En 1971, cuando se nos forzaba a beber del Leteo, como parte del plan estudio-trabajo de la Escuela de Psicología, me ubicaron a trabajar tres veces a la semana, en una escuela de los Planes Especiales del Ministerio de Educación. Los Planes Especiales eran escuelas en las cuales becaban a niños de enseñanza primaria que tenían diversos trastornos de desarrollo, de conducta o de personalidad. En mi caso, me tocó una escuela de niños con trastornos de la conducta.
No voy a revelar el nombre de mi compañero porque todavía vive en la isla, pero cuando llegamos a la dirección que nos habían dado, 5ta Avenida y calle 14 (debo decir que lo de 14 lo lei en un sitio de la red, porque en mi memoria era la calle 12), nos miramos asombrados porque la escuela-albergue ocupaba la ya antigua casa del ex-presidente Ramón Grau San Martín, la que él, con su ironía de siempre, llamaba La Choza. Se nos ocurría que era extraño que ningún dirigentón hubiera tomado posesión de la mansión, como solían hacer, pero quizá era por lo accesible de la residencia, muy cerca de la avenida, muy visible desde todos los ángulos, algo muy importante para la gente de la nomenclatura, que viven como si tuvieran un enemigo en cada esquina, en lugares resguardados, de entrada difícil, probablemente para esconder sus excesos.
Una vez adentro, aquéllo era como un carnaval infantil. En los recesos, los niños corrían descontrolados por jardines y pasillos, sin nada mejor que hacer que arañar paredes y romper macetas o algunos muebles viejos de los que nadie se ocupó.
Parte de mi “trabajo” era sentarme a observar clases, sin un objetivo preciso. Nunca se me olvidará una clase de tercer grado que observé en la cual la maestra, una mulata joven y lasciva, enseñaba la clase de Zoología, repitiendo monocorde: “Los reptiles son las serpientes, las lagartijas y etcétera. Los anfibios son el cocodrilo, la rana y etcétera”. La etcétera se convertía en un animal genérico que cruzaba todas las especies y le servía a la muy ignorante para añadir al menos otra palabra a su corta y obviamente mal aprendida lista de ejemplos.
Aburrido de esas clases y sin ninguna directiva específica “de arriba”, le pregunté a la directora si había otra cosa que podía hacer y como si nada, nos llevó a la biblioteca de la casa, diciéndonos que nos podíamos quedar ahi el tiempo que quisiéramos.
Grau había muerto en 1969, así que supuse que ya por ahí había pasado cuanto confiscador era posible para depredar cuanta pertenencia de valor hubiera allí y tomarlas, como siempre, revolucionariamente. El lugar era oscuro, pero con unas puertas de cristal que se abrúan al jardín y la piscina. El buró y su majestuosa butaca permanecían allí, asi como los libreros, que parecían empotrados. Los anaqueles ya estaban semi-vacíos, lo que indicaba que la policía cultural ya había hecho sus estragos. A cada rato entraba un estudiante corriendo, se subía en un mueble, brincaba y, perseguido por una maestra, se disparaba a correr por toda la biblioteca hasta escapar. Terminamos cerrando las puertas como si fuéramos celosos bibliotecarios y nos dispusimos a pasar revista a los volúmenes que quedaban, que serían un par de centenares. Más de la mitad eran tratados viejos de anatomía y fisiología, el doctor Grau fue profesor de fisiología en la escuela de medicina, que ya no tenían valor cientifico. Del resto recuerdo que había muchos libros de Arnold Toynbee, el historiador británico, un par de ediciones del mismo libro (no retuve el título) de Thomas deKempis, un ejemplar de El hombre mediocre, de José Ingenieros y el que finalmente me llamó la atención, un ejemplar de La fuerza es el derecho de las bestias, de Juan Domingo Perón, cuya peculiaridad residía en estar dedicado por el mismísimo Perón, con una dedicatoria que decía: “A mi amigo el doctor Ramón Grau, con ‘auténticos’ saludos justicialistas”, por suspuesto aludiendo a la hermandad política del Partido Justicialista argentino de Perón y el Partido Revolucionario Auténrtico de Cuba, al que pertenció Grau. Con el tiempo y dado el descuido en el cual el libro había caído, decidí tomarlo no muy revolucionariamente, para evitar que cayera en peores manos y que engrosara mi pequeña colección. Sin embargo, poco antes de mi salida de Cuba, incluso antes de asilarme en la embajada del Perú, yo había presentado mi solicitud de salida bajo otras circunstancias y cuando vinieron a hacerme el “inventario”, lo escondí en una escalera trasera de mi edificio, sabiendo que sólo una vecina, hasta entonces amiga, tenía acceso a ella. Con el libro dejé otras pertenencias, como un ventilador, un radio ruso Selena y una bicicleta vieja, con el fin de repartirlos a quienes los necesitaran antes de mi anticipada fuga. Para mi sorpresa, después que se fué el inventarista, cuando fui a recoger lo que había escondido, mi vecina se lo había llevado todo, así que ni siquiera la podía denunciar, ni por supuesto caerle atrás con una estaca, porque hubiera perdido la salida (que total, luego se me dio de la forma que menos imaginé).
Revisando unos sitios de la red dedicados al turismo en la isla, leo que parece que La Choza es ahora un punto central de recorrido para turistas extranjeros y que de alguna manera han restaurado la casa, pero yo sé muy bien que nada original puede estar ahi.
Roberto Madrigal
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