Este trabajo se publicó originalmente
hace tres años,sin
embargo, últimamente ha tenido un alto e inusual tráfico, sobre todo desde la
isla. Me llamó la atención y lo releí. Me di cuenta de que aunque quizá algunas
cosas las escribiera hoy de forma diferente, básicamente creo que se mantiene
vigente para muchos de los acontecimientos actuales de la isla y el exilio. Lo
vuelvo a colgar para los que no lo leyeron en su momento y los que lo quieran
releer.
En una secuencia
del filme Manhattan, durante un
vernissage se encuentra reunido un pequeño grupo de académicos, críticos de
arte y diletantes a los cuales se aproxima el personaje de Woody Allen, quien
tras ser presentado, para romper la conversación frívola dice: “¿Se enteraron
que unos nazis anunciaron que van a realizar un desfile en Brooklyn?”, a lo que
un hombre aparentemente muy sofisticado le contesta con un “Sí” y Allen continúa: “Estoy organizando un
grupo para ir con bates y ladrillos a enfrentar a los nazis”. Sin inmutarse, el
hombre sofisticado le responde: “Hay un artículo de opinión en el New York
Times de hoy que satiriza y hace trizas al desfile” y Allen le riposta: “Sí, la
sátira y los artículos están muy bien, pero con los nazis, los bates y los
ladrillos son más persuasivos”.
Es muy común hoy
en día entre los exiliados cubanos, calificar a los opositores y disidentes
pacíficos que ahora pululan por estos medios, como apaciguados y apaciguadores.
Se les acusa de ser una creación del castrismo, de ser una oposición permitida
porque distrae la atención de los problemas esenciales. Independientemente de
lo acertado o no de estos ataques, y según a que disidente se le aplique, ya
que no todos son iguales, ni piensan igual, ni se comportan igual, lo que se
pierde de vista es que ese tipo de oposición tiene una función que es
necesaria, pero en el caso cubano, le falta un complemento: una seria oposición
violenta o violentadora que asuste a los gobernantes.
El totalitarismo
es imposible de transformar mediante el diálogo, porque por su propia
naturaleza no puede hacer cambios. Es toda una red de instituciones
interdependientes que obedecen al objetivo único de mantener el control total
en manos de un pequeño grupo y cualquier cambio, por pequeño que sea, la
fragiliza. No solamente establecen las
leyes y las reglas del juego, sino que como las monopolizan, las cambian a su
antojo. Apenas permite la existencia de organizaciones independientes de poca
monta. En cuanto se desarrollan y crecen, las aplastan.
No soy
historiador, pero una mirada somera a los hechos más trascendentales del siglo
veinte muestra que los sistemas totalitarios solo caen por acciones violentas
(el nazismo), por la muerte de sus gobernantes (el franquismo) y por un cisma
interno de la cúpula hegemónica (el bloque soviético). Incluso en el caso del
bloque soviético, entre los muchos factores que lo llevaron a desaparecer, se
encuentran las continuas cruentas huelgas sucedidas en Polonia desde 1978,
llevadas a cabo por una fuerte organización obrera, las guerras separatistas en
Osetia, Abkazia y Chechenia, que los soviéticos ocultaban al mundo y la
aparatosa derrota en Afganistán, que rompió el mito de su invencibilidad. En
Nicaragua, la presencia de los contras forzó a las negociaciones y a las
elecciones. Incluso, mirado en reverso, los propios soviéticos asumieron el
poder frente a otro totalitarismo, mediante la violencia y mediante la
violencia se agenciaron a todos los países que formaron el bloque del este. Los
propios nazis aniquilaron la república de Weimar a través de un golpe de estado
sobre la constitución.
La ecuación puede
extrapolarse a cambios sociales en sociedades democráticas, como la lucha por
los derechos civiles en los Estados Unidos. Hay momentos en los cuales las
instituciones no están dispuestas a cambiar sus reglas y la única forma de
alcanzar la transformación es violentándolas. Cuando me refiero a violencia no
me limito a pensar en tanques y barcos de guerra, sino también en la
desobediencia civil, en la disposición a aceptar sufrir la violencia. Huelgas y
protestas obligan a los gobiernos a usar la violencia o a dimitir. Es la
amenaza de una situación en la cual puede correr la sangre la que asusta a los
jerarcas.
Esto no es un
llamado a la violencia, es solamente un señalamiento. En el caso cubano, en
donde no existen organizaciones sólidas y masivas de oposición civil (y no veo
cómo se puedan instaurar), no hay forma de asustar a los detentores del poder.
Un gobierno cuyo único interés es mantenerse mandando sin considerar el
bienestar de sus ciudadanos, solamente puede temer a su destrucción
física. Si dialogan y hacen pequeños
cambios es solo para ganar tiempo. La única solución a la vista es la
biológica. Cuando desaparezca la cúpula histórica vendrán quizás, dentro de sus
propias filas, otras maneras de mandar, no necesariamente democráticas, pero sí
más flexibles, para aplacar los ánimos que provoquen sus diferencias, mientras
buscan un nuevo discurso que los concilie.
En un país sin
cultura democrática y en el cual ningún ciudadano menor de 60 años ha vivido
jamás en la civilidad, los disidentes pacíficos, sin poder de convocatoria
interno, seguirán siendo errantes profetas fuera de su tierra, emisarios de un
dolor que hasta ahora muchos no conocían o se negaban a conocer, lo cual no
deja de ser una función importante, pero insuficiente.
Roberto Madrigal