Jorge Posada
Escuché hablar de Miñuca Villaverde mucho antes de conocerla. Era La Habana de los años setenta, cuando sobrevivíamos de cualquier modo y éramos muy jóvenes y desdichados y burlones y felices, todo junto. Alguien que la conocía bien la mencionó en una conversación con un amigo en la que surgieron los nombres de los primeros artistas que se habían ido del ICAIC y que terminaron exiliándose. “Era una mujer encantadora, toda una leyenda en el mundo del cine cubano de esa época”, nos dijo. “Tenía algo de Juliette Greco y de aquel poeta francés que escribía sus poemas en papel de cigarrillos y después se los fumaba. Escribía breves poemas que luego lanzaba al Malecón para que no volvieran jamás y adoraba a Howard Hawks”.
Años después, cuando la conocí en Miami, ya hacía tiempo tenía una bien ganada fama como actriz, guionista, fotógrafa, cineasta y periodista. Desde el primer día me gustó lo que hablaba y cómo lo hablaba; sin pose alguna de intelectual de Montparnasse o del Village neoyorquino; esa mezcla feliz de cultura, inteligencia y simpatía; de conocer a fondo el cine de Jean-Luc Godard y un minuto más tarde soltar una palabrota en buen cubano; de opinar con sabiduría sobre una sinfonía de Mahler y explicar cómo cocinar unos gnocchis dignos de la más sabrosa trattoria de Italia. Era una mujer como cualquier otra y a la vez fascinante.
Tal vez ya no escribía breves poemas pero siempre había sido una creadora. A quien se parecía muchísimo era a Anna Karina; tenía ese aire extrañamente cálido de las musas que inspiraron a Modigliani, Hemingway y Dalí; y daba la impresión de ser eternamente transgresora. Con el tiempo empecé a preguntarme por qué Miñuca (que para entonces, como las princesas y las divas del cine, ya podía prescindir del apellido) no escribía narraciones, ella que tan bien sabía narrar los cuentos más divertidos; que sabía contar con gran ingenio un relato; que recordaba con pasmosa naturalidad anécdotas deliciosas. Lo que yo ignoraba era que Miñuca pensaba, hablaba, cocinaba, iba al cine, leía, escuchaba música pero también escribía en silencio. Sólo ahora sé que todo este tiempo de espera valió la pena porque estaba armándose de todos los recursos literarios para lo que iba a venir; Los días de la coleccionista, un volumen de relatos hecho sin prisas y que bulle de claras virtudes: gusto, oído despierto para los diálogos, buen ritmo narrativo.
Publicado en la Colección F&M, del portal lulu.com, es un libro tan lleno de alegrías grandes como de melancolía, con algo de engañosa magia. Tal vez es su aparente sencillez —y el hecho de que se puede leer de un golpe— o su prosa que no llega al laconismo pero tampoco tiene excesos retóricos: todo fluye con una facilidad única. Cuentos contemplativos que a su vez encierran una furia contenida y quedan en la mente del lector escritos con una prosa limpia, directa, funcional, llenos de una gracia implacable. Los distintos temas (el amor, la libertad, la cárcel, la memoria, las tentaciones) son abordados con una espontaneidad cargada de un humor de narradora que sabe manejar hábilmente los personajes, situaciones y ambientes que logra recrear sin que las costuras del texto queden a la vista.
Hay un gusto intenso para usar las imágenes con mucha fuerza, pero también con grandes dosis de poesía, además de malicia y sátira. Montones de objetos como sortijas, velas, pantalones de montar, botas, enormes pañuelos de colores, revistas viejas, martillos, palanganas, elefanticos, postales viejas, fotos antiguas abundan en relatos como “El milagro de la silla”, “El día que oyó el nombre del comandante en el Vaticano” y “El viaje de novias” en los que uno vive esa sensación de inquietud, nerviosismo y temor que los convierte no en un medio para un fin sino en un fin en sí mismo.
Los relatos se desplazan por algunos de los paisajes más bellos de Europa —Catania, Roma, Taormina, los Alpes, Palermo—, así como por México, Nueva York y Miami, y aparecen, en frecuente colisión, policías, músicos, arqueólogos, sirvientas alemanas, delincuentes negras, escritores y jóvenes extraviadas. Son personajes diversos que se suceden sin descanso a lo largo de todo el libro, un entrañable homenaje a todos los lugares donde ocurren los hechos.
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