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Wednesday, July 30, 2014

Un castro y dos putinas


Una de las características principales del dictador totalitario en su labor de endiosamiento, es el deslinde de su vida pública y su vida familiar. Las relaciones humanas son el tabú del tótem en lo cual el dictador pretende erigirse. Mientras más íntimas peor. Los máximos líderes son figuras que se supone guíen a las masas más allá del tiempo y del espacio. La familia no solamente es lo efímero y terrenal, sino que rebaja al dios a nivel humano.

Una de las razones de la cursi hipocresía de las democracias occidentales, que se esfuerzan (sobre todo la americana) en insistir por presentar en público a los presidentes en compañía de sus esposas e hijos, es tratar de mostrarlos como seres humanos asequibles, alguien que se parezca al vecino, un administrador eficiente que se beneficia de las bondades de la democracia tanto como el resto de los comunes mortales. En fin, un igual solamente un poquito más igual.

La relación con la prole es de especial atención para los dictadores. Los descendientes se esconden y no aparecen hasta que el omnipotente y omnipresente líder se encuentra en su etapa final, ya perdido el combate con la biología, para utilizarles como dispositivo  detonador de respuestas emotivas en la población y en algunos casos, como elemento de continuidad.

En los países democráticos esto es casi imposible de alcanzar porque los presidentes no controlan los medios de comunicación, aunque hay un acuerdo tácito mediante el cual la prensa trata de no entrometerse demasiado en las vidas privadas de los vástagos. Incluso las casquivanas jimaguas de Bush escaparon a un escrutinio intenso a pesar de ellas mismas.

Stalin, Mao y Castro son famosos por la forma en que condenaron a sus primogénitos a la oscuridad y al anonimato, principalmente durante sus períodos de infancia y adolescencia. Putin, el nuevo zar, quien cada vez revela más sus delirios de grandeza y sus ansias imperiales, no se queda atrás.

Hacia 1966, cuando cursaba el décimo grado, iba casi todos los sábados a jugar pelota, con un grupo de amigos, a los ya para entonces estropeados terrenos de la antigua Universidad de Santo Tomás de Villanueva (no sé qué será de ellos hoy en día). Un buen día se apareció, sin bulla y con timidez, un joven que se nos presentó simplemente como José Raúl. Nos dijo que estaba becado en el pre-universitario Carlos Marx y que nos veía desde la ventana de su  albergue y pidió jugar con nosotros. Siempre necesitados de gente para completar los equipos, lo aceptamos, aunque nos sorprendió, porque no pensábamos que los albergues del Carlos Marx llegaban tan cerca de la Quinta Avenida.

Quizá un año mayor que yo, de elevada estatura pero de físico ordinario, nada, ni sus habilidades deportivas, lo distinguía, a no ser por los dos mulatos bien altos y fornidos que calladamente lo acompañaban cada sábado. Nos dijo que eran sus compañeros de albergue. Tendrían cinco o seis años más que nosotros, pero entonces, no había límite de edad para estar en el pre-universitario, tuve compañeros de clase de 23 años. Nunca se incorporaron a los piquetes. Se mantenían sentados, atentos al juego y a cada uno de nuestros movimientos, en un escuálido fragmento de gradería que subsistía como pobre indicador de tiempos mejores.

Inmediatamente se corrió la voz de que era Fidel Castro Díaz-Balart. Nos lo confirmaron, con esa incierta certeza que predomina en un universo que preside el rumor,  unos amigos que estudiaban con José Raúl en el Carlos Marx. Nunca le dijimos nada. Nuestros padres nos advirtieron que ni se nos ocurriera preguntarle. Más adelante tuvimos otras formas de confirmar su identidad, pero entonces solamente teníamos esa información circunstancial. Continuamos jugando como si nada, aunque después lo comentábamos entre nosotros. Nos limitábamos a jugar y a no expandir nuestra relación. No hablaba mucho y un día, unos cinco o seis sábados más tarde, de la misma forma tímida y callada en la que apareció, se nos desapareció.

El resto de su historia, después de los ochenta, es bastante conocido. Más tarde se nos ocurrió pensar cuán triste debió haber sido su adolescencia, obligado a guardar en secreto su identidad, llevando su propio rostro y una falsa historia como máscara. Una infancia y una adolescencia, como Castro castrado, muy distinta a la que probablemente tuvieron sus primos hermanos, los congresistas floridanos Díaz-Balart.

Desde que asumió el poder, Vladimir Putin se las arregló para mantener oculta la existencia de sus hijas. De ellas existe información fragmentada y contradictoria. Residían en el más cómodo ostracismo hasta que hace unos días, tras el derribo del vuelo MH17, cuyos pasajeros eran mayoritariamente holandeses, se desató una protesta frente a un lujoso edificio de diez plantas en la pequeña pero afluente localidad de Voorschotem cerca de La Haya. Los protestantes se encontraban ahí porque los dueños del penthouse que ocupa los dos últimos niveles son María Putina, de 29 años, hija del presidente ruso, y su esposo, el holandés Jorrit Faasen, de 34 años, alto ejecutivo de varias compañías petroleras, entre ellas Gazprom, la corporación estatal controlada por el gobierno ruso. El alcalde de Hilversum, pidió que la deportaran, aunque luego se disculpó por su exabrupto.

Este  matrimonio era hasta ahora un rumor no confirmado, pero la tragedia de la aerolínea malaya lo sacó a relucir y provocó su confirmación.  De igual manera, han salido a la plataforma pública datos sobre la hija menor, Ekaterina Putina, de 27 años, de quien se dice que es una orientalista que ha estado comprometida o quizá casada con un sudcoreano, hijo de un agregado militar de la embajada de Corea del Sur en Moscú durante los años 90.

Las magras informaciones, de dudosas fuentes, que existen sobre ellas, sitúan el nacimiento de María en San Petersburgo  y el de Ekaterina en Berlín Oriental, cuando su padre cumplía funciones de la KGB en Dresde. Lo que sí está confirmado es que ambas estudiaron la primaria en Dresde y que impulsadas por su padre, continuaron sus estudios en alemán, una vez que ya residían en Rusia.

A María la han descrito como “glamorosa” y a Ekaterina como “estudiosa”. Pero por mucho que se afane Putin por ocultar a su familia, tragedias, divorcios y otros sucesos siempre se encargan, como fue el caso de los hijos de los otros dictadores, de desenterrar los secretos y airear los trapos sucios.  Quizá algún día José Raúl, María y Ekaterina se decidan a escribir las memorias de sus atroces infancias, de víctimas de abuso mental por decreto y ayuden a bajar del pedestal a sus inclementes figuras paternas.


Roberto Madrigal

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