El 30 de junio se cumplieron cincuenta años de política cultural pautada por Fidel Castro en su discurso bautizado como Palabras a los intelectuales. No voy a ocuparme aquí de elaborar sobre el viejo y gastado sainete oficial, esta vez interpretado por las tristes figuras de Miguel Barnet, Nancy Morejón y Ambrosio Fornet, alabando agradecidos el camino abierto a sus respectivas obras, a pesar de que todos fueron víctimas temporales de esta política en un momento de sus carreras. No me interesa comentar el delirante ditirambo del neo-paleo-estalinista Fernando Rojas. Tampoco me ocuparé del penoso papel que le otorgaron a Norge Espinosa como seudo-semi-disidente menesteroso comentando que el discurso fue malinterpretado por algunos porque fue “ingenuamente leido”. Todos estos artículos y declaraciones aparecidos en la revista La Jiribilla no son más que los intentos de quienes pretenden mantener sus papeluchos afianzando los dos pies en un pantano.
Releyendo este mamotreto cincuenta años después del discurso, me llaman la atención dos aspectos que han sido poco o nada destacados en el tiempo transcurrido por los exégetas que lo han resumido, no sin justicia, por uno de sus párrafos: “Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho” (seguido por aplausos). Frase que resume los límites de la tolerancia cultural que el castrismo ha ejercido en este medio siglo con un número bien reducido de deslices.
En primer lugar, este discurso sienta las bases para desarrollar el protagonismo de los intelectuales cubanos. Castro pide que “...el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución”, proponiéndoles una participación directa en la epopeya, pidiéndoles papel de cronistas, convirtiéndoles en amautas fieles y premiando su sometimiento no solo con grandes tiradas a través de la entonces recién fundada Imprenta Nacional y la creación del Instituto de Cine, la reconstrucción del Ballet Nacional de Cuba y de la Orquesta Sinfónica (subrayando que esta última “no solamente ha alcanzado niveles elevados en el orden artístico, sino también en el orden revolucionario, porque hay ya 50 miembros en la Orquesta Sinfónica que son milicianos.”), sino además “garantizándole al artista no sólo las condiciones materiales adecuadas al presente, sino también la seguridad para el futuro”. Y más adelante, ofrece el Nirvana: “...organizar algún sitio de descanso y trabajo para los artistas y escritores...hacer un reparto o una aldea en un remanso de paz que invite a descansar, que invite a escribir...el Gobierno Revolucionario está dispuesto a poner de su parte los recursos en alguna parte del presupuesto...”. Por supuesto, se sabe que nada de esto es necesario para el desarrollo de la literatura y el arte, ni siquiera en un pequeño y joven país como Cuba. Nada más hay que ver la producción artística y literaria cubana en los cincuenta años que precedieron al castrismo, en medio de una sociedad que miraba la cultura con benevolencia despectiva e indiferencia general, y compararla con la producción de estos últimos cincuenta años, entendiendo además que las pocas obras destacadas fueron producidas mayormente por escritores y artistas formados antes de 1959 (e.g.: Cabrera Infante, Lezama Lima, Gutiérrez Alea, Raúl Martínez, Virgilio Piñera, Heberto Padilla, etc.). Pero en aquel momento, escritores y artistas miraron la oferta y descartaron el precio. A partir de aquí despegó con fuerza el mercenarismo protagónico de los escritores y artistas cubanos. En definitiva, hasta el censor, al otorgarle importancia, los convierte en objeto de adulación.
El segundo aspecto que ha pasado desapercibido es de orden psicológico. En este discurso, el joven de 35 años, dictador en ciernes, desliza espontáneamente sus contradicciones personales y los conflictos psicológicos que son parte fundamental de lo que formó su personalidad autoritaria. Al hablar de la pobreza cultural que predominaba en el país y lamentar los talentos perdidos por la pobreza, menciona el hecho de que fue un privilegiado social, particularmente cuando se compara con la población de Birán y sus alrededores, la emprende contra los colegios de curas que lo educaron y dice: “Yo tengo derecho a quejarme...fui formado por lo peor de la reacción y una buena parte de los años de mi vida se perdieron en el obscurantismo, en la superstición, y en la mentira. Era la época aquella en que no lo enseñaban a uno a pensar sino que lo obligaban a creer...Yo no tuve ninguna libertad de creencia ni de culto sino que me impusieron una creencia y culto y me estuvieron domesticando durante doce años.” Es increíble como expresa lo que fue su mecanismo de proyección psicológica. Ya desde el poder, eso fue precisamente lo que hizo él con el pueblo cubano, pero no sólo por doce años. Aquí nos revela claves psicológicas para entender su personal pasión por el totalitarismo. Invierte los términos interpretativos, ya que fue su educación lo que le permitió escalar socialmente y lo ubicó en el entorno político, y lo explica como sufrimiento, como ahogo de su personalidad. Es un descuido ahora impensable en un hombre dedicado al culto a la personalidad. Desde el principio Castro comenzó a deificar su imagen, para lo cual es imperativo eliminar todo vestigio de humanidad (más allá de su inevitable hermano menor, nunca hubo referencia a sus relaciones familiares, ni sus hijos ni su mujer aparecían en público, no ha sido sino hasta después que empezara a flaquear su salud y que su imagen totémica comenzó a desteñirse, que éstos han aparecido poco a poco en cargos públicos). En el inicio hay que convertirse en Verbo, el discurso por encima del ser, ya que el lenguaje del líder va a condicionar el pensamiento de sus seguidores y hasta de sus enemigos. El demonio, en definitiva, no era más que un ángel caido. Castro siempre ha acentuado su rol político, militar e ideológico, jamás ha mostrado sus atributos personales, éstos hay que adivinarlos a través de su ejecutoria como Comandante en Jefe, sin embargo, en este discurso abre una rendija y se confiesa como un Castro castrado. Este fragmento debiera ser mejor analizado por aquellos que se dedican a estos menesteres y releen estos manuscritos. No creo que yo vuelva a él.
Al final, se vuelve profético: “A lo que hay que temerle no es a ese supuesto juez autoritario, verdugo de la cultura, imaginario, que hemos elaborado aquí.¡Teman a otros jueces mucho más temibles, teman a los jueces de la posteridad, teman a las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra!”. Las transcripción del discurso termina con: “(GRAN OVACION)”.
Roberto Madrigal
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