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Tuesday, November 29, 2016

Indiferencia


He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la
locura, famélicos, histéricos, desnudos,
arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de
un colérico picotazo…
Aullido, Allen Ginsberg

Cuando un amigo me despertó poco después de la medianoche, ya veintiséis de noviembre, para anunciarme la muerte de Fidel Castro, sentí una leve alegría mental, pero en el plano emocional, no sentí absolutamente nada. Al amanecer, aproveché el fallecimiento como excusa celebratoria para encontrarme con mi amigo, el artista plástico Juansi, quien se acercaba desde Dayton para unas gestiones que debía hacer, y tomarnos un trago en el bar de un Applebee’s, mientras el resto de los comensales seguía con interés de fanáticos, el juego de fútbol colegial entre Michigan y Ohio State, que por estos lares es todo un acontecimiento, ajenos a los hechos que conversábamos.

No creo que existe otra persona que yo haya odiado más que a Fidel Castro. Es el individuo a quien considero el máximo responsable (pero no el único) de arruinar mi juventud. Desde muy joven lo responsabilicé por destruir mi universo, los sueños de mi infancia, las ilusiones de mi adolescencia y por frustrar cualquier intento de hacer mi vida siguiendo mis motivaciones. No solamente me lo hizo a mi, sino a casi todos mis amigos.

Pertenezco a una generación, o a un grupo dentro de esa generación, que sufrió todas las consecuencias de la gesta que se ocultaban tras las fotos épicas de los barbudos combatientes y de los jóvenes militantes dispuestos a cumplir las misiones que se les encargaran. Todo lo que se escondía detrás de los documentales propagandísticos del ICAIC y de la televisión cubana. De todo lo que se le ocultaba a los selectos visitantes extranjeros. Todos sabemos de qué se trataba. Las UMAP, las persecuciones y redadas callejeras contra todo el que fuera diferente, los arrestos gratuitos, las expulsiones de las escuelas, las decisiones arbitrarias respecto a qué carrera elegir o a dónde ir a trabajar, las separaciones familiares, el hostigamiento ideológico.  No vale la pena seguir anotando, cada cual puede hacer su rosario personal. Era el abismo tras la imagen del espejo mediático.

Por razones que no vienen a cuento, nunca he comprado utopías. No me interesan, no soporto un mundo en el cual todos somos lo mismo. Por eso un día me aburrí de creer en el Paraíso y en el Infierno. No me gustan las figuras mesiánicas. Quizá por eso jamás me atrajo la figura de Fidel Castro. Reconozco que fue un hombre brillante, con un carisma innegable y una retórica convincente. Un manipulador de masas sin rival. Para mi siempre fue un narcisista delirante, que involucraba a todo un pueblo en sus metas personales, para cumplir con sus delirios de grandeza. No me agradaba su sentido del humor, él se podía burlar de los demás pero nadie se podía burlar de él. Como se decía en Cuba, no tenía tabla. Jorge Semprún lo retrató en su Autobiografía de Federico Sánchez cuando señaló:  “…comenzó su discurso y a los diez minutos ya estabas hasta la coronilla de tanta castellana retórica; y es que Fidel Castro, en un país de campesinos y razas mezcladas, hablaba la lengua del Imperio, la lengua de la burguesía colonial española:…se te antojaba que era la retórica del poder populista, que no podía, ni tal vez pretendiera, suscitar comprensión cabal, sino tan solo adhesión fervorosa y admiración de los de abajo…”.

No me parecía un hombre de principios, sino de caprichos. No le veo nada rescatable al engendro que creó, porque lo que daba con una mano lo quitaba con la otra. Pienso, que lo que es Cuba ahora, es el resultado lógico del proceso que inició Fidel Castro. Pero prefiero ceñirme a lo personal.

Quizá fue que la primera vez que lo enterré resultó ser cuando en 1980 pude irme por el Mariel, tras haberme asilado en la embajada del Perú. No que dejé de ser cubano, pero dejé de ser su víctima. Con el tiempo, las decisiones del alcalde de Cincinnati y del gobernador de Ohio afectaban más mi vida personal que cualquier medida que Castro tomara en la isla. Luego lo volví a enterrar en 2006, cuando tuvo que dejar sus funciones como el ubicuo jefe de todo y disfruté mucho cuando comenzó a salir como una momia en mono de Adidas, físicamente destrozado, la negación y la caricatura del comandante en traje de campaña. Es más, deseé que siguiera vivo por largo tiempo, para que pudiera oler su mierda y tuviera que vivir como un prisionero de la cámara hiperbárica.

Me divertían sus disparatadas reflexiones. Mi odio por él no tuvo límites. Yo creo en el odio, en el odio sano que no nos arrastra. Sin odio, la noción de amor no existiría. Mi venganza fue verlo vivir sus últimos años de forma miserable.

Quizá por todo ello, su muerte verdadera me dejó impávido. También me dio ideas, que no sentimientos, contradictorios. Por un lado me alegra que al fin comienza el capítulo final del proceso de normalización de la isla, por muy doloroso que sea. Que se verán interesantes intrigas palaciegas y defenestraciones de unos cuantos impresentables, pues ya empezarán a emerger los bandos que dentro del supuesto monolito dominante, van a disputarse el poder futuro, ya cercano. Pero me molesta que se fue vencedor, porque en realidad destrozó al pueblo cubano y no pagó por ello. Murió en su casa, de alguna manera, todavía en el poder. Longevo y bien atendido.

Por supuesto que seguirá siendo una figura legendaria. Allá la Historia y los historiadores. Para mi su partida final sonó como un susurro. La parte de mi vida que me quitó ya se la había llevado hace mucho tiempo. Yo pude construir una nueva. Mi odio lo perseguirá por toda la eternidad, un odio relajado que nunca me abandona, pero que puedo dosificar a mi antojo. No tengo por qué perdonarlo. Lo siento por los cristianos que tendrán que cumplir con el mandamiento de amar al prójimo. Que lo perdonen ellos si pueden.


Roberto Madrigal

Sunday, November 13, 2016

La sorpresiva victoria de Trump


El pasado ocho de noviembre, hacia las nueve de la noche, Estados Unidos y el resto del mundo no podían creer lo que las cifras enseñaban en la televisión. Clinton no levantaba su ventaja, iba perdiendo en el conteo de votos electorales y estados tradicionalmente demócratas no acababan de inclinarse hacia ella. El tres de agosto escribí: “Olvídense de las encuestas de popularidad. Para poder ganar las elecciones, El Donald tiene que ganar Ohio, Pennsylvania y Florida.” Pues los ganó los tres. La gran sorpresa fue Pennsylvania, que no votaba por un republicano desde 1988. Lo que parecía imposible sucedió. No solo eso, sino que también se llevó el voto de Michigan y Wisconsin, estados tradicionalmente demócratas, con fuertes sindicatos obreros.

A pesar de lo que indicaban las encuestas, que nunca son del todo fiables, de tener en su contra abierta y desfachatadamente los dos diarios más importantes del país (The New York Times y The Washington Post) y dos de las tres cadenas noticiosas más vistas, Trump obtuvo la presidencia. ¿Qué pasó?

Desde las primarias republicanas, Trump fue subestimado por sus rivales. Cuando se dieron cuenta, ya era muy tarde. Se convirtió en el voto de protesta contra el establecimiento, el hombre de negocios sin relaciones políticas en la capital. Su tendencia al exabrupto, al lenguaje bananero, al insulto y al mensaje negativo, parecía que lo iba a vencer. Era su primer enemigo. Pero ganó la candidatura republicana.

Al comienzo de la campaña por la presidencia siguió siendo su primer enemigo. Parecía descontrolado e incontrolable. Su equipo de asesores no daba pie con bola y Clinton arrancó con fuerza. Pero a mitad de camino hizo un giro inesperado y genial. Nombró a Kellyanne Conway como su publicista y directora de la campaña y a Steve Bannon como su principal asesor político. Muchos se rieron. Conway tiene un estilo que parece inofensivo, pero es una magistral modeladora de imagen pública. Bannon dirige una publicación de extrema derecha, que se destaca por el amarillismo y la parcialización manipuladora de las noticias (Breitbart.com). Pero si se le mira con cuidado, está hecha extraordinariamente bien para su propósito. Bannon también dio guía y controló a Trump.

Trump desde el principio se dio cuenta de que para ganar, tanto las primarias como la presidencia, tenía que buscar el apoyo de una base dispar, que no había salido a votar con gran presencia en elecciones anteriores. Buscó a los mineros del carbón, quienes con los problemas del cambio climático ven como la explotación del carbón disminuye; se dirigió a los trabajadores de las cervecerías de Wisconsin, que pierden sus empleos por la competencia de las micro-cervecerías y el encanto seductor que para la clase media alta tienen las cervezas importadas; se identificó con los trabajadores de la industria automotriz, que ven amenazadas sus plazas con las deserciones de las plantas productoras a otros países. Les hizo promesas que probablemente no va a cumplir, pero se ocupó de ellos. Clinton los dejó a un lado.

Se dirigió a la masa obrera blanca poco educada, que ha sido olvidada todos estos años por la narrativa de la diversidad, pero que sigue siendo uno de los grupos más numerosos del país. Sabía que los evangélicos, los del Tea Party y muchos ideólogos partidistas votarían por él porque no podían arriesgar ocho años más de gobierno demócrata. Finalmente supo aprovechar la resaca de racismo que se ha despertado tras la ascendencia al poder del primer presidente afroamericano. Porque no se puede negar, a pesar de que ganó el voto popular ampliamente, de casi todos los grupos étnicos, Obama le dejó mal sabor en la boca a los WASPs, lo cual se expresó en la terca oposición partisana que el congreso republicano hizo contra todas las medidas del presidente durante todos estos años.

Por su parte, la izquierda y Hillary Clinton, están atrapados en su discurso. Han tomado una actitud de desdeño hacia la derecha, pensando que las cabezas pensantes son patrimonio de la izquierda. Se han convertido en un partido elitista cuando se supone que sea el partido de los trabajadores y de los desahuciados. Se les fue la mano haciendo hincapié en las minorías y se olvidaron de los blancos y su resentimiento. Se han refugiado en una burbuja intelectual.

Clinton tiene historia con eso. Desestimó a Obama y fue apabullada por él. Ahora hizo lo mismo con Trump. Lo vi repetidamente cuando sus asesores eran levemente confrontados por la prensa acerca de sus problemas con los e-mails, con su salud, con la fundación Clinton. Simplemente se limitaban a decir que eso no tenía importancia. Se olvidaron del poder de la imagen pública. Pensaron que la nación entera se había graduado en Harvard.

Más allá de la plataforma del partido, Clinton no expuso un plan político coherente. Todos sabemos dónde se ubicó Trump: el muro, detener la inmigración árabe, acabar con el Obamacare, etc. Pero nadie puede exponer con claridad ninguna posición de Clinton. Su mensaje no llegó a nadie. Por otra parte, la defensora de los pobres cobraba cientos de miles de dólares por ofrecer discursos en Wall Street. Su presencia pública no se gana la empatía de nadie. Es fría y luce demasiado calculada. Trump polariza, Clinton no motiva.

El presidente Trump tendrá que ser muy distinto al candidato Trump. Ya ha comenzado a desdecirse. Tendrá que ir hacia el centro. Como hombre de negocios, acostumbrado a la eficiencia de las negociaciones cuando el fin es el lucro, tropezará ahora con una entidad desconocida para él: la burocracia de Washington, para la cual el “arte de la negociación” no funciona. No basta con agitar y amenazar. Tendrá que nombrar un equipo capaz y en cual haya individuos con los que no está de acuerdo. Su mayor ventaja es que no tiene ideología y cambia de parecer de la noche a la mañana. Pero todo lo que presentó como sus virtudes durante la campaña, incluyendo su falta de experiencia en el gobierno, puede convertirlo en un presidente peligroso. Como no tiene el voto popular, pues tiene que darse cuenta que su mandato es limitado y tiene que tener mucho cuidado y no dividir el país aún más de lo que está.

No puedo tener la visión estalinista de individuos como Zizek, para quienes el “bien mayor” tiene más importancia que el destino de los individuos. Muchos apuestan al fracaso de Trump para que se reorganicen los partidos, sobre todo la izquierda, buscan una radicalización hacia Bernie Sanders. Una cosa es vigilar la gestión presidencial de Trump y salirle al paso cuando tome el mal camino, otra cosa es desearle que le vaya mal, porque eso afecta al país como conjunto. Solo queda esperar que las instituciones democráticas funcionen y no bajen al nivel de lo que se vio durante la campaña. Habrá que sufrir lo mejor posible a un presidente que posee un vocabulario de unas cinco palabras.


Roberto Madrigal