El 14 de marzo de 1950, un joven militante del Partido Comunista
checoslovaco se presenta en una estación de policía para delatar a un tal
Miroslav Dvoracek como espía occidental. Dvoracek fue condenado a 22 años de
trabajos forzados, muchos de los cuales pasó en una mina de uranio en Ucrania.
Fue liberado tras cumplir catorce años de su sentencia.
La información fue publicada en 2008 por la revista checa
Respekt, y se basaba en el análisis,
somero, de un reporte policial recién entonces descubierto. Se convirtió en una
escandalosa revelación internacional porque señalaba que el joven delator era
nada menos que Milan Kundera. La historia se complica porque otras fuentes
señalan que Dvoracek era amante de lva Militka, quien era novia de Ivan Dask, a
su vez amigo íntimo de Kundera. La intriga que rodeó a este cuadrado amoroso
también apunta que quizá fue Dask el delator, pero otras fuentes señalan la
posibilidad de dos denunciantes, Dask y Kundera.
Kundera negó los alegatos. Un grupo de escritores, entre
ellos Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, lo defendieron. Otros se atrincheraron
en su contra, como hizo Ivan Klima. Lo cierto es que la sombra de la duda ha
pesado sobre Kundera desde entonces, sin que por ello nadie se haya atrevido a
minimizar el valor de su obra.
En 1967 se publica la primera novela de Kundera, La broma, en la cual el protagonista, Ludvik,
un estudiante universitario, miembro activo del Partido Comunista, envía una
postal a su novia en la cual declara: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El
espíritu sano hiede a idiotez”. Es solo una broma, una pequeña provocación,
pero la muchacha lo toma literalmente y con sospecha y denuncia al protagonista
ante sus superiores del partido. Ludvik es expulsado de la organización y de la
universidad, y es enviado a hacer trabajos forzados a una mina para desertores.
Dos años después la obra fue llevada al cine por Jaromil Jires, quien la
dirigió y escribió el guión. Filme y novela no causaron sino problemas a
Kundera, que luego participó junto con Vaclav Havel en la disidencia
antisoviética. No pudo publicar más en su país y en 1975 se exiló en Francia.
En 1979 el gobierno checo lo despojó de su ciudadanía, en
1981 se hizo ciudadano francés y poco después comenzó a escribir el resto de su
obra en francés y a insistir que se le considerase como escritor francés.
Con la información que se conoce, aunque ambiguamente,
ahora, que no se sabía entonces, se puede conjeturar que la obra narrativa de
Kundera obedece a un gran sentido de culpa y a enfrentar el mundo como un caos
en el cual los hechos más leves, o los más apasionados, conducen a resultados
inesperados para los personajes, debido al interés de las fuerzas políticas en
establecer un orden donde no lo debe haber. Viniendo del totalitarismo, Kundera
sabe que el poder, y sobre todo el poder total, no tiene sentido del humor o
tiene un sentido del humor tan retorcido, que no tolera la ironía que lo
desafía.
Kundera también nació en una zona que es una contradicción
y casi una broma en sí misma. Una zona geográfica, por muchos años nombrada
como Europa del Este por razones políticas que ya han desaparecido y que ha
recuperado su denominación geográfica, Europa Central, algo en lo cual siempre
insistió Kundera. Esa región que está compuesta por Polonia, Austria, Hungría,
Ucrania y la República Checa, que se caracteriza por fuertes sentimientos
antisemitas y que sin embargo de ella han salido los principales políticos, artistas,
intelectuales y pensadores judíos como Sigmund Freud, Golda Meir, Menachem
Begin, David Ben-Gurion, Franz Kafka, Stefan Zweig, Joseph Roth, Dziga Vertov y
Leon Trotsky, para no seguir la lista.
Desde los títulos: La
vida está en otra parte, El libro de
la risa y el olvido, La insoportable
levedad del ser, La ignorancia y La
lentitud (entre otras), en los cuales resalta lo insignificante de nuestras
existencias y lo frágil que somos ante el poder, hasta sus personajes, que son
siempre individuos perseguidos, tanto por el estado, como por sus propias dudas
y que sufren casi siempre de un castigo, minimizados y despojados de su
identidad social, la obra de Kundera es, por una parte un elogio de lo trivial
y por otra una perenne penitencia por un pecado original innombrable. Lo
trivial como la única esencia de nuestra existencia, el pecado original como
una mancha que nadie ha pedido y que, una vez que nos marca, resulta indeleble.
Con su última novela, La
fiesta de la insignificancia, demuestra que a sus 85 años, mantiene intacta
su visión de la vida, que temáticamente no se ha vuelto complaciente y que aún
no se ha podido zafar de los demonios que han alimentado su obra. El peso del
poder que quizá por su culpa arruinó la vida de un conocido, que después golpeó
la suya y que afecta a sus personajes, lo sigue cargando trabajosamente sobre
sus hombros.
En esta brevísima novela, se ofrecen instantáneas de los
encuentros y desencuentros de cuatro amigos, Ramón, Calibán, Alain y Charles,
sesentones tardíos, que unidos por un pasado común que nunca pueden olvidar, se
relacionan en base a situaciones triviales y bromas. También fingen para provocar
afectos, ocultan ese vacío y levedad de sus vidas para asumir personajes y
máscaras con las cuales enfrentar al mundo.
No es una gran novela, no posee densidad temática ni sus
personajes tienen mucha riqueza psicológica, y pudiera ser prescindible si no
fuera porque de alguna manera quizá cierra el ciclo de un gran escritor, pero a
pesar de su escuálida narrativa y de ser mayormente una reunión de aforismos y
meditaciones agudas de afectada superficialidad, su escritura mantiene la
ironía y el sarcasmo típico de la prosa del mejor Kundera.
Charles se regodea contando una anécdota de Stalin, en la
cual el georgiano se da gusto haciendo un cuento a los miembros de su
Politburó, sobre veinticuatro perdices que él fue a cazar, y después de matar a
la mitad y de haberse quedado sin balas, narra que se aprovisionó y regresó al
lugar para ver que las restantes perdices se mantenían pasivas en el mismo
lugar en el cual las había dejado y las mata entonces a todas.
Los miembros del Politburó no entienden si el cuento es
en serio o es una broma, y se esconden en los baños para patalear y quejarse de
las mentiras de su líder, Jrushchov principalmente, se lo toma todo en serio y
tiene que ser consolado por Brezhnev, mientras sin ellos saberlo, Stalin los
escucha oculto tras la puerta, muerto de la risa. Al final de la novela, un
Stalin disfrazado de cazador, o un impostor disfrazado de Stalin disfrazado de
cazador, se pasea por el jardín de Luxemburgo, disparando contra las estatuas
de las reinas de Francia.
Kundera parece insistir en que la vida es una broma mal
contada, todo es insignificante, solo las ideologías y las religiones quieren
darle gravedad a la vida. Al final nada importa y lo trivial es nuestro
refugio. Como reza un pasaje de La broma:
“…la gente se engaña mediante una doble creencia errónea…y en la posibilidad de
las reparaciones (de los actos, de las injusticias)…La realidad es precisamente
lo contrario: todo será olvidado y nada será reparado. El papel de la reparación…lo
lleva a cabo el olvido. Nadie reparará las injusticias que se cometieron, pero
toda las injusticias serán olvidadas”. En La
fiesta de la insignificancia hay un momento que parece un corolario de lo
anterior en el cual Ramón dice: “…una sola cosa me hace falta: ¡el buen humor!...No
la burla, no la sátira, no el sarcasmo. Sólo desde lo alto del infinito buen
humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte
de ella…pero ¿cómo encontrar el buen humor?”.
Pero Kundera, a pesar de todo, ni olvida ni lo olvidan,
su propia vida es una broma.
La fiesta de la insignificancia. Milan Kundera.
Tusquets Editores. Colección Andanzas. 2014. 138 páginas.
«Sábado triste, domingo feliz, la vida es una semana, hay que vivirla con ganas, hay que aprenderla a vivir» voz de Carlos Embale, Septeto Nacional IP, letra y música de Pedraza Ginori y Rafael Ortiz, alias Mañungo.
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