Como una Cenicienta a la inversa, al dar las campanadas de la medianoche es cuando se le aparece a Gil Pender, en una esquina de Paris, el carruaje que lo transporta a la realización de su nostalgia, de sus evocaciones literarias.
Tras unos pre-créditos que parecen una sucesión de hermosas postales parisinas que bien pudieron haber sido financiados por el ministerio de turismo francés y un preámbulo en el que se nos muestra la precaria relación que existe entre Gil Pender (Owen Wilson) y su prometida Inez (Rachel McAdams), quienes poco antes de su futura boda acompañan a los padres de ésta en un viaje de negocios a Paris, Woody Allen nos adentra con cierta lentitud en el mundo lleno de frustraciones de su alter ego Gil a quien este peregrinaje se la hace más insoportable con la aparición de la pareja que conforman Paul (Michael Sheen), un ex-compañero de estudios de Inez, quien más adelante confiesa haber estado muy enamorada de él, y Carol (Nina Arandia), su infatuada novia. Harto de acompañar a sus suegros en salidas de compras o comidas en restoranes lujosos, y de tener que soportar la pedante actitud de Paul en visitas a museos y al palacio de Versailles, Gil opta por separarse del grupo y caminar la noche de Paris en solitario, pues a él, como a Vallejo, también le gusta Paris con aguacero.
Perdido, sentado en los escalones de una calle, esperando alguna iluminación, Gil ve llegar un elegante Peugeot de los años veinte y es invitado a montar por unos individuos elegantemente vestidos como en los roaring twenties. Gil, hay que anotar, es una variante californiana del prototípico intelectual neoyorquino de todas las películas de Allen (en una entrevista reciente dice él mismo que tuvo que rescribir el personaje principal porque no encontró a los actores que quería y cuando aceptó a Owen Wilson, éste le daba la impresión de ser un tipo que se pasaba la vida haciendo surfing). Esta vez su otro yo es un guionista radicado en Hollywood que ha logrado gran éxito financiero por sus guiones de películas banales y connvencionales, pero su gran proyecto es una novela inacabada, la cual no está seguro pueda hacer. En un momento determinado su futura suegra le dice que acaba de ver una película americana muy entretenida, de esas que no te hacen pensar, completamente estúpidas, y él le dice: “Como las que escribo yo”.
Una vez que todos llegan a una fiesta, que a Gil le parece ser un baile de disfraces, escucha a alguien tocando una pieza de Cole Porter al piano, cantándola al estilo de Porter y con una gran similaridad a Porter. Entonces tropieza con una chica llamada Zelda a la cual se le acerca su esposo Francis. Gil, incrédulo aun, les comenta la coincidencia de nombres de la pareja, pero ellos se presentan con seriedad como Francis Scott Fitzgerald y Zelda Fitzgerald, que entonces, aburridos de la fiesta, lo llevan a un bar a conocer a Hemingway. Aquí ya Gil se da cuenta de que está en otra dimensión, que se ha pasado al otro lado del espejo y entonces comienza esta agradable pero muy benévola sátira alleniana sobre la seducción de la nostalgia, el miedo a la libertad y la fabulación de los mitos. A contrapelo de la famosa frase acuñada por Scott Fitzgerald sobre los ricos, Allen parece querer decirnos que los idolatrados artistas famosos son “gente como nosotros”. Gil realiza varias incursiones al pasado y se encuentra, entre otros, con Dalí, Man Ray, Picasso, Buñuel, Gertrude Stein y Matisse. Entre todos ellos, se tropieza con un personaje ficticio, Adriana, encarnado por Marion Cotillard, que fue supuestamente amante de Braque, Modigliani, Picasso y Hemingway y de la cual Gil se enamora y con la ventaja de sus saltos al futuro, logra establecer una relación con ella. Pero Adriana es a su vez, una nostálgica de la Belle Epoque y en otro giro a través del espejo dentro del espejo, terminan en el Moulin Rouge, donde encuentran a Lautrec, a Degas y a Gauguin. Adriana decide entonces quedarse aquí y Gil regresa primero a su nostalgia, en donde descubre los elementos que le hacen remediar su situación sentimental en el tiempo presente.
La película está ingeniosamente escrita y la entrada al pasado resulta muy creible. Los diálogos están repletos de alusiones culturales e intertextuales, muchas de las cuales, como cuando Gil le sugiere a Buñuel el argumento de lo que va a ser El angel exterminador, que a este último le parece absurdo, resultan divertidas. Pero esta comedia amable, de un Allen ya sin garra, que trata de recuperar a su público, constituido ahora por burgueses empantuflados, a través de actores y locaciones extranjeras, desperdicia las oportunidades de dar un poco de trascendencia a los temas que toca, cayendo además en un martilleo explicativo, en busca de convencer al más ignorante de la audiencia, cayendo en didactismos baratos y cediendo a la tentación de hacer bromas pedestres y muy trilladas sobre el Tea Party, el partido republicano y las diferencias culturales entrre franceses y americanos. Una pequeña pataleta político-filosófica.
Las actuaciones son excelentes, con breves apariciones de reconocidos actores, que representan la “supuesta intelligentsia hollywoodense” como Adrien Brody y Kathy Bates. También actúa brevemente la Primera Dama francesa, Carla Bruni. La fotografía, aunque demasiado postalita para mi gusto, es muy efectiva. La música es muy agradable y el final es feliz. Es cierto que las buenas comedias deben aparentar intrascendencia, no obstante siempre plantean interrogantes debajo de su superficie frágil y ligera, pero en este filme Allen comete el error de merodear grandes temas que pudieron ser mejor tratados sin necesidad de perder levedad o ironía y que se pierden en sus a veces excesivas alusiones culturales y sus rabietas políticas.
Midnight in Paris (E.U.A.-Francia-España 2011). Guión y dirección: Woody Allen. Fotografía: Roger Arpajou. Con: Owen Wilson, Rachel McAdams, Michael Sheen, Kurt Fuller y una larga lista de actores secundarios, algunos bien conocidos en breves apariciones. De estreno en todas las ciudades de los estados Unidos.
Roberto Madrigal
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