Dunkinsville no es más que un lugar en el mapa de Ohio,
específicamente en el condado Adams. No creo que su población se pueda estimar.
Es una iglesia y cuatro casas desvencijadas, muy distantes entre sí. Se
encuentra a poco más de una hora de Cincinnati que, con su relativo
cosmopolitismo, es meramente una ciudad que fue. Menos de una hora más allá de
Dunkinsville se encuentra Portsmouth, una aldea que fue, cuando el comercio
fluvial era importante y Mark Twain navegaba por el río Ohio. O sea, está en el
mismo medio de la nada.
No me interpreten mal. Me gusta y disfruto Cincinnati,
donde vivo hace más de treinta años. Con sus viejas leyendas de Twain, de
Sherwood Anderson, de Robert Lowry, de Harriet Beecher Stowe y del gordo Taft,
el presidente que se dice que al sentarse, rompió un inodoro en la Casa Blanca.
Con su leyenda de Kings records, de donde salieron Aretha Franklin y James
Brown. Con su perenne conexión con Cuba, desde el debut de Rafael Almeida y
Armando Marsans con los rojos de Cincinnati en 1911, pasando por Leonardo Cárdenas
y Tony Pérez y ahora con Aroldis Chapman, así como con la cantidad de
excelentes bailarines que por aquí han pasado, desde Nelson Madrigal y Lorna
Feijóo hasta la actual cosecha de estrellas que integran el ballet de la ciudad
y que incluye a Cervilio Amador, Yosvani Ramos, Rodrigo Almarales, Romel Frómeta,
Gema Díaz, Ana Gallardo y Julio Concepción. Pero Dunkinsville está más allá de
las fronteras de la imaginación.
Hace más de veinticinco años que pongo el piloto
automático y visito, unas tres veces al año, el área de Dunkinsville. Ya ni me
acuerdo de los números de las carreteras (a no ser que revise en Google), sólo
sé que al llegar a la más que humilde iglesia metodista, debo hacer derecha en
la próxima intersección y subir la colina, a través de una estrecha vía con
pequeños pero peligrosos riscos al costado de sus curvas, hasta la Pastelería,
Mercado y Mueblería Miller, que es mi verdadero destino.
Los Miller, que son hoy en día unas cuatro familias que
viven en casas aledañas cercanísimas al mercado, tienen una peculiaridad, que
es la que siempre me ha interesado: son Amish de la Vieja Orden.
Los Amish son un grupo religioso compuesto por los seguidores
fieles de las doctrinas del pastor suizo Jakob Amman, un disidente de los
Anabautistas, quien comenzó el movimiento en 1693. Debido a la persecución que
sufrieron, escaparon a Holanda primero y finalmente, ya en el siglo diecinueve,
a los Estados Unidos, principalmente a Pennsylvania y más tarde a zonas de
Ohio, Indiana y Nueva York. Otros grupos se esparcieron por todos los Estados
Unidos y algunos países de Latinoamérica, principalmente México y algunas zonas
de América Central, pero estos son los grupos menonitas menos ortodoxos.
Los de la Vieja Orden no solamente han mantenido sus
costumbres, sino hasta su dialecto, una mezcla de suizo-alemán con holandés que
se refleja en su acento cuando hablan inglés, al cual le llaman “Holandés de
Pennsylvania”. Son un grupo cristiano extremadamente conservador y
tradicionalista. Si la palabra fundamentalista no existiera, habría que
inventarla para describir a los Amish de la Vieja Orden.
Se rigen por una serie de cánones que tienen que observar
estrictamente. La electricidad no llega a sus casas (las que conozco son
grandes casas de dos plantas, pintadas de blanco y mantenidas impolutas). No
estudian más allá del octavo grado, en sus propias escuelas, porque lo consideran inútil. Sus ropas son solamente
de colores azules, grises, negros y blancos y no usan botones. Las mujeres no
pueden usar maquillajes y en general se cubren la cabeza con un gorrito y se
recogen el pelo en un moño. Los hombres se dejan la barba y solamente usan
camisas de mangas largas. Llevan por lo general un sombrero. Los grupos no
pagan impuestos de seguro social ni seguros privados. La comunidad se encarga
de pagar por los gastos médicos y el cuidado de los ancianos. Alaban lo que
llaman el “plain look”, o sea el lucir sencillo. En la mejor tradición de
Jesucristo, son extraordinarios carpinteros. También se dedican a la
agricultura y a la producción de derivados lácteos. Sus quesos y sus
mantequillas son excelentes.
Aunque el 90% de los que crecen en esta religión
permanecen en ella, no es por supuesto, un grupo sin problemas, ni
completamente atractivo y pintoresco. Tienen, entre otras cosas, los problemas
que confronta una comunidad cerrada que rechaza las influencias externas: la
endogamia y los problemas genéticos que genera. Hay en su religión, como en
toda religión monoteísta, un tufo autoritario y despótico. Un mesianismo
insoportable. Es una comunidad estrictamente controlada y reprimida, aunque sea
por deseo propio.
Pero lo que me interesa y me llama la atención de los
Amish y mi experiencia con los Miller, más allá del par de muebles maravillosos
que les he comprado (entre ellos un comodísimo sillón), de los quesos, panes de
canela, pasteles de manzana y tubos de mantequilla que he consumido, es el
hecho de observar una comunidad que vive bajo sus propias reglas, a pesar de
que no tienen la necesidad de hacerlo.
Los Miller, y los Amish en general, son comerciantes prósperos.
Sus mercancías son caras. No son aquellos religiosos que se refugian en sus
creencias para esconderse de su pobreza material y de sus pequeños problemas
existenciales y de sus vidas sin salida. Estos son verdaderos creyentes que
aceptan sus limitaciones y la voluntad de su dios. Viven rodeados de tecnología
y solamente se adaptan a ella para poder mantener sus costumbres espartanas. No
les interesan los valores del mundo que los rodea.
Al visitar el mercado y la finca uno interactúa con
individuos comedidamente amistosos, que te miran de frente y a los ojos. Cuando
mi esposa y yo, o los invitados que nos acompañan, hablamos en español, nos
miran con curiosidad, sobre todo los niños, pero con respeto, como debemos
mirarlos a ellos cuando intercambian en su dialecto. Aunque para algunos quizá
sean los saltimbanquis del circo, ellos se mantienen inalterables en su
cordialidad. Además, como buenos negociantes, no discuten con el cliente.
Miran al intruso con desdeño. Piensan que el suyo es el
camino correcto y allá el resto del mundo. No hay el menor interés en hacer
proselitismo. Viven su fe y dejan vivir al descreído, que ya Dios se encargará
del resto. Los Amish demuestran que el fundamentalismo no tiene que llegar al terrorismo
ni al extremismo político. No envidian la vida de los otros porque la pudieran
vivir si quisieran.
Los terroristas islámicos que tantos nos acosan en
nuestro tiempo son el producto de un fundamentalismo manipulado. Todas las
religiones son proclives a crear grupos extremistas pues su mensaje es siempre
ambiguo. Se expresan en parábolas y metáforas. Unas más ridículas que otras,
pero todas graves y cursis. Todas inducen al fanatismo. Pero los terroristas
responden a una envidia o rencor por el estilo de vida de quienes atacan, quizá
porque, a diferencia de los Amish, ellos quisieran vivir como sus enemigos y al
resultarles imposible, deciden atacar un modo de vida que les resulta atractivo
pero elusivo.
Como señalara Zizek en un reciente artículo, el hombre
occidental ha perdido sus convicciones. La derecha y la izquierda liberal se
mueven entre la intolerancia y el paternalismo complaciente. Lo que se necesita
es un discurso capaz de enfrentar la desigualdad social, la xenofobia, el
racismo y el segregacionismo, que incorpore los valores occidentales que de una
manera u otra todo el mundo desea y que brinde verdaderas oportunidades de
integración a los grupos inmigrantes. Que no se quede en la palabrería políticamente
correcta, con su tolerancia condescendiente y
que de veras defienda la universalidad de los postulados modernos de
igualdad, libertad y fraternidad, sin prometer utopías absurdas e
irrealizables.
Mientras tanto, ahí seguirán multiplicándose los Miller,
entre sus suaves colinas y sus valles maravillosos. Multiplicando su negocio.
Manteniendo sus principios y sus costumbres con los mínimos ajustes necesarios
para sobrevivir. Un callado ejemplo para todos. Como también es ejemplar la
sociedad que les permite vivir así.
Roberto Madrigal
Muy interesante la comparación con los Amish, buenísimas tus conclusiones. Una vez pasé por una comunidad Amish y fue una experiencia impactante, nada cirquense. Y la comida me encantó. Ah, si Cincinnati está en el medio de la nada, donde yo vivo está en el intestino del mundo :-) abrazongo...
ReplyDeleteExcelente Roberto, prosa limpia e ideas claras, ese penultimo parrafo vale todo un imperio... (bueno, a lo mejor no un imperio, pero al menos toda una biblioteca).... Chapó...
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