Corría el año 1974 si mal no recuerdo. Yo me acababa de
graduar o estaba al hacerlo (si hubiera sabido que iba a escribir sobre esto
casi cuarenta años después, hubiera tomado nota). Un amigo cuyo nombre me
reservo, porque aún vive en Cuba y no quiero ser responsable de su persistente
(mala) suerte, me invitó a colarme en una reunión altamente secreta, que iba a
tener lugar en un local del Instituto Cubano de Geodesia y Cartografía y en la
cual se iban a tocar temas espinosos sobre el futuro de la construcción del
Campamento de Pioneros “José Martí”, en la antigua playa Tarará. Acepté la
invitación porque uno de mis placeres por entonces era hacerme pasar por lo que
no era y terminar colado en algún evento oficial, al cual por supuesto no
estaba invitado, siempre vigilado por la mirada suspicaz de los solemnes
guardianes del orden.
Camino al lugar, mi amigo me explicó que se trataba de
una charla que daba un ingeniero geofísico francés que, contratado por el
gobierno cubano, llevaba más de un año estudiando la viabilidad del proyecto
desde el punto de vista de los riesgos ecológicos y las complicaciones del
terreno. La reunión era estrictamente para científicos involucrados en el
proyecto y los camaradas del partido que supervisaban la factibilidad
ideológica de los aspectos científicos del estudio del ambiente.
No sé por qué me hice la idea que el francés iba a ser un
tipo de aspecto jipangoso, con el pelo sucio y por los hombros, vestido con
camisa de mezclilla y blue-jeans raídos, pero no, era todo un señor distinguido,
de unos 50 años, que lucía un impecable traje azul con corbata y camisa
armoniosamente combinadas, prendas que por aquellos tiempos se me antojaban tan
ajenas como un traje de astronauta. Un recorrido visual del auditorio permitía
inmediatamente distinguir quienes viajaban con frecuencia, quienes se tomaban
su trabajo en serio sin tener ninguna recompensa material y quienes cuidaban del
hermetismo del proyecto. Vi unos cuantos conocidos que primero me miraron con
cara de asombro, pero que dándose cuenta de la situación, callaron y miraron
para otra parte. En la mesa donde se sentaba el francés, tres individuos vestidos
con safaris lo rodeaban.
El invitado empezó a exponer los problemas que había
detectado con respecto al proyecto. Su primera preocupación fue la suciedad de
las aguas producto de las estelas de aceite que llegaban a las costas habaneras
debido a que los barcos mercantes rusos pasaban mucho tiempo esperando entrar a
puerto y limpiaban sus máquinas repetidamente en el cercano altamar. Cualquiera
que como yo se haya bañado en aquella época en las playas habaneras, incluyendo
la Playita de 16, debe recordar haber perdido más de una trusa a consecuencia
de las inevitables manchas de aceite. Uno de los camaradas en safari se levantó
dispuesto y aclaró que eso era una situación que solamente se daba durante la
primavera, época en que los niños no iban a estar en el campamento y que ocurría
porque los barcos procedentes del Báltico, debido a los deshielos, demoraban su
partida y se acumulaban en la costa, pues todos llegaban a la vez, pero que de
todos modos se estaban buscando otras soluciones al asunto y minimizó la
gravedad del asunto.
No muy convencido, y como nadie se atrevió a ripostar, el
francés fue a su segundo punto, el que más le interesaba. Le preocupaba
grandemente que las aguas albañales del Hotel Mar Azul (que creo que ha sido
rebautizado con el espantoso nombre de Tropicoco), desembocaban directamente en
el campamento y angustiado empezó a enumerar las consecuencias ecológicas y
epidemiológicas de esto. Los camaradas en safari no sabían que responder y
nadie en el auditorio levantaba la voz, aunque algunos esbozaban unas muecas
burlonas. El mismo que había aclarado la situación de los buques soviéticos, se
paró y dijo que lo iba a discutir “con los compañeros del hotel”, pero el francés,
agobiado y ansioso dijo que no había nada que discutir, sino que la única
solución era crear unos desagües en el sitio donde se proyectaba la
construcción del anfiteatro y que este debía ser movido a otra parte.
El pánico cundió en la mesa y los camaradas de safari
dijeron que eso no era posible, que si los costos y lo comprometido que estaba
el proyecto con el compañero Fidel Castro y que eso se tenía que discutir a
nivel del Comité Central y así siguieron hasta que, para agravio del francés,
la reunión se suspendió. El ingeniero
francés, indignado, y como ya había cumplido su contrato, se fue una semana
después según me dijo mi amigo y de eso más nunca se habló y el campamento creo
que empezó a funcionar en 1975, a media capacidad y fue oficialmente inaugurado
por Castro en 1978, poco antes del Festival Mundial de la Juventud que tuvo
lugar en La Habana.
En el verano de 1979 me tocó trabajar en dicho
campamento, como parte de un programa que se realizaba, a través del Instituto
de Endocrinología, con niños diabéticos y obesos. El primer día que fui al
agua, cuando traté de nadar un poco me tropecé con desechos de todo tipo,
incluyendo heces fecales polimorfas y secas, que venían desde el este, donde se
encontraba el hotel Mar Azul. Había que hacer malabares para evitar el
detritus. Entonces me acordé inmediatamente del francés y de aquella reunión.
Me di cuenta de que varias generaciones de pioneros se habían bañado, y se
bañarían, literalmente, en la mierda.
Roberto Madrigal
Pintoresco aquel mar con sus desvencijados navíos: la famosa playa Tacagá...
ReplyDeleteMenos mal que nunca me bañé.
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