Más allá de los méritos (o falta de los mismos) de sus ganadores, los
premios Nobel de literatura se han concedido, con dos excepciones, a
dramaturgos, poetas y escritores de ficción. Las excepciones hasta ahora,
habían sido Sir Winston Churchill y Earl Bertrand Russell. Por lo general se ha
concedido a escritores reconocidos, en su mayoría ya pasados de lo mejor de su
carrera, pero que a pesar de las discusiones sobre las injusticias con respecto
a los no premiados, eran escritores de peso. Ahí tenemos a Vargas Llosa, García
Márquez, Hemingway, Paz, Camus, Eliot, Hesse, Neruda, Faulkner, Mann, Tagore y
tantos otros de trascendencia innegable. Es cierto también que otros premios
han sido concedidos a escritores menores como Mommsen, Pontopiddan y toda una
serie de escandinavos mediocres que solo Suecia podía premiar. Eso para no mencionar las omisiones obvias
como Fuentes, Borges, Proust y Joyce para no seguir con una lista interminable.
Pero este año la fundación Nobel ha hecho una selección osada que rompe su
propio molde desde muchos ángulos. No solamente han premiado a una periodista
sin obra estrictamente “literaria”, sino que han premiado a una perseguida política
y a una escritora (y considero el periodismo escritura) inclasificable respecto
a los nacionalismos culturales que los totalitarismos tratan de imponer en la
era global.
Svetlana Alexiévich nació en Ucrania en 1948. Su padre era bielorruso (y
militar soviético) y su madre ucraniana.
Se repatriaron a Bielorrusia, cuando el padre fue desmovilizado y
regresó, al igual que la madre, a su profesión de maestro rural, poco antes de
que Svetlana comenzara la escuela primaria. Aunque hizo sus estudios
universitarios y trabajó como periodista principalmente en Bielorrusia,
escribió y escribe, en ruso, que era el idioma obligatorio en todas las repúblicas
soviéticas.
Su tema central es el mundo soviético y post-soviético, sobre todo sus
fisuras. Ha escrito sobre el desastre de Chernóbil (Voces de Chernóbil), sobre los efectos del fracaso de la guerra soviética
en Afganistán (Los chicos de cinc),
sobre los individuos que cometen suicidio porque no pueden adaptarse a la
pérdida de la Unión Soviética (Cautivados
por la muerte) y sobre el desdeño oficial al papel de la mujer en las
guerras (La guerra no tiene rostro de
mujer). Su estilo es documental y trata de no adornar los testimonios de
quienes entrevista porque cree que lo mejor es presentarlos en sus propias voces.
Su obra fue censurada en la Unión Soviética y no fue publicada hasta la
llegada de la Perestroika. Es censurada en Bielorrusia, donde gobierna Alexander
Lukashenko, un dictador post-soviético de corte estalinista que no permite que
las editoriales estatales publiquen su obra. Es además criticada por otros
intelectuales oficialistas bielorrusos porque escribe en ruso y Lukashenko
tiene gran interés en restaurar el lenguaje bielorruso y los temas locales para
imponer un nacionalismo provinciano que le permita controlar mejor la
producción literaria.
Desde el 2000, ha vivido en Paris, Gotemburgo y Berlín. En 2011 regresó a
Minsk pero se ha ubicado de nuevo en Alemania. Sus primeras declaraciones tras
obtener el Nobel fue denunciar la invasión de Putin a Ucrania. En 2005 ganó el
National Book Critics Circle Award por su libro sobre Chernóbil, en 2011
recibió en Polonia el premio Kapuscinski por sus reportajes literarios y en
2013 el premio Médicis por su obra El fin
del hombre rojo.
Este Nobel al periodismo, a la disidencia antitotalitaria y a la lucha
contra la censura es un acto de audacia de la fundación sueca. Se lo han dado
por la “polifonía de sus voces”, lo cual es, además, un reconocimiento al
escritor global y a la individualidad de la obra literaria y la excepcionalidad
del autor. Ya llegarán pronto protestas de los oficialistas bielorrusos, pues
al premiarla la han nombrado como escritora bielorrusa. Así se define ella,
aunque es obvio que trasciende las fronteras nacionales con su obra y sus
intereses.
Es algo que debemos pensar los cubanos, divididos por el absurdo concepto
de las dos orillas, creado en la isla por la burocracia cultural y que aún
sigue vivo desgraciadamente en ambas orillas, en donde la autenticidad se mide
por la fidelidad a los límites geográficos y los temas nacionales o a la simple
oposición a los mismos y la calidad literaria se juzga en base a la condición
política.
Con esta decisión insólita de premiar a Svetlana
Alexiévich, el Nobel ha reafirmado, entre otra cosas, que el escritor, no
pertenece a nadie en particular, sino a los lectores que sepan apreciar el
valor de su obra, no importa donde estén, ni a dónde van ni de dónde vienen. El
escritor solo se debe a sí mismo, a su visión estética y a sus intereses que,
por supuesto, pueden tomar diversas formas.
Roberto Madrigal
Excelente análisis... o ¿debería decir? ¡Hurra, Hurra, Hurra!...
ReplyDeleteHurra, Hurra y Hurra no estaria mal.
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