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Thursday, December 12, 2013

Lo que no cambian los cambios



No cabe duda de que en Cuba han ocurrido cambios en la esfera política, cultural y económica desde que Raúl Castro tomó el poder tras la enfermedad que sacó a su hermano de la prolongada vida dictatorial. Desaparecidos el protagonismo y el principal protagonista, el liderazgo constituidos por septuagenarios y octogenarios que llevaban décadas viviendo parasitariamente de la gesta delirante que alimentaba, incluso sin recursos, el Máximo Líder, se quedó sin narrativa.

La actuación del gobierno cubano en las últimas 72 horas, en respuesta a las acciones de los disidentes durante las celebraciones del día de los derechos humanos, pone en evidencia, una vez más, no solo la lentitud e inoperancia de los cambios, sino hasta qué punto son realmente fundamentales.

En los últimos seis años se han introducido medidas que en el aspecto económico han permitido a  un pueblo adocenado por décadas de miseria, participar en un capitalismo de subsistencia que no pasa del buhonerismo barato. No solo eso, sino que han eliminado ciertas oportunidades que estas medidas han creado y que pudieran llevar más allá de estos límites. El gobierno se aferra a mantenerse como el principal empleador y como regulador absoluto de los empleos que se generen tras sus nuevas medidas, sea tanto con organizaciones extranjeras como con iniciativas locales.

En el plano cultural es cierto que hoy se dicen cosas que llevaban de inmediato a la cárcel apenas una década atrás, pero siempre sobre temas que ya son imposibles de esconder, como la miseria, la farsa del periodismo y la caída de la utopía. En realidad permiten condenar al presente porque prácticamente el gobierno quiere hacer ver que la realidad cubana de hoy no es responsabilidad de los gobernantes, sino de fuerzas extemporáneas que proceden no se sabe de dónde (los exégetas no se atreven a mencionar otra cosa que no sean pequeñas traiciones y por supuesto el embargo y el enemigo foráneo).

En el plano político se han hecho de la vista gorda, hasta cierto punto, con los blogueros y los periodistas independientes, porque conocen que su impacto mayor es en el exterior y ya su imagen está demasiado dañada y de forma irreparable, por lo que no les preocupa. Saben bien que hay muchos ciegos por ahí que siguen sin querer ver y les basta para subsistir.

¡Ah! Pero los ingratos, en vez de disfrutar el margen de maniobrabilidad que se les ha concedido, han decidido radicalizarse y salir a la calle, con más audacia, en el plano nacional. ¡Eso sí que no! Por lo tanto, no han vacilado en recurrir a los viejos métodos, siempre tan efectivos, los mítines de repudio, las turbas enardecidas y amenazantes, instigadas por el gobierno, la actuación de la policía, el ejército y la seguridad del estado tanto usando sus uniformes oficiales, como disfrazados de paisano, como civiles escandalizados. Para escarmentar a estos ingratos, han añadido algo nuevo en los últimos años, un cambio, el uso de la violencia abierta y grosera por parte de las autoridades, de la que por tantos años se cuidaron (no les hacía mucha falta entonces).

Esto apunta al problema fundamental de lo que no cambian los cambios. Mientras estos vengan estrictamente desde arriba, desde los mismos que detentan el poder hace más de cincuenta años, estos serán no solamente quienes decidirán los límites de las modificaciones, sino que además son los únicos que saben cuáles son en realidad los cambios. Además de no definirlos, tienen el poder de cambiar los cambios, de hacerlos retroceder y de actuar contra sus consecuencias cuando les sea conveniente.

Los métodos no han cambiado. Mientras un solo grupo de individuos conserve el derecho único de delimitar el curso de la inmigración, del abastecimiento de materiales de consumo, del pensamiento intelectual, del objetivo de la educación, de la producción cultural, de los derechos civiles y del orden político, las bases y la esencia de la sociedad totalitaria se mantienen inmutables. La esperanza es que a veces hay procesos que se escapan de la mano de quienes los desatan y se convierten en irreversibles.

 

Roberto Madrigal

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