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Monday, October 24, 2016

Los tiempos están cambiando


Algo raro está pasando en Estocolmo. Más allá de intereses personales de quienes eligen los candidatos y deciden el ganador del Premio Nobel de Literatura, lo cierto es que la osadía está primando en los últimos años.

El año pasado le dieron el premio a la bielorrusa Svetlana Alexiévich (nacida en Ucrania), cuya carrera se destaca por el reportaje periodístico y no tiene ninguna obra que se pueda considerar estrictamente literaria. Algo que a los puristas de la literatura molesta mucho, a pesar de que ya hace tiempo las barreras entre los géneros han caído. Pero mucha gente aun considera el periodismo como un género menor y hay quienes dicen que practicarlo hace daño a los “escritores literarios”. Pero no hubo muchas protestas, porque en fin de cuentas, Alexiévich viene de las “letras” y su agenda social es políticamente correcta en los tipos que corren y es fuente de “inspiración”, algo que en los estatutos originales del premio es un requisito indispensable que debe tener la obra para que se le conceda.

Esta vez, a pesar de haber premiado a alguien que ha sido considerado seriamente como finalista por más de una década, al parecer, los miembros de la academia han ofendido a mucha gente. Las protestas han aparecido en muchos medios de difusión por todo el mundo y hasta un reciente ganador como el peruano Mario Vargas Llosa, ha alzado su voz en disgusto porque se lo han concedido a un “gran cantante” pero no a un escritor. Claro, ya Vargas Llosa hace tiempo que dice cosas con poco sentido, se ha ido quedando un poco detrás de los tiempos.

Lo cierto es que como quiera que se mire, Bob Dylan es un poeta, un poeta grande. Todos se devanan los sesos por definirlo. Unos dicen que es un músico con letras interesantes, otros que es una figura icónica, pero no literaria y otros que no tiene el peso literario ni la obra para merecer el premio.

No hace falta remontarse a la Grecia antigua y explicar que Homero y Safo escribían sus poemas para ser cantados. Ni saltar un poco y preguntarnos si el Cantar del Mío Cid puede ser considerado literatura, ya que no fue “escrito”, ni cuestionarse si estudiar el Mester de Juglaría debe ser objeto de atención literaria en las universidades. Tampoco hace falta remontarse más recientemente a la tradición americana de folcloristas que utilizaban (y utilizan) la música para difundir sus poemas. La gran mayoría de los disgustados son gente culta y erudita que conocen muy bien todo eso.

Robert Zimmerman nació en Duluth, un pequeño pueblo portuario de la gélida Minnesota y transcurrió su infancia y su adolescencia en un pueblo aún más pequeño, Hibbing, también en Minnesota, más al norte si eso es posible. Un villorrio de dieciséis mil habitantes, fundado por un inmigrante alemán que había cambiado su nombre, por lo que el pueblo está nombrado en base a un sueño, al acto poético de su fundador, quien trató de reinventarse en el Nuevo Mundo. Zimmerman, amante de la música y la poesía desde muy joven, hizo su primer acto poético a los dieciocho años, cuando cambió legalmente su apellido y adoptó el de su poeta favorito, Dylan Thomas, arguyendo que “muchos nacemos con el apellido equivocado”. Días después partió a Nueva York, a conocer a su ídolo musical, Woody Guthrie, quien se encontraba ingresado en un hospital psiquiátrico en aquella ciudad.

En la película Inside Llewyn Davis, el personaje central, un músico comprometido solamente con su obra, en lo que es un hecho ficticio muy basado en la realidad, consigue un gig en The Gaslight Café, un legendario club frecuentado por Allen Ginsberg y Jack Kerouac, entre otros miembros de la Generación Perdida, pero minutos antes de subir al escenario, alguien lo llama a un callejón, es un tahúr que viene a cobrar una deuda. Llewyn Davis no tiene ni donde caerse muerto y sufre una paliza que le impide tocar. Se oye por los micrófonos el anuncio de que fue sustituido de improviso por un joven desconocido llamado Bob Dylan.

Algo de eso sucedió, pero es difícil saber exactamente como fueron las cosas. Lo cierto es que ahí conoció a Ginsberg, quien fue un padre literario para él (a Ginsberg le gustaba mucho cantar sus poemas y crear un espectáculo musical alrededor de ellos) y luego a Joan Baez. El resto es historia conocida.

Puedo entender que muchas personas piensen que hay otros escritores más merecedores del premio que Dylan, en definitiva, los premios ofenden más de lo que alaban, ya que no hay un solo escritor mucho mejor que los demás. Puedo aceptar que a mucha gente le parezca que Kundera o Roth se lo merecen por encima de Dylan, no me hubiera disgustado que se lo hubiera ganado alguno de ellos. Puedo ofrecer una lista de candidatos que me parecen tan merecedores quizá como Dylan o Kundera. Yo incluiría a Carlos Germán Belli y a Ricardo Piglia, así como a Julian Barnes, a Claudio Magris, a László Krasznahorkai y a Thomas Pynchon, entre muchos otros. Aceptaría con molestia que se lo dieran a Paul Auster o a Don DeLillo, pero no que digan que Dylan no es poeta.

En 1969 o 1970, a mis impresionables diecinueve años, dos libros de poesía me dejaron una fuerte impresión que todavía dura. Me los enseñó un amigo ya difunto que era un par de años mayor que yo. Uno era Blanco Spirituals del español Félix Grande, ya un poco pasado de moda pero que en una redición reciente contiene otros textos de un poemario amoroso que incluye “Vivir a cara o cruz”, para mi uno de los mejores poemas de amor que jamás se hayan escrito (una cosa me llevó a la otra). El segundo era una antología de poesía americana joven, una edición bilingüe que incluía tres poemas de Dylan. Por mucho que lo he buscado, no he podido volver a toparme con ese libro cuyo título no recuerdo.

Yo había escuchado a Dylan desde muy joven. Ya en 1964 me gustaban muchas de sus canciones. Como yo hablaba bastante inglés desde temprano, pensé que entendía muy bien todas sus letras. Falso. En el libro mencionado, estaban “The Times They Are A-Changin’” y “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, dos canciones a las cuales no le había prestado mucha atención musical. Ahí fue cuando me di cuenta de que Dylan era, ante todo, un poeta. Comprendí por primera vez el verdadero significado de sus canciones y me di a la tarea de buscar la letra escrita de tantas otras que ya conocía, pero que en realidad no conocía.

Antes de negarle a Dylan la condición de poeta, siéntese a leer tranquilamente, si pueden, preferentemente en inglés (la mayoría de las traducciones son espantosas excepto por la versión que de “A Hard Rain’s… hizo el grupo español Amaral en 2007), Mr. Tambourine Man, Like A Rolling Stone, Blowin’ In The Wind, All Along the Watchtower, Positively 4th Street, The Times They Are A-Changin y A Hard Rain’s A-Gonna Fall y después reconsideren. Tiene muchos otros poemas extraordinarios.

Al premiar a Dylan, la academia sueca ha premiado a un poeta mayor y a toda una tradición literaria americana.


Roberto Madrigal

Monday, October 10, 2016

Adiós al cronista de las generaciones y las causas perdidas


No voy a extenderme en discursear sobre la importancia de Andrzej Wajda en el cine mundial. Ya hay centenares de artículos al respecto con motivo de su reciente muerte, a los 90 años. Solo añadiré que fue un director convencional que se distinguió por su identificación con la temática que tocaba. Un hombre implicado con sus creencias que se dedicó a hacer un cine muy polaco, pero que dada su maestría artística trascendió los límites argumentales sin necesidad de innovaciones formales.

A Wajda le tomó mucho tiempo ser reconocido junto a los maestros clásicos como Bergman, Fellini y Hitchcock, pero finalmente llegó al Olimpo. Colaboró con las nuevas generaciones de cineastas polacos y les dio impulso, ya que trabajó con Skolimovski y Polanski. Los directores polacos de estos días reconocen su influencia. Fue un artista comprometido en el sentido más estricto de la palabra. Sorteó la censura estalinista tras engañarla con su primer filme Generación, que aunque parecía presentar la línea del partido, destacaba detalles que pasaron desapercibidos a los censores. A partir de ahí, su cine fue parte de sus convicciones políticas.

Wajda fue, ante todo, un narrador. La forma en que narra y lo que narra fue lo que lo distinguió del resto de los cineastas polacos de su momento. Fue un creador de iconos. Moldeó además los personajes a su imagen y semejanza, como un dios.

La primera impresión de Wajda, la que me marcó para siempre con su cine, la tuve a una edad en la cual no estaba preparado para entender nada de cine ni de arte. Yo era un adolescente de unos catorce años, ignorante y atrevido, cuando fui a ver Cenizas y diamantes. Maciek me marcó.

Interpretado por Zbignew Cibulski, el personaje de Maciek representó para mí la encarnación de la contracultura, que se me antojaba el instrumento más importante para contrarrestar el bombardeo ideológico que sufría por aquellos años que ahora muchos, en su lamento bolchevique, rememoran como años de gloria y odisea, pero que a mí se me antojaban ya como de represión y de uniformidad forzada.

Maciek era un Meursault más cercano (aunque yo todavía no sabía quién era Meursault ni Camus). Era un Jim Stark más cercano a mi realidad (aunque yo vi Rebelde sin causa de muy pequeño y por entonces no la había entendido bien). Con su jacket de cuero, sus gafas oscuras y su peinado alborotado, representaba para mí la rebelión de Dylan, los Beatles y los Rolling Stones, aunque en realidad, ya que la película fue filmada en 1958, se acercaba más a la Beat Generation de Ginsberg, Kerouac y Burroughs, la que yo conocería mucho después. Es curioso como los símbolos se plantan y después se mezclan con recuerdos y visiones aún no vividos.

Maciek fue un luchador antinazi que perteneció al Ejército Nacional polaco (Armia Krajowa), que fue el brazo armado del “Estado secreto polaco”, un grupo anticomunista cuya sede se encontraba en Londres y que fue el mayor grupo de resistencia antinazi en Polonia. El primer día de la paz (o el último de la guerra), a Maciek se le encomienda matar a un comunista que viene a tomar el poder en un pueblo polaco. Wajda retrata al comunista como un hombre sufrido y comprensivo, pero Maciek cumple su misión y luego huye. Al ver policías por todas partes, se ataca de pánico y trata de huir. Los policías, sin saber quién era, lo matan por sospechoso. En un par de secuencias Wajda fue capaz de sintetizar el drama polaco y la coyuntura que se crea cuando desaparece el enemigo común. Wajda perteneció al Ejército Nacional polaco. Maciek es una especie de alter ego. También hay que reconocer que el argumento está basado en una novela del extraordinario Jerzy Andrzejewski.

Cibulski, un gran actor que fue casi una creación de Wajda, fue el James Dean del este. Como Maciek, que muere en el filme tras asustarse y comportarse de forma impulsiva, el actor murió, en un gesto impulsivo dominado por la prisa,  tratando de saltar entre dos trenes, aporreado sobre las vías férreas, antes de cumplir los cuarenta años. De alguna manera Rebelde sin Causa, Cenizas y diamantes, Cibulski, Wajda y James Dean quedaron para siempre como quíntuples siameses en mi memoria. Por supuesto, sentí la muerte de Cibulski mucho más que la de James Dean.

Años más tarde fue que pude volver a ver Cenizas y diamantes y entonces apreciarla en toda su dimensión artística, y a Maciek, y a Cibulski y a Wajda. Vi muchas otras películas de Wajda y por mis afiliaciones ideológicas también me impactó Hechiceros inocentes. Vi muchas más, unas me gustaron y otras no. Nada me dejó huella como Maciek. Hasta que llegó Katyn.

Resulta que Wajda perteneció a una generación perdida y se dedicó a hacer su crónica cinematográfica. Katyn cierra el círculo porque el padre de Wajda, un oficial polaco, fue asesinado en el bosque de Katyn por los militares soviéticos en un hecho que por muchos años se le adjudicó a los nazis. Una de las primeras escenas de Katyn resume la experiencia vital que marcó a Wajda. En un  puente se cruzan dos turbas de refugiados, una grita: “Ya los nazis ocuparon la ciudad”, mientras los que vienen huyendo en sentido contrario replican:”los soviéticos llegaron a nuestro pueblo” y cada grupo sigue su camino a la extinción en sentidos opuestos.

La mía es también una generación perdida, aprisionada entre un mundo que se derrumbaba y un desastre que se aproximaba. Quizá por eso voy a extrañar tanto a Wajda y a Maciek, su creación, como me dolió la muerte de Cibulski en su momento.


Roberto Madrigal