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Friday, September 23, 2011

La viuda, el ajedrecista y el dictador

Gracias a Nicolás Lara, a Jesús Suárez y a Béla Tarr

Todo el mundo sabe cómo murió José Raúl Capablanca. Observaba una partida de ajedrez en el Manhattan Chess Club de Nueva York, el 7 de marzo de 1942, cuando sufrió un derrame cerebral. Lo llevaron de urgencia al Mount Sinai Hospital y sin jamás recobrar el conocimiento, murió al día siguiente. De su viuda, casi no se habló mas.
Olga Chubarova nació el 23 de septiembre de 1898, en la Transcaucasia y se crió en Tbilisi, la capital de Georgia. Decía ser de la aristocracia rusa, pero sus orígenes son nebulosos en el mejor de los casos. Algunas referencias mencionan que era descendiente de una línea de militares rusos de alta jerarquia que formaron parte del ejército zarista desde los tiempos de Iván el Terrible. Los archivos caucásicos son muy poco fiables. Se sabe que cruzó, junto con los remanentes del Ejército Blanco del General Piotr Wrangel y los fugitivos aristócratas y profesionales que se hallaban en Crimea, hacia Constantinopla, donde en 1920 se casó con un militar de la Caballería Blanca, apodado Chagodaev y de quien se cuenta que era un príncipe descendiente de Genghis Khan. Al morir éste, Olga heredó el título de princesa.
Conoció a Capablanca en Nueva York, en la primavera de 1934, unos dicen que en una fiesta en el consulado cubano y otros que en una fiesta en casa de una amiga de Olga. Lo cierto es que de ahi en adelante fueron inseparables, escandalizando a algunos en la alta sociedad en que se movian, pues Capablanca no se divorció de su primera esposa Gloria Simoni hasta 1938, cuando finalmente formalizó su relación con Olga. Viajaron por todo el mundo rodeándose del mas selecto jet-set de la época (Capablanca tenía una botella en el ministerio de relaciones exteriores, que se la había quitado Machado, pero que le fue restablecida por Batista), contando entre sus amigos a Andrés Segovia, al presidente francés Paul Lebrun y al argentino, Roberto María Ortiz. Olga acompañó a Capablanca a casi todos los torneos en los cuales participó desde 1935.
Tras enviudar, continuó viviendo en Manhattan, donde un tiempo después se casó con un hombre mucho mas joven, cuyo nombre no aparece en ninguna fuente, pero quien aparentemente fue campeón olímpico de remos. En 1967 se casó con el Almirante Retirado Joseph James Jocko Clark, que en aquel momento era gerente de una compañía de construcción y de inversiones y de quien enviudó en 1971.
Parece que continuó gastando su dinero, porque en los años ochenta, el escritor Edmund Winter  se reunió con ella para ayudarla a escribir sus memorias y Olga estaba muy interesada en vender algunos documentos de Capablanca por sumas bastante elevadas. Winter trató de ayudarla a vender los objetos y se se siguieron viendo para continuar en la redacción del libro. Para los documentos, no hubo compradores.
Olga Capablanca escribió algunos artículos interesantes sobre el ex-campeón mundial. Publicó en Chessworld (1964) y en Town and Country (1945). Escribió el prefacio de las Ultimas lecciones de Capablanca para la edición de neoyorquina de 1966.
Contó cientos de anécdotas, a quien la oyera, sobre las andanzas y peculiaridades de su difunto esposo. Dos de ellas me llamaron la atención en particular. La primera ha sido referida por varios especialistas, entre ellos Allen Kaufman y Gennadi Sosonko. Narraba Olga que una vez en Paris, en 1938, el gran maestro Savielly Tartakower los visitó en el Hotel Regina, donde residían, e invitó al “Capa” a jugar una partida informal, pero éste le respondió que él nunca tuvo un juego de ajedrez en su casa. Tartakower tuvo que buscar uno suyo y supuestamente jugaron una partida muy buena, cuyas anotaciones Olga trató de vender por diez mil dólares, en 1987.
La segunda anécdota se remonta al torneo de Moscú de 1936. A mediados de la contienda, Stalin vino a ver jugar a Capablanca y lo hizo primero escondido detrás de unas cortinas. Un rato después de observarlo con detenimiento, pidió que le llevaran al maestro para conocerlo personalmente. Stalin le preguntó lo que pensaba del torneo y Capablanca le respondió que era horrible, porque los jugadores soviéticos hacían trampas, perdiendo a propósito con Botvinnik, entonces el elegido de Koba, para que éste le ganara el torneo a Capablanca. Stalin se sonrió y le aseguró que eso no volvería a suceder. Capablanca ganó el torneo.
Las memorias que Olga iba a escribir con Winter quedaron sólo en unas cuarenta páginas. El trabajo se interrumpió con su muerte neoyorquina el 24 de abril de 1994. Legó todos los archivos de Capablanca al Manhattan Chess Club. De la afición de Stalin por el ajedrez, no se sabe mucho, sólo quedan rumores.

Roberto Madrigal

Saturday, September 17, 2011

Encuentros episódicos con un cineasta maldito

Creo que fue a finales de 1971 cuando conocí a Glauber Rocha. No puedo estar seguro de la fecha exacta porque cuando uno vive y disfruta el instante no piensa en la posteridad.
Por aquella época era el buque insignia no sólo del Cinema Novo brasileño, sino de todo el cine latinoamericano. Reverenciado en los círculos vanguardistas de Europa y Estados Unidos, elogiado al extremo por Godard, Pasolini y Antonioni, aclamado en las páginas de Cahiers du Cinema y de Cineaste y premiado en los festivales de Cannes y Locarno. Su cine era estéticamente innovador, pero cargado de un contenido político e ideológico de extrema izquierda. En Cuba habíamos visto ya para entonces Barravento, Dios y el diablo en la tierra del sol, Tierra en trance y Antonio das Mortes, este último fue el filme que dividió nuestras opiniones sobre Rocha. Para unos demasiado godardiano, para otros demasiado comercial, para otros un verdadero logro artístico sin precedentes y para otros, algo incomprensible y gratuitamente tedioso.
Ya un amigo que lo había conocido azarosamente unos días antes me había hablado de su accesibilidad. Esta era su primera visita a Cuba y lo extraño era que, dadas sus inclinaciones ideológicas, no hubiera ido antes. Fue a la salida de la cinemateca, después de haber visto La madre, de Pudovkin, parte de un ciclo de cine soviético de los años 20, cuando nos cruzamos en el lobby. Tal y como me lo había descrito mi amigo, vestía una camisa blanca de mangas cortas desabotanda casi hasta el ombligo y un par de jeans gastados. El pelo rizado, abundante y al estilo afro, o, como siempre lo llamábamos: spectrum. La sesión no estuvo muy concurrida y lo identifiqué verbalmente. Era un riesgo, pues “contacto con extranjeros” era considerado un delito y yo no me fijé quién andaba por los alrededores. Yo tenía una situación bien precaria en la escuela de Psicología y cualquier pequeño faux pas podía significar mi expulsión definitiva (ya lo había sido provisionalmente). Pero no me importaba. Hacía rato que había quemado mis naves. Inmediatamente se involucró en un diálogo caluroso. Se sorprendió de mi interés por ese tipo de cine y tras hablar un rato bajo la marquesina de la cinemateca, cruzamos hacia el Loipa, a sentarnos en una mesa y seguir descargando de cine. Era un tipo repleto de convicciones estéticas e ideológicas pero a la vez capaz de escuchar atentamente las opiniones de un mocoso ignorante como yo. Lo cual no queria decir que mis opiniones le hicieran ninguna mella. No creo que hubiera dos seres más distantes ideológicamente. Me contó el proyecto que lo había llevado a Cuba. Se había enfrasacdo en el montaje de un documental sobre la influencia africana en la cultura brasileña, pero en su investigación descubrió las similaridades entre esas influencias en Brasil y en Cuba y habia decidido expandir su proyecto. Hablaba entusiasmado del apoyo que le habían dado Alfredo Guevara y Tomás Gutiérrez Alea y se encontraba fascinado con las religiones afrocubanas. Me dijo, mas bien me exigió, que no me podia perder Tierra, de Dovzhenko, que se pondría a la semana siguiente y nos despedimos.
Nos volvimos a encontrar a la salida de Tierra y no podía creer que no me había gustado. Fuimos a comer algo a La Pelota, donde intentó convencerme de las bondades del filme y asi hablamos por un par de horas. Nos vimos después a la salida de Huelga, de Eisenstein y de ahi fuimos a la piloto de 23 y 16, donde se sacó del bolsillo de lo que yo sospechaba que era la misma camisa que vestía en cada ocasión, un pito de marihuana y me preguntó si quería. Yo nunca he fumado pero además ahi sí que, asustado, le dije que en ese lugar eso sólo nos podía traer problemas, sobre todo a mi. Guardó el cigarro y seguimos conversando, cartón de cerveza por medio. Se rió muchísimo cuando le comenté que a Los días del agua, la peliculita de Manuel Octavio Gómez, la habiamos rebautizado como Antoñica das Mortes por las obvias influencias que eran casi plagios formales. Seguía entusiasmado con su proyecto de documental. Me dijo que tenía que ir a Londres para editar unos materiales pertinentes a éste. Lo vi unos meses después a la salida de una proyección de La Terra Trema, de Visconti (recuerdo las películas, pero no los meses). El ánimo le habia cambiado. Nos sentamos a comer pizza en Cinecitá (ahora que lo pienso, todos nuestros encuentros tuvieron al cementerio de Colón como testigo). Estaba furioso, desencantado y harto de los funcionarios del ICAIC. Me contó que a medida que se metía mas en investigar las religiones afrocubanas, mas obstáculos le imponían a su trabajo, sobre todo Guevara y Julio Garcia Espinosa. Me dijo pestes de Gutiérrez Alea, por quien se sentia traicionado. Finalmente me dijo que se tenía que ir y que el ICAIC le habia prohibido que se llevara una cantidad de materiales bastante grande que consideraba imprescindible para su proyecto. Nos despedimos después de mas de tres horas de charla. No lo vi mas.
Su proyecto nunca se completó. Gran parte de sus ideas al respecto se reflejaron en Historia del Brasil y mas tarde en su último filme, Las edades de la tierra. Supe mucho despues que sufrió un giro ideológico tajante. Se enemistó con Godard y con Pasolini por sus posiciones politicas y llegó a decir que los militares brasileños, sobre todo el general Geisel, eran la verdadera esperanza de su país. Perdió el apoyo financiero de la izquierda y nunca consiguió el de la derecha. Murió en 1981, a los 42 años de edad. En esos cuatro encuentros aprendí de cine como nunca antes ni despues.
Curiosamente, al buscar datos en la internet para escribir este texto, me tropecé con una nota aparecida en Le Monde, el 28 de agosto de 2011, en el cual se anuncia la publicación en Cuba de un “pequeño libro” escrito por Jaime Sarusky (Premio Nacional de Literatura de 2004) sobre la estancia en Cuba de Rocha de 1971 a 1972. La nota habla de su obsesión con el proyecto de documental del cual Rocha me habló y añade: “Confiado en su amistad con Alfredo Guevara...Glauber esperaba encontrar el apoyo necesario en La Habana, ya que copmpartía, o creía compartir, las posiciones de la revolución cubana...esta etapa habanera estuvo repleta de malentendidos que Sarusky...atribuye a las diferencias de personalidad entre el brasileño y los cubanos...” pero añade la nota que: “La explicación debe encontrarse en la incompatibilidad entre la efervescencia de las ideas de Glauber y una sociedad y unas instituciones fijadas en la ideología y la autocensura...”. Al continuar buscando en la red, veo que en La Jiribilla fechada el 30 de julio de 2011 hay una presentación del librito, que me entero es una novela y que se titula Glauber en La Habana, hecha por Reinaldo González, llena de galimatías para evitar decir algo controversial. Parece que Sarusky, que ahora se ha dedicado a la arqueologia cultural, escribiendo textos sobre los suecos en Cuba, el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC y Pablo Menéndez (mas conocido como “el hijo de Barbara Dane”), ha decidido rescribir un pequeño capitulo de la historia cubana para evitar que algún día la verdad salga a flote. No creo que mi curiosidad me lleve a leer el librito.

Glauber Rocha (Vitoria da Conquista, Brasil, 1939- Rio de Janeiro, Brasil 1981). Filmografía: Patio (1959), cortometraje; Cruz na Praca (1959), cortometraje; Barravento (1961), largometraje; Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), largometraje; Amazonas (1965), cortometraje; Maranhao 66 (1966), cortometraje; Tierra en trance (1967), largometraje;  1968 (1968), cortometraje; El dragón de maldad contra el santo guerrero o Antonio das Mortes (1969), largometraje; Cabezas cortadas (1970), largometraje; El león de siete cabezas (1970), largometraje; Cáncer (1972), largometraje; Historia del Brasil (1974) largometraje; Las armas y el pueblo (1975), largometraje; Claro (1975), largometraje; Di-Glauber Rocha y Di Cavalcanti (1977), cortometraje; Jorjomado no Cinema (1977), largometraje; Las edades de la tierra (1980), largometraje.

Roberto Madrigal

Saturday, September 10, 2011

Paisaje mucho después de la batalla

Un camionero, del cual sabemos y sabremos muy poco, comienza el día sin despedirse de una mujer triste que puede ser su novia, su esposa o una fugaz acompañante. Durante su recorrido toma un camino equivocado y a partir de ahi se tropieza con una realidad cotidiana a la cual se asoma con el ojo del asombro. Tras escapar de un punto de control en el cual los guardias se aprovechan de todos a quienes detienen para obtener dinero o favores sexuales, Georgi (Victor Nemets) se adentra en una Ucrania profunda que le es desconocida. Se encuentra con campesinos harapientos de una rapacidad desmedida y decide pasar la noche en medio de un terreno yermo de cuya oscuridad aparecen ladronzuelos ordinarios que con un golpe de roca lo dejan inconsciente para luego darse cuenta que lo único que transporta es harina, lo cual les resulta inservible. Una campesina ya madura lo rescata y lo lleva a su casa, donde permanece en estado catatónico por varios días (¿o semanas?). Por las noches, ella combate su soledad violando al inerte Georgi. La mujer vende la depauperada casa y por esos campos queda en su marasmo Georgi, quien cae en manos de diferentes personajes que han aparecido y reaparecido durante la trama. Finalmente, su viaje regresa al punto inicial mientras acompaña a un camionero que lo recoge y en el punto de control, al observar una escena de abuso criminal, toma un arma y dispara contra todos los presentes, victimas y victimarios. Es su primera reacción para luego adentrarse en la oscuridad de la carretera hasta confudirse con la negrura de la noche, caminando hacia el vacío.
Esta es la historia central de My Joy (2010), que engloba otra historias de carácter alegórico y que suceden durante la Segunda Guerra Mundial. Son historias breves, sin mucha conexión con la trama central del filme y que hacen su entrada sin aviso narrativo. En una de las mejores, un maestro rural de características tosltoianas, quien vive solo con su hijo, monserga, mientras les da de comer a un par de soldados rojos, sobre su esperanza de que los alemanes, con su elevada cultura, finalmente se ocupen de arreglar los problemas de la Unión Soviética. Un poco más tarde los soldados, que han pasado la noche en casa del maestro, lo asesinan mientras duerme, para robarle y regresar al frente.
Con su primer largometraje de ficción, Serguei Loznitsa (Belarús, 1964) quiere llevar al espectador por lo más espeluznante del paisaje diario de la ex-Unión Soviética actual. Los personajes causan horror por lo comunes y ordinarios que son. Son aquellos con quienes parece que uno se puede atravesar a cada paso en la Ucrania rural de hoy. Con los argumentos marginales que intercala pretende dar a su trama una dimensión no sólo mas universal, sino que también marca este presente como un destino heredado del cual es imposible salir. Los personajes no luchan por cambiar su entorno, simplemente tratan de subsistir y esa es su única regla ética. Nadie está a salvo.
Loznitsa vive en Alemania desde 2001. En su estilo hay muchos elementos del cine de Sokurov, sobre todo de la relativamente reciente Alexandra (Rusia 2007). La película es muy interesante y hecha sin concesiones comerciales, aunque al principio molesta un poco la excesiva ingenuidad del personaje central, lo cual hace obvio que está siendo manipulado con un propósito inexorable. Su larga experiencia como documentalista se expresa en las diferentes imágenes en la feria de un pueblo, en el tranque en una carretera y en las tomas panorámicas, siendo uno de los elementos que le da fuerza dramática a la película. Lo que se nos presenta es un paisaje desolado y desolador cuyos personajes están atrapados en una indolencia desmoralizada y que veinte años después de la caida del ancien régime han sido incapaces de borrar definitivamente su pátina y echar a andar con zapatos nuevos. Para Loznitsa, el dilema ruso que planteaba Tolstoi en el “baile de Natasha” entre la inclinación europeizante y el alma asiática, se ha resuelto en favor de la segunda, pero representando sólo su aspecto bárbaro y no su vitalidad emocional.

My Joy. Co-producción germano-ucraniana-holandesa, 2010. Director y guionista: Serguei Loznitsa. Con: Victor Nemets, Vlad Ivanov, Vladimir Golovin, Maria Vargami y Olha Shuvalova.
La película no ha encontrado distribución en Estados Unidos y dado su limitado atractivo comercial, es poco probable que la encuentre. Aquellos que posean un reproductor de discos digitales sin límites de región, pueden obtener el DVD a través de E-Bay y otros sitios de la red.

PD. Pensaba hacer una reseña sobre Habanastation (Cuba 2011), la película de Ian Padrón que recién se estrenó en Miami y hace ahora el circuito festivalero, pero me pareció tan mala que no creo que valga la pena. Esta manida película telenovelesca, ha sido presentada como “disidente” porque presenta disparidad social en Cuba. No veo nada nuevo ahi, películas como Los dioses rotos, Perfecto amor equivocado y Aunque estés lejos, entre otras, han mostrado esos elementos de manera clara. De hecho, en esta almibarada cinta repleta de personajes agradables, los representantes del poder son todos figuras positivas que resuelven favorablemente y hasta con amor, situaciones difíciles para otros personajes. La peliculita se puede resumir en pocas palabras: es una sainetización de El Príncipe y el mendigo, narrada al estilo de Pelota de trapo, sólo que aquí al mendigo no le toca ir a palacio, no queda ni rastro de Mark Twain y Armando Bo no está en el elenco.

Roberto Madrigal

Saturday, September 3, 2011

¿Retratos de la postnueva clase?


Presentado por la prensa con mas platillo que bombo como: “Un nuevo libro de fotos que muestra a los hijos de Fidel y el Che viviendo en Cuba a todo lujo” (Miami New Times) o como un libro de fotos “de la otra Cuba...que contradice el discurso gubernamental de un país sin clases privilegiadas ni clases sociales” (The New York Times), el libro del fotógrafo Michael Dweck, Habana Libre, es mucho menos que eso y en realidad muestra bien poco.
Dweck (Brooklyn, 1957) es un fotógrafo bastante reconocido, que exhibe sus fotos en galerías de Nueva York, Los Angeles, Londres, Hamburgo y Tokío, y cuya obra se vende por un mínimo de cinco cifras cada una. Graduado de Bellas Artes del Pratt Institute de Brooklyn, luego cursó estudios en The New School for Social Research con el artista James Wines y el especialista en semiótica Marshall Blonsky. Abrió su agencia de publicidad en 1993 y llegó a ganar el León de oro del Festival Internacional de Publicidad de Cannes. Luego cerró su compañía en 2001, para dedicarse por entero a la fotografía. Nada de esto se refleja en su libro.
Desde el punto de vista estético, no hace falta ser un especialista para darse cuenta que las fotos de este libro son bastante malas. Los juegos de luces no están bien resueltos, las posibilidades de las relaciones figura-fondo no están bien explotadas y siempre se salva un poco uno en detrimento del otro. La composición no tiene nada original y se nutre del cliché, el lugar común, el estereotipo y el macarronismo. No hay audacia en ninguna de las 234 fotos. Por otra parte, carece de concepto, no hay apenas algo que unifique temáticamente las imágenes.
El autor evita la panorámica y favorece un intimismo de medio pelo en la mayor parte de las fotos, por lo que como resultado, éstas pudieron ser tomadas en La Habana lo mismo que en Rawalpindi, nada queda definido por su entorno. En este libro no hay nada que precise algo sobre “la realidad cubana”. Al menos desde el punto de vista visual. Jóvenes abrazados, amantes en cuerpo a cuerpo, mujeres desnudas en habitaciones de hotel o apartamentos de diseño indefinido que pudieran ser el de cualquiera, en cualquier lugar del mundo, muchachas y muchachos que rien mientras beben, Laura de la Uz que canta en El Gato Tuerto, pero que pudiera ser Diana Krall en The Blue Note y un tabaco por aquí y otro por allá para quizá dar un toque local. Ni siquiera la luz deja entrever la ubicación. La luminosidad es opaca, eludiendo la definición. Para dar color folclorico acude a Tropicana y a La Maison.
Para entender el propósito del libro (cuya idea dice Dweck surgió en un viaje que hizo en 2009 y luego fue ocho veces más a la isla para completar el proyecto), hay que remitirse a los textos, lo cual dice mucho de la pobreza de un libro de fotografía. En su introducción, Dweck no solo acude al lugar común de que “hay felicidad en Cuba...los cubanos deben ser la gente mas ingeniosa del planeta”, sino que, contrario a todo lo que se sabe, espeta que “...acabado de llegar al poder en 1959, Fidel Castro señaló su interés en promover la cultura cubana...hoy en dia la cultura es rica y motivo de orgullo”.
Esto último sólo lo puede decir un ignorante o un malintencionado (o alguien que es ambas cosas). Con respecto a la felicidad, no sé por qué la gente se piensa que porque hay represión y dictadura uno se pasa las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana con la cara seria y sufriendo su tragedia. Yo mismo debo de confesar de que por mucho que siempre detesté el sistema y por mucha penuria que pasé, me divertí muchísimo en Cuba, es mas, nunca me he divertido tanto en otra parte. Eso se llama instinto de supervivencia, algo que, por suerte para ellos, está muy lejos de la mente americana, que tienen que inventarse programas televisivos sobre cómo sobrevivir en islas salvajes (quizá como Cuba).
Luego están las entrevistas con algunos de los fotografiados. Redactadas como textos que empatan las respuestas sin develar las preguntas. Las declaraciones de Camilo Guevara y de Alejandro Castro son un teque clásico, convencional y anémico a las cuales no es necesario prestar atención. Lo intrigante (y repelente) son las declaraciones del cineasta Pavel Giroud, que se envuelve en galimatías como: “En Cuba,el poder influye en el arte como en cualquier otra parte...como en cualquier parte, hay artistas que llegan a la cima y artistas que se mueren de hambre”. Por supuesto, el hipócrita de Giroud omite mencionar cómo se decide en un sistema totalitario y centralizado, quién triunfa y quién no. También las del músico Kelvis Ochoa quien dice: “A los 26 años me mudé a Madrid y viví allí por doce años, pero regresé porque éste es el mejor lugar en el cual puedo estar...” olvidando mencionar que quizá el motivo de su regreso fue el desastre musical y financiero que resultó Habana Abierta, el grupo al cual pertenecía y al cual Natalio Chediak le produjo el compacto Boomerang, muy vendido entre sus amigos. O las de la ¿artista? y modelo Rachel Valdés, que habitando un país tan miserable, dice que en su primera exhibición “...La dulce vida me dediqué a explorar la sociedad de consumo y la cultura de masas” dos fenómenos seguro muy prevalecientes en la sociedad cubana. Los artistas cubanos se presentan como “privilegiados, que viven mejor que el resto del pueblo”, lo cual hasta cierto punto es cierto, pero se nos hace ver que son artistas como lo son millones en otras partes del mundo, comprometidos consigo mismos. Es curioso que Leonardo Padura, uno de los fotografiados, no se atreve a abrir la boca.
Pensé descubrir algunas figuras desconocidas dentro de esta postnueva clase, ver algo del entorno, de la ciudad como personaje, pero nada de eso hay aquí. Para colmo, el libro está lleno de erratas. Entre otras, se refiere varias veces al restaurante/club Don Cangrejo, como Don Congrejo.
Me asombra que a estas alturas se hable de contradicciones porque en Cuba hay privilegiados, contrario al discurso oficial. Lo cierto es que siempre hubo privilegio. Recuerdo que después que las primeras jineteras eran explotadas en los años sesenta por los marineros griegos y chipriotas que se paseaban por La Rampa con una media colgada al cuello, para dársela en pago por servicios y garantizar un segundo día en el cual entregarían la segunda media, el jineterismo se deplazó en los setenta, a pedir botella a los Alfa Romeo y a los Lada, a ver si se podia ligar a un pincho y salir de la miseria, o por lo menos pasar una noche “comiendo jamón y tomando whisky” como sólo en la casa de un dirigente (o de un diplomático) se podía comer y tomar.
Lo único que ha desaparecido en Cuba es el discurso mesiánico, que en su momento sirvió para enarbolar las armas inquisidoras y para que fuera usado como manto protector por los artistas e intelectuales cobardes. Hoy, gracias a las remesas, la riqueza se ha desperdigado un poco mas y la élite no se limita solamente a los dirigentes. Cuando me fui de Cuba hace 31 años, sólo los dirigentes y los macetas (los boliteros), se construían mansiones y compraban carros. Hoy, ya agotado el discurso oficial,  las meretrices intelectuales han perdido su ropaje.
Con respecto a que el libro muestra a los hijos de Fidel y el Ché viviendo a todo lujo, hay que ser bien mojigato para pensar que alguien fumando un tabaco, acompañado de una mujer escultural, en el lobby de un hotel (que puede ser cualquier hotel), indica que está viviendo en el lujo. Esa fastuosidad y suntuosidad en las que de veras viven siguen estando prohibidas para las cámaras, no importa que sea un lente amigo.

Habana Libre. Autor: Michael Dweck. Fotos: Michael Dweck. Textos: William Westbrook. Damiani Editore, Boloña, Italia, 2011.

Roberto Madrigal