Fué en la época en que con urgencia se nos trataba de borrar la memoria histórica. Ninguno de mis compañeros de equipo tenía la menor idea de quién era, pero yo había oido hablar de él constantemente desde niño. Lo introdujeron como entrenador del equipo. Tenía el bombacho sucio y raido, parecía venir de un equipo muy viejo. Martín Dihigo se dedicó a entrenar a aquel equipo de adolescentes con una intensidad que nos asustaba. Nos exigía, nos peroraba cada vez que las cosas se hacían mal y nos hacía practicar una y otra vez para corregir los errores. Era incansable e implacable. Un día, jugando yo primera base, se me ocurrió virarle la cara a un tiro que venía de short-bounce y salió del banco gritando “si quieres protegerte la carita ponte un peto y una careta” y me hizo catcher de inmediato, lo cual para un mocoso de 13 años equivalía a la Siberia beisbolera. Así lo sobrevivimos por dos temporadas, en las que parecía que estábamos preparándonos para jugar en las Grandes Ligas y un buen día desapareció y no supimos más de él. Dicen que fue el mejor pelotero de todos los tiempos, pero representaba una época que no compaginaba con los nuevos intereses nacionales. Nunca pudo jugar en las ligas mayores por ser negro, pero se destacó de mala manera en las famosas “ligas negras”, que ahora pienso eran muy superiores a las “Grandes Ligas”. Murió en 1971 y el obituario que salió en el Granma, relegado a una esquinita inferior de la plana deportiva, no tenía ni tres pulgadas. En 1977 fue seleccionado para ingresar al Salón de la Fama de las Grandes Ligas.
A Silvio García lo conocí ya de mayorcito. Con él jugué mucha pala (ese deporte que por entonces sobrepasó en popularidad al fron-tenis o squash, porque como no se conseguían raquetas, si uno se agenciaba de un buen trozo de madera, cualquier carpintero amigo te hacía una pala decente) a mediados de los 70 en las canchas del antiguo Casino Español (nunca me acuerdo del nombre con el cual lo rebautizaron después de 1959, como círculo social). Me asombraba su agilidad, ya que me parecía un viejo, a pesar de que era menor de lo que yo soy ahora. Su intensidad era igual a la que recordaba de Dihigo. Implacable con los errores. Parecía estarse jugando la vida en cada tanto. Silvio fue uno de los mejores torpederos del béisbol cubano y otra estrella de las “ligas negras”, padeciendo la misma discriminación que Martín y tantos otros. Murió en 1977, el año en que Dihigo entraba en el Salón de la Fama. No tuvo obituario en el Granma. Yo ni me enteré de su muerte hasta hace pocos meses.
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