en días recientes, pude realizar mi sueño de
visitar Japón. Con lo anterior en mente, salí armado con algunas páginas de los
Diarios de Kioto que acaba de
publicar en su blog Ernesto Hernández Busto, y con el Elogio de las sombras de Tanizaki, en el cual, entre otras cosas,
trata de destacar y explicar la importancia de la ausencia de luz en la
disposición del espacio interior en las casas japonesas y de la importancia del
baño como sitio de meditación y relajamiento, necesario para recargar el espíritu.
Para la gira contaba con una ventaja que tiene tres nombres: Mikako, Kotoko y
Keitaro, mis amigos japoneses que de muchas maneras me resolvieron infinidad de
problemas.
Después de dieciséis horas de vuelo (Cincinnati-Chicago y
Chicago-Tokío), la llegada a la capital nipona resulta confusa. Pero la
amabilidad japonesa es infinita y después de resolver los primeros asuntos de
transporte y equipaje, ya uno siente que nunca le va a faltar apoyo. A pesar de
que muy poca gente habla el inglés más elemental (mucho menos de lo que me
sospechaba), hacen un esfuerzo que a nosotros nos parece sobrehumano, pero a
ellos les resulta natural, por ayudar y asegurarse que su ayuda sea efectiva.
Encuentran siempre la manera de comunicarse, con la mayor respetuosidad, y de
quitarnos preocupaciones. A partir de ahí, a pesar de los kanjis, de lo poco que está en inglés, uno no se siente solo ni
desprotegido.
Tras viajar por más de una hora en el limousine bus, que atraviesa
supercarreteras repletas de microscópicos Toyotas, Hondas y Daihatsus en
modelos que no se ven en las carreteras americanas, uno se topa con la inmensa
mole de treinta millones de habitantes que es Tokío. Una ciudad tan infinita
como la amabilidad de sus habitantes, atropellada de edificios modernos y
gigantescos y luces que nunca se apagan. Aquí todo es nuevo.
Tras una noche de recuperación, en un hotel del distrito
comercial de Marunouchi, donde amanecer en un piso 21 es una fiesta visual,
partimos a Kioto donde nos esperaban nuestros amigos. Confundidos con las
señales, nos fue difícil llegar a la plataforma correcta del shinkansen, el tren súper rápido, pero
con la ayuda de los tantos samaritanos llegamos allí. Si vi el Monte Fuji por
el camino, no me enteré.
Me prometí no tener ninguna agenda en mi breve visita a
Japón. Decidí que lo mejor era caminar y observar, dejarse absorber por las
ciudades. Pero en Kioto, la vieja capital imperial, hay que hacer algunas
paradas obligatorias.
Nos alojamos en un ryokkan,
un hotel tradicional japonés, en el cual nos reciben con la ceremonia del té
verde (aunque me lo tomé por cortesía, el que ahí te ofrecen, caliente y
espumoso, me pareció intragable) y luego te dan un típica comida japonesa con
una sirvienta especial que te explica cada plato. Es una cena interminable
compuesta de pequeños platos, mayormente pescados crudos y vegetales
encurtidos, que, acompañada de una excelente cerveza supuestamente producida especialmente
para este ryokkan, es exquisita.
Aquí hay que reservar la hora del baño y ahí sí experimenté
lo que habla Tanizaki en su libro. Este baño japonés consiste en unas duchas
(siempre con un espejo enfrente) que uno se da primero y luego se sumerge en un
jacuzzi inmenso en el cual en realidad se alcanza un elevado nivel de
relajación. De regreso a la habitación, sumirse en la contemplación del jardín interior
japonés es otra experiencia inmemorable. Uno puede quedarse hipnotizado por
horas. Dado el respeto que hay por la pureza del baño, los inodoros se
encuentran separados. Pero los inodoros japoneses parecen del siglo XXIII. Nada
existe más limpio y más moderno.
El desayuno japonés (que es opcional) ya es otra cosa.
Consiste en pescados, sopas y encurtidos y es bien pesado. Pero un arroz con
huevo cocido que viene incluido demuestra que el huevo sabe bien en cualquier
idioma. Al igual que a Hernández Busto, una de las sopas me pareció intragable,
pero ya avisado, la rechacé sin complicaciones. Dicen que en este ryokkan, Hiiragiya Ryokkan, se quedó
Charles Chaplin cuando visitó Kioto.
Una visita al Castillo de Nijo, del shogunato Tokugawa,
es inevitable y satisfactoria. Luego el Templo de Oro me resultó un Disney
World oriental, pues fue quemado por un monje enfebrecido y lo que uno ve es
una réplica, además, está lleno de estudiantes y turistas y de tiendecillas que
venden souvenirs kitsch.
Mi esposa no se siente bien en la tarde y Keitaro, Kotoko
y yo partimos al templo shinto de Fushimi Inari Taisha, que data del año 963 y
es el santo patrón de los negocios. Shinto es la religión autóctona de Japón,
en la cual habitan numerosos dioses que pueden encontrarse entre nosotros. Los
japoneses son bien descreídos pero creen en ello con escepticismo agnóstico. Lo
que más me impresionó es que el taxista que nos llevó se ofreció de guía y nos
llevó por lugares desconocidos para los demás. Al final, nos regresó al hotel y
nunca nos cobró un centavo por sus charlas. Ni siquiera mantuvo el taxímetro
andando mientras estábamos allí, solamente nos cobró el costo del viaje.
De Kioto partimos a Gifu, la ciudad de nuestros amigos.
Una pequeña ciudad de medio millón de habitantes. El Japón profundo. Una mezcla
de provincianismo y cosmopolitismo que resulta arrebatadora. Bella en sus
propios términos. Se le conoce como el sitio de la pesca del “sweetfish”, un
pequeño pez de río de poca superficie, parecido a la biajaca cubana, que se
realiza con el cormorán. Se le llama Ukai. Una tradición centenaria criticada
por los ambientalistas que arguyen que las aves sufren y son explotadas.
Vamos a la pesca con Mikako y Kotoko, pues Keitaro, que
es director de relaciones internacionales de la ciudad, está enredado con un
cuarteto de cámara italiano que anda de visita. En el barco que nos lleva a ver
el espectáculo (fabuloso), somos los únicos occidentales. Hay gente de todas
partes de Japón. Me caen en pandilla. Les digo que soy cubano pero ciudadano
americano y que resido en los Estados Unidos. Mikako traduce, me acosan a
preguntas sobre Estados Unidos, nadie menciona a Cuba ni parece interesarles
hasta que al final, alguien dice “salsa”.
Tras alojarnos en casa de nuestros amigos y recorrer la
ciudad y sus esquinas, partimos de vuelta a Tokío, para los tres últimos días del
periplo. No recomiendo tres ciudades en siete días, pero como no sabía si
alguna vez regresaré a Japón, pues traté de ver lo más que pude por muy breve
que fuera.
En Tokío no se debe tener agenda. Hay que caminar la
ciudad y dejarse beber por ella. Ebisu, Roppongi, Marunouchi, Shibuya y Asakusa.
Ver lo que sea, sin prisa. La ciudad te envuelve y uno debe dejarse llevar. A
pesar de que no hay interés por el turismo, la ya mencionada amabilidad
japonesa te lo facilita todo. No se siente ningún peligro. Se puede caminar por
grandes avenidas, callejones mínimos y plazas abiertas. Ver a la elegante
multitud desfilar es otro placer, porque aquí todo el mundo parece consciente
de su imagen y se visten lo mejor que pueden y en cualquier estilo, desde lo
más tradicional hasta lo más atrevido. En el Centro Nacional de Cine ponen
continuamente obras maestras del cine japonés, el museo de fotografía tiene
múltiples exhibiciones, pero son la ciudad y sus calles las mayores
atracciones. En Dainkayama uno recorre boutiques, pequeños restoranes, una
multitud de peluquerías y de todos esos lugares sale música de Chet Baker, de
Neil Young y de Bruce Springsteen. En un momento determinado entramos en una
pequeña (y excelente) cafetería y tienen puesta una versión moderna de Toda una vida de Osvaldo Farrés.
Nuestro regreso se dilata un día, pues nos azota el
tifón Phanfone que nos deja atrapados en la capital. No importa, hasta eso es
disfrutable.
Finalmente dejamos Tokío, la ciudad más limpia del mundo,
no se encuentra ni un fragmento de basura en las calles, la más amable y cortés
de todas las capitales que he visitado, perfectamente organizada. Una ciudad
que no solamente honra sus propias tradiciones culinarias (y la forma en que
hacen el pescado los japoneses conquistó mi paladar), sino que está repleto de pastelerías
francesas y extraordinarios restoranes italianos. En Gifu comí el mejor arroz
frito chino que he comido en mi vida.
Japón, un país que hasta 1863 estuvo completamente
aislado del mundo, sin relaciones diplomáticas con ningún otro país (voy a obviar
los obvios desastres históricos del siglo XX, toda civilización tiene sus
malestares y esto no es un compendio histórico), que se ha abierto a absorber
la cultura de los otros sin que ello afecte sus identidad. Por lo general
cuando en Occidente se dice que uno va a una “cultura diferente” es
generalmente a lugares empobrecidos económicamente. Japón ofrece la posibilidad
de ver una cultura “muy diferente” en un contexto de inmenso desarrollo
económico, sin nada que envidiarle a lo más avanzado del mundo occidental.
Tradiciones que no atrasan. Un país que me dio la oportunidad de ver lo que une
a la diversidad y no los folclorismos que nos separan.
Siete días después no creo que puedo entender mejor el uso
de las sombras de que habla Tanizaki, ni voy a gozar más a Ichi, pero pude
disfrutar de algo que solamente tenía en mi mente y que ahora pasará a mi
memoria.
Japón es un país que, salvando las diferencias históricas
y culturales, tendría mucho que enseñar a Cuba en una futura transición. Es un
conjunto de islas inmensas, con pocos recursos naturales, que se ha
transformado gracias a su capital humano. Pero por supuesto, ¿con cuántos
japoneses contamos para nuestra transformación?
Roberto Madrigal