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Monday, February 9, 2015

Fundamentalismos


Dunkinsville no es más que un lugar en el mapa de Ohio, específicamente en el condado Adams. No creo que su población se pueda estimar. Es una iglesia y cuatro casas desvencijadas, muy distantes entre sí. Se encuentra a poco más de una hora de Cincinnati que, con su relativo cosmopolitismo, es meramente una ciudad que fue. Menos de una hora más allá de Dunkinsville se encuentra Portsmouth, una aldea que fue, cuando el comercio fluvial era importante y Mark Twain navegaba por el río Ohio. O sea, está en el mismo medio de la nada.

No me interpreten mal. Me gusta y disfruto Cincinnati, donde vivo hace más de treinta años. Con sus viejas leyendas de Twain, de Sherwood Anderson, de Robert Lowry, de Harriet Beecher Stowe y del gordo Taft, el presidente que se dice que al sentarse, rompió un inodoro en la Casa Blanca. Con su leyenda de Kings records, de donde salieron Aretha Franklin y James Brown. Con su perenne conexión con Cuba, desde el debut de Rafael Almeida y Armando Marsans con los rojos de Cincinnati en 1911, pasando por Leonardo Cárdenas y Tony Pérez y ahora con Aroldis Chapman, así como con la cantidad de excelentes bailarines que por aquí han pasado, desde Nelson Madrigal y Lorna Feijóo hasta la actual cosecha de estrellas que integran el ballet de la ciudad y que incluye a Cervilio Amador, Yosvani Ramos, Rodrigo Almarales, Romel Frómeta, Gema Díaz, Ana Gallardo y Julio Concepción. Pero Dunkinsville está más allá de las fronteras de la imaginación.

Hace más de veinticinco años que pongo el piloto automático y visito, unas tres veces al año, el área de Dunkinsville. Ya ni me acuerdo de los números de las carreteras (a no ser que revise en Google), sólo sé que al llegar a la más que humilde iglesia metodista, debo hacer derecha en la próxima intersección y subir la colina, a través de una estrecha vía con pequeños pero peligrosos riscos al costado de sus curvas, hasta la Pastelería, Mercado y Mueblería Miller, que es mi verdadero destino.

Los Miller, que son hoy en día unas cuatro familias que viven en casas aledañas cercanísimas al mercado, tienen una peculiaridad, que es la que siempre me ha interesado: son Amish de la Vieja Orden.

Los Amish son un grupo religioso compuesto por los seguidores fieles de las doctrinas del pastor suizo Jakob Amman, un disidente de los Anabautistas, quien comenzó el movimiento en 1693. Debido a la persecución que sufrieron, escaparon a Holanda primero y finalmente, ya en el siglo diecinueve, a los Estados Unidos, principalmente a Pennsylvania y más tarde a zonas de Ohio, Indiana y Nueva York. Otros grupos se esparcieron por todos los Estados Unidos y algunos países de Latinoamérica, principalmente México y algunas zonas de América Central, pero estos son los grupos menonitas menos ortodoxos.

Los de la Vieja Orden no solamente han mantenido sus costumbres, sino hasta su dialecto, una mezcla de suizo-alemán con holandés que se refleja en su acento cuando hablan inglés, al cual le llaman “Holandés de Pennsylvania”. Son un grupo cristiano extremadamente conservador y tradicionalista. Si la palabra fundamentalista no existiera, habría que inventarla para describir a los Amish de la Vieja Orden.

Se rigen por una serie de cánones que tienen que observar estrictamente. La electricidad no llega a sus casas (las que conozco son grandes casas de dos plantas, pintadas de blanco y mantenidas impolutas). No estudian más allá del octavo grado, en sus propias escuelas,  porque lo consideran inútil. Sus ropas son solamente de colores azules, grises, negros y blancos y no usan botones. Las mujeres no pueden usar maquillajes y en general se cubren la cabeza con un gorrito y se recogen el pelo en un moño. Los hombres se dejan la barba y solamente usan camisas de mangas largas. Llevan por lo general un sombrero. Los grupos no pagan impuestos de seguro social ni seguros privados. La comunidad se encarga de pagar por los gastos médicos y el cuidado de los ancianos. Alaban lo que llaman el “plain look”, o sea el lucir sencillo. En la mejor tradición de Jesucristo, son extraordinarios carpinteros. También se dedican a la agricultura y a la producción de derivados lácteos. Sus quesos y sus mantequillas son excelentes.

Aunque el 90% de los que crecen en esta religión permanecen en ella, no es por supuesto, un grupo sin problemas, ni completamente atractivo y pintoresco. Tienen, entre otras cosas, los problemas que confronta una comunidad cerrada que rechaza las influencias externas: la endogamia y los problemas genéticos que genera. Hay en su religión, como en toda religión monoteísta, un tufo autoritario y despótico. Un mesianismo insoportable. Es una comunidad estrictamente controlada y reprimida, aunque sea por deseo propio.

Pero lo que me interesa y me llama la atención de los Amish y mi experiencia con los Miller, más allá del par de muebles maravillosos que les he comprado (entre ellos un comodísimo sillón), de los quesos, panes de canela, pasteles de manzana y tubos de mantequilla que he consumido, es el hecho de observar una comunidad que vive bajo sus propias reglas, a pesar de que no tienen la necesidad de hacerlo.

Los Miller, y los Amish en general, son comerciantes prósperos. Sus mercancías son caras. No son aquellos religiosos que se refugian en sus creencias para esconderse de su pobreza material y de sus pequeños problemas existenciales y de sus vidas sin salida. Estos son verdaderos creyentes que aceptan sus limitaciones y la voluntad de su dios. Viven rodeados de tecnología y solamente se adaptan a ella para poder mantener sus costumbres espartanas. No les interesan los valores del mundo que los rodea.

Al visitar el mercado y la finca uno interactúa con individuos comedidamente amistosos, que te miran de frente y a los ojos. Cuando mi esposa y yo, o los invitados que nos acompañan, hablamos en español, nos miran con curiosidad, sobre todo los niños, pero con respeto, como debemos mirarlos a ellos cuando intercambian en su dialecto. Aunque para algunos quizá sean los saltimbanquis del circo, ellos se mantienen inalterables en su cordialidad. Además, como buenos negociantes, no discuten con el cliente.

Miran al intruso con desdeño. Piensan que el suyo es el camino correcto y allá el resto del mundo. No hay el menor interés en hacer proselitismo. Viven su fe y dejan vivir al descreído, que ya Dios se encargará del resto. Los Amish demuestran que el fundamentalismo no tiene que llegar al terrorismo ni al extremismo político. No envidian la vida de los otros porque la pudieran vivir si quisieran.

Los terroristas islámicos que tantos nos acosan en nuestro tiempo son el producto de un fundamentalismo manipulado. Todas las religiones son proclives a crear grupos extremistas pues su mensaje es siempre ambiguo. Se expresan en parábolas y metáforas. Unas más ridículas que otras, pero todas graves y cursis. Todas inducen al fanatismo. Pero los terroristas responden a una envidia o rencor por el estilo de vida de quienes atacan, quizá porque, a diferencia de los Amish, ellos quisieran vivir como sus enemigos y al resultarles imposible, deciden atacar un modo de vida que les resulta atractivo pero elusivo.

Como señalara Zizek en un reciente artículo, el hombre occidental ha perdido sus convicciones. La derecha y la izquierda liberal se mueven entre la intolerancia y el paternalismo complaciente. Lo que se necesita es un discurso capaz de enfrentar la desigualdad social, la xenofobia, el racismo y el segregacionismo, que incorpore los valores occidentales que de una manera u otra todo el mundo desea y que brinde verdaderas oportunidades de integración a los grupos inmigrantes. Que no se quede en la palabrería políticamente correcta, con su tolerancia condescendiente y  que de veras defienda la universalidad de los postulados modernos de igualdad, libertad y fraternidad, sin prometer utopías absurdas e irrealizables.

Mientras tanto, ahí seguirán multiplicándose los Miller, entre sus suaves colinas y sus valles maravillosos. Multiplicando su negocio. Manteniendo sus principios y sus costumbres con los mínimos ajustes necesarios para sobrevivir. Un callado ejemplo para todos. Como también es ejemplar la sociedad que les permite vivir así.


Roberto Madrigal

2 comments:

  1. Muy interesante la comparación con los Amish, buenísimas tus conclusiones. Una vez pasé por una comunidad Amish y fue una experiencia impactante, nada cirquense. Y la comida me encantó. Ah, si Cincinnati está en el medio de la nada, donde yo vivo está en el intestino del mundo :-) abrazongo...

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  2. Excelente Roberto, prosa limpia e ideas claras, ese penultimo parrafo vale todo un imperio... (bueno, a lo mejor no un imperio, pero al menos toda una biblioteca).... Chapó...

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