Toto, mi perro, murió ayer. Vivió con nosotros desde agosto de 1998, cuando apenas era un cachorrito de cuatro meses y fue mi primer perro. Tenía artritis y ya no se podía parar. Fue necesario sacrificarlo. Se me fueron, entre otras cosas, mas de diez mil paseos por los mismos rincones. Constituían su momento de libertad, y yo le dejaba hacer lo que quisiera, aunque siempre iba por los mismos lugares y se detenía ante los mismos árboles. Nadie puede saber cuánto lo quise, bueno, mi esposa y mi hija lo saben y ellas también lo quisieron. No quiero caer en la letanía cursi de todos los dueños de animales y comenzar a alabar la inteligencia de Toto con ese lenguaje de lirismo desmedido que adoptan con cursilería la mayoría de los epitafios. Siempre me burlé de las idioteces en las que caen todos los que tienen perros cuando hablan de ellos, de cuánto los extrañan, de cuán inteligentes son y narran sin cesar y sin consideración con el prójimo todas sus proezas cotidianas. Eso fue asi hasta que me convertí en un idiota más.
Sólo quiero despedirlo señalando algo que me llamó la atención siempre en él. No sé si venía escrito en su milenario código genético o si todos los perros son asi, no soy experto en animales. Lo cierto es que siempre que tenía que escoger entre la comida o un paseo, optaba por el paseo. Prefería ese momento de libertad en el cual quizá se imaginaba cruzando las alturas tibetanas por donde paseaban sus ancestros (era un Chow Chow mulato), creyéndose un bravo guardián cuando espantaba a cuanta ardilla, conejo o venado se atravesaba en su camino. Necesitaba de esos minutos en los cuales no era el animal doméstico que no puede ejercer sus instintos.
Me pregunto a dónde han ido a parar nuestros instintos. Pocos seres humanos escogen libertad antes que alimento.
Adiós Toto. Gracias por los casi trece años y por esta pequeña lección.
En memoria de Toto (Abril de 1998-3 de junio de 2011)Roberto Madrigal
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