Un cine muy viejo con unas ambiciones muy grandes.
Con José Martí: el ojo del canario, Fernando Pérez ha filmado una biografía de Martí entre los 9 y los 17 años, que a pesar de la repetición de eventos significativos en la vida del joven, hilvanados con una plúmbea gravedad que nos hunde en la butaca, tal parece que la única respuesta del futuro “apóstol” a sus experiencias formativas, es el susto. Al menos asi hace actuar a los dos actores que lo encarnan: Damián Antonio Rodríguez de niño y Daniel Romero ya de adolescente. Ambos, sobre todo el Martí niño, se pasan la película timoratos y sin apenas articular algún sonido. En parte es una bendición, pues no hay nada menos espóntaneo y afectado que un niño en el cine cubano.
En opinión de muchos, Pérez ha sido ungido para ocupar la silla vacante de Gran Cineasta Cubano, disponible y disputada desde la muerte de su anterior y único ocupante: Tomás Gutiérrez Alea. Tras un par de películas tecositas y olvidables (Clandestinos y Hello Hemingway), giró hacia un cine de corte vanguardista con un buen mediometraje (Madagascar), pero a partir de ahi intentó subir la parada y realizó tres largometrajes cada uno más insoportable y pretencioso que el anterior, me refiero a La vida es silbar, Suite Habana y Madrigal, todas envueltas en un afectado hermetismo y repletas de manerismos narrativos seudo-artísticos y semi-intelectualizados, con retazos y despojos de la Nouvelle Vague, el neorrealismo italiano y el cine sociológico de Ermanno Olmi.
Con Jose Martí: el... apuesta esta vez a un cine convencional, de narrativa lineal y bien explícita, pero como siempre parece querer añadir un toque elitario a su obra, tiene secuencias que, por su montaje escénico, parecen sacadas de fragmentos de películas de Miklos Jancso. Su tentativa de desmitificar la figura de Martí, algo teóricamente loable, se limita a mostrarnos tímidamente cómo Fermín Valdés Domínguez lo enseña a masturbarse y como después el propio José continúa por su cuenta, pero son unas pajas tan tristes que uno siente lástima por el controlado onanismo martiano.
El nivel técnico de la película (fotografía, vestuario y ambientación histórica) es excelente, pero el guión parece escrito por sordos, que obligan a los actores a declamar unos diálogos almidonados que, para cubanizarlos, tienen que recurrir a una mal encajada mala palabra que termina sonando soez y gratuita. A partir de ahi, las actuaciones son por lo general muy malas. Exceptuando a una agradablemente contenida Broselianda Hernández en el papel de Leonor Pérez, los demás parecen actuar en una telenovela (lo cual no es muy lejano a la realidad, Rolando Brito, que no está mal como Mariano Martí, se formó en las telenovelas cubanas, pero su papel está hecho de extremos, se pasa la cinta entre iracundo y llorón).
Pérez también retoma del cine húngaro y polaco de los setenta, el utilizar la excusa del contexto histórico para “denunciar” la situación actual. En varios momentos se habla de la necesidad de la democracia y se monserga contra la opresión de los colonialistas, pero este enfoque ya demodé, necesita de una excesiva lectura contextual, intratextual e intertextual para que tenga alguna resonancia y cualquier afán de protesta se vuelve así paniaguado. Aquí también parece obsesionado porque se le entienda y termina cayendo en un didactismo pueril que le quita cualquier gracia posible a la película. En fin, lo que le sobraba a Titón de humor, lo tiene Fernando Pérez de solemne y de paternalista. En resumidas cuentas, con unas pretensiones viscontianas de gran cine histórico, Pérez ha hecho un filme viejo y envejecido.
Postdata: Acabado de escribir esta nota me entero que esta película fue seleccionada por la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica entre las diez mejores del año exhibidas en Cuba.
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