Presentado por la prensa con mas platillo que bombo como: “Un nuevo libro de fotos que muestra a los hijos de Fidel y el Che viviendo en Cuba a todo lujo” (Miami New Times) o como un libro de fotos “de la otra Cuba...que contradice el discurso gubernamental de un país sin clases privilegiadas ni clases sociales” (The New York Times), el libro del fotógrafo Michael Dweck, Habana Libre, es mucho menos que eso y en realidad muestra bien poco.
Dweck (Brooklyn, 1957) es un fotógrafo bastante reconocido, que exhibe sus fotos en galerías de Nueva York, Los Angeles, Londres, Hamburgo y Tokío, y cuya obra se vende por un mínimo de cinco cifras cada una. Graduado de Bellas Artes del Pratt Institute de Brooklyn, luego cursó estudios en The New School for Social Research con el artista James Wines y el especialista en semiótica Marshall Blonsky. Abrió su agencia de publicidad en 1993 y llegó a ganar el León de oro del Festival Internacional de Publicidad de Cannes. Luego cerró su compañía en 2001, para dedicarse por entero a la fotografía. Nada de esto se refleja en su libro.
Desde el punto de vista estético, no hace falta ser un especialista para darse cuenta que las fotos de este libro son bastante malas. Los juegos de luces no están bien resueltos, las posibilidades de las relaciones figura-fondo no están bien explotadas y siempre se salva un poco uno en detrimento del otro. La composición no tiene nada original y se nutre del cliché, el lugar común, el estereotipo y el macarronismo. No hay audacia en ninguna de las 234 fotos. Por otra parte, carece de concepto, no hay apenas algo que unifique temáticamente las imágenes.
El autor evita la panorámica y favorece un intimismo de medio pelo en la mayor parte de las fotos, por lo que como resultado, éstas pudieron ser tomadas en La Habana lo mismo que en Rawalpindi, nada queda definido por su entorno. En este libro no hay nada que precise algo sobre “la realidad cubana”. Al menos desde el punto de vista visual. Jóvenes abrazados, amantes en cuerpo a cuerpo, mujeres desnudas en habitaciones de hotel o apartamentos de diseño indefinido que pudieran ser el de cualquiera, en cualquier lugar del mundo, muchachas y muchachos que rien mientras beben, Laura de la Uz que canta en El Gato Tuerto, pero que pudiera ser Diana Krall en The Blue Note y un tabaco por aquí y otro por allá para quizá dar un toque local. Ni siquiera la luz deja entrever la ubicación. La luminosidad es opaca, eludiendo la definición. Para dar color folclorico acude a Tropicana y a La Maison.
Para entender el propósito del libro (cuya idea dice Dweck surgió en un viaje que hizo en 2009 y luego fue ocho veces más a la isla para completar el proyecto), hay que remitirse a los textos, lo cual dice mucho de la pobreza de un libro de fotografía. En su introducción, Dweck no solo acude al lugar común de que “hay felicidad en Cuba...los cubanos deben ser la gente mas ingeniosa del planeta”, sino que, contrario a todo lo que se sabe, espeta que “...acabado de llegar al poder en 1959, Fidel Castro señaló su interés en promover la cultura cubana...hoy en dia la cultura es rica y motivo de orgullo”.
Esto último sólo lo puede decir un ignorante o un malintencionado (o alguien que es ambas cosas). Con respecto a la felicidad, no sé por qué la gente se piensa que porque hay represión y dictadura uno se pasa las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana con la cara seria y sufriendo su tragedia. Yo mismo debo de confesar de que por mucho que siempre detesté el sistema y por mucha penuria que pasé, me divertí muchísimo en Cuba, es mas, nunca me he divertido tanto en otra parte. Eso se llama instinto de supervivencia, algo que, por suerte para ellos, está muy lejos de la mente americana, que tienen que inventarse programas televisivos sobre cómo sobrevivir en islas salvajes (quizá como Cuba).
Luego están las entrevistas con algunos de los fotografiados. Redactadas como textos que empatan las respuestas sin develar las preguntas. Las declaraciones de Camilo Guevara y de Alejandro Castro son un teque clásico, convencional y anémico a las cuales no es necesario prestar atención. Lo intrigante (y repelente) son las declaraciones del cineasta Pavel Giroud, que se envuelve en galimatías como: “En Cuba,el poder influye en el arte como en cualquier otra parte...como en cualquier parte, hay artistas que llegan a la cima y artistas que se mueren de hambre”. Por supuesto, el hipócrita de Giroud omite mencionar cómo se decide en un sistema totalitario y centralizado, quién triunfa y quién no. También las del músico Kelvis Ochoa quien dice: “A los 26 años me mudé a Madrid y viví allí por doce años, pero regresé porque éste es el mejor lugar en el cual puedo estar...” olvidando mencionar que quizá el motivo de su regreso fue el desastre musical y financiero que resultó Habana Abierta, el grupo al cual pertenecía y al cual Natalio Chediak le produjo el compacto Boomerang, muy vendido entre sus amigos. O las de la ¿artista? y modelo Rachel Valdés, que habitando un país tan miserable, dice que en su primera exhibición “...La dulce vida me dediqué a explorar la sociedad de consumo y la cultura de masas” dos fenómenos seguro muy prevalecientes en la sociedad cubana. Los artistas cubanos se presentan como “privilegiados, que viven mejor que el resto del pueblo”, lo cual hasta cierto punto es cierto, pero se nos hace ver que son artistas como lo son millones en otras partes del mundo, comprometidos consigo mismos. Es curioso que Leonardo Padura, uno de los fotografiados, no se atreve a abrir la boca.
Pensé descubrir algunas figuras desconocidas dentro de esta postnueva clase, ver algo del entorno, de la ciudad como personaje, pero nada de eso hay aquí. Para colmo, el libro está lleno de erratas. Entre otras, se refiere varias veces al restaurante/club Don Cangrejo, como Don Congrejo.
Me asombra que a estas alturas se hable de contradicciones porque en Cuba hay privilegiados, contrario al discurso oficial. Lo cierto es que siempre hubo privilegio. Recuerdo que después que las primeras jineteras eran explotadas en los años sesenta por los marineros griegos y chipriotas que se paseaban por La Rampa con una media colgada al cuello, para dársela en pago por servicios y garantizar un segundo día en el cual entregarían la segunda media, el jineterismo se deplazó en los setenta, a pedir botella a los Alfa Romeo y a los Lada, a ver si se podia ligar a un pincho y salir de la miseria, o por lo menos pasar una noche “comiendo jamón y tomando whisky” como sólo en la casa de un dirigente (o de un diplomático) se podía comer y tomar.
Lo único que ha desaparecido en Cuba es el discurso mesiánico, que en su momento sirvió para enarbolar las armas inquisidoras y para que fuera usado como manto protector por los artistas e intelectuales cobardes. Hoy, gracias a las remesas, la riqueza se ha desperdigado un poco mas y la élite no se limita solamente a los dirigentes. Cuando me fui de Cuba hace 31 años, sólo los dirigentes y los macetas (los boliteros), se construían mansiones y compraban carros. Hoy, ya agotado el discurso oficial, las meretrices intelectuales han perdido su ropaje.
Con respecto a que el libro muestra a los hijos de Fidel y el Ché viviendo a todo lujo, hay que ser bien mojigato para pensar que alguien fumando un tabaco, acompañado de una mujer escultural, en el lobby de un hotel (que puede ser cualquier hotel), indica que está viviendo en el lujo. Esa fastuosidad y suntuosidad en las que de veras viven siguen estando prohibidas para las cámaras, no importa que sea un lente amigo.
Habana Libre. Autor: Michael Dweck. Fotos: Michael Dweck. Textos: William Westbrook. Damiani Editore, Boloña, Italia, 2011.
Roberto Madrigal
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