Empecé a jugar ajedrez cuando estaba en sexto grado. Al
cabo de un par de años comencé a jugar torneos organizados y a asistir a los
torneos Capablanca In Memoriam. Por aquel entonces la mayoría de los jugadores
destacados estaban entre los 35 y 40 años, pero dos jóvenes comenzaban a distinguirse.
Eran Jesús Rodríguez y Silvino García. No eran nuestros ídolos, pero para los
adolescentes de mi generación que nos dedicábamos a este juego, representaban
lo que aspirábamos a ser. Silvino era el favorito de las autoridades, Jesús,
unos cinco años mayor, resultaba más enigmático. Se hablaba poco de él en las
revistas especializadas o en los periódicos. En aquel momento, su juego era más
sólido y más pulido que el de Silvino. Era un jugador más maduro.
En 1966 no me perdía una ronda de la olimpiada de ajedrez
que se celebró en La Habana. Jesús era el cuarto tablero del equipo. Una tarde
de noviembre de ese año llegué tarde al torneo y subí de prisa la escalera que
llevaba desde el lobby del hotel al Salón de Embajadores en el cual se
celebraba el evento. Al llegar arriba casi me tropiezo con Jesús, que parecía
salir del bar Las Cañas. Para mi sorpresa, se dirigió a mi con premura y me
dijo: “Me hace falta que me hagas una media”. Nunca habíamos cruzado una
palabra. Yo tenía solo 16 años, pero parecía mucho mayor. Inmediatamente
entendí la proposición y asentí. En efecto, estaba en el bar con dos muchachas,
una de ellas la que obviamente estaba con él y la otra una especie de
chaperona, un poquito mayor y menos apetecible, pero atractiva. Nos fuimos para
el Karachi y ahí la noche continuó sin percances. Agradable misión cumplida. A
partir de ahí nos hicimos amigos.
Unas cuantas medias después, ya en 1967, comencé a ir
casi todas las tardes a la redacción de la revista Jaque Mate, situada entonces en lo que debió ser el garage de la
mansión que acababa de ser convertida en La Casa del Ajedrez, en la esquina de
15 y C en el Vedado, frente a la embajada china. En aquella oficinita, Jesús
Rodríguez, junto con el amigo Jesús Suárez, hacían la revista bajo el ojo
vigilante de Honorio Rancaño. Me sumé al esfuerzo voluntariamente y ayudé con
la revisión de galeras, de comentarios de partidas y con traducciones de
artículos. Entre cuentos, chismes y chistes pasábamos las tardes y de ahí nos
íbamos para El Jardín o para el
destartalado Boulevard 23 a engullir
algo. Luego, cada uno para su casa.
Jesús Rodríguez decía vivir en Centro Habana, pero nunca
visité su casa. Me contó que siendo un adolescente en los años cincuenta, deambulaba
por las calles y los corredores de La Habana y se ganaba la vida jugando “rapid
transit” (partidas a cinco minutos o menos), en el Club Capablanca o en un bar
cuyo nombre no recuerdo. Al final del día, el dueño del bar le servía un sándwich
y un vaso de leche y luego dormía donde la noche lo cogiera. Frecuentaba los
clubes nocturnos desde Luyanó hasta el Vedado y tenia mil anécdotas que contar.
Su situación no mejoró mucho después del 1959 y a pesar de su talento, era
mirado con reserva por los dirigentes del deporte cubano. Fue campeón nacional
en los años 1969, 1971 y 1972, obtuvo el título de Maestro Internacional en
1972 y participó en varias olimpíadas de ajedrez como parte del equipo cubano,
sin embargo ni viajó con la frecuencia de otros menos merecedores ni obtuvo ningún
tipo de prebenda material. Aparte de sus “desviaciones ideológicas”, no era
inusual que Jesús propusiera tablas en una partida en la cual su posición era
favorable si la partida se prolongaba y se acercaba la hora de acudir a una
cita con una mujer.
A pesar de su confesado bajo nivel de instrucción tenía
un conocimiento ilimitado de música clásica, siempre sintonizada en su oficina
de Jaque Mate, y le gustaba apostar
cuántos segundos le tomaba identificar una obra clásica cualquiera si alguien
le tarareaba cualquier fragmento. En 1968, tras un viaje a Europa, se apareció
con un ejemplar de Tres Tristes Tigres,
la primera edición de Seix Barral. Yo no tenía idea de quién era Cabrera
Infante y fue así como no solo me leí el libro y empecé a conocer su obra, sino
que Jesús nos hizo, a Suárez y a mi, decenas de anécdotas sobre el escritor, a
quien conoció oyendo a Freddy en los años cincuenta.
Con el tiempo me fui alejando del ajedrez y nos veíamos con
menos asiduidad. Jesús había nacido en 1939 y yo era once años mas joven, por
lo que las distintas etapas de la vida nos llevaron por caminos diferentes,
pero nunca perdíamos el contacto. Una tarde de junio de 1978 nos reunimos en
casa de un convaleciente Jesús Suárez a jugar cartas, a tomar y a conversar. También
se encontraba allí ese día Eleazar Jiménez y no se me olvida que en el octubre
anterior habían tenido la oportunidad de ver en México, por televisión, la
pelea entre Mohamed Alí y Earnie Shavers, que se supone haya sido una de las
mejores peleas de todos los tiempos.
Tras hablar de la pelea en detalle, Jesús le preguntó a
Eleazar: “¿Qué tu crees que pasa si Alí pelea con Stevenson?”, a lo que un
tajante Eleazar respondía: “Lo mata, Jesús, lo mata”. Frase que a todos nos dio
mucha risa, sobre todo por lo convincente que sonaba Eleazar y que aun usamos
mi amigo Luis García y yo cuando nos cuestionamos el resultado de algún evento deportivo.
La última vez que
hablé con él fue por teléfono, en 1989. Había conseguido un viaje a dar unas
clases de ajedrez en México y se encontraba de visita en
casa de Suárez, que ya para entonces se había exilado en ese país. Ya hacía
años que no competía y le había dado un infarto (o dos). Le pregunté la razón
por la cual no se quedaba, ya Suárez le había insistido, pero nos dijo que
había tenido dos hijos y no los quería dejar, y que toda su vida había sido muy
cobarde, que lo debió haber hecho antes, pero que ya estaba muy viejo y enfermo
para ello. Nunca supe cuáles eran sus problemas del corazón, pero le dieron más
infartos y murió dicen que de insuficiencia cardíaca, en 1995. No me enteré
hasta unos meses después, como una de esas noticias misteriosas que salen de
Cuba en boca de alguien y uno se ve obligado a confirmar llamando a varios
amigos, quienes a su vez no están seguros de la validez de la información. A
los perdedores se nos hace difícil luchar contra el olvido. Sin embargo,
recientemente me enteré que ya hace al menos un par de años, unos jóvenes
comenzaron a organizar, en el Club Capablanca, un torneo anual en su memoria.
Roberto Madrigal
Muy interesante y me ha traído recuerdos. Yo no entiendo ni jota de ajedrez pero mi abuelo era aficionado inteligente y recuerdo haberle oído mencionar a alguno de esos muchachos. Él iba mucho al Clup Capablanca. Gracias y cariños taoseños
ReplyDeleteHola, querido, te he leído con mucha complacencia, siempre es bueno saber de la gente de antaño, máxime si son -como tu- tal leídos y "escribidos". Un placer saber de ti.
ReplyDeleteDebia ser obligatorio que las personas que sepan escribir, de buena memoria y buenas memorias, o simplemente memorias y, por añadidura, decentes, tengan que compartir sus recuerdos. No pierdas la costumbre...pues quiza si lo declaran obligatorio, dejes de hacerlo,. no??. Un abrazo
ReplyDeleteMuy bella memoria. Confieso que, indirectamente, si no fue al azar concurrente, esta frase me llevó en parte a ocuparme del artículo del, hélas, neocomunista Alain Badiou en el que reivindica las matemáticas:
ReplyDelete"A pesar de su confesado bajo nivel de instrucción tenía un conocimiento ilimitado de música clásica, siempre sintonizada en su oficina de Jaque Mate, y le gustaba apostar cuántos segundos le tomaba identificar una obra clásica cualquiera si alguien le tarareaba cualquier fragmento."
No soy ni matemática ni siquiera sé jugar ajedrez, pero intuyo (si me equivoco, bienvenida la corrección) que la capacidad analítica que otorga el ajedrez le posibilitaba al recordado Maestro Internacional el poder identificar en pocos segundos una obra clásica tras escuchar un fragmento. Gracias, Roberto.