Acabo de leer una
novela del narrador alemán Peter Schneider titulada Couplings (1992). La trama
se desarrolla en el año 1985 y ocurre mayormente en un café de Berlín
Occidental llamado The Tent en el cual se reúnen diversos intelectuales de una
variopinta fauna marginal que discuten sobre política, literatura y cotidianidad
siempre bajo la presencia asechante del
Muro de Berlín, que se encuentra a unos metros del café. Sin ser una novela
política, el Muro se erige en la obra como una presencia omnívora que divide los
sentimientos y los ideales de los personajes. Una barrera contra el libre flujo
de las ideas y a veces un sitio perfecto para que un encuentro sexual se
convierta en una audacia lúbrica de sadomasoquismo político. El Muro, ominoso e
inmóvil es un potente símbolo de represión pero también de convite a la lujuria
espeluznante.
Al igual que los
personajes de Couplings, yo también
puedo tomarme un café frente al Muro de Berlín, al menos frente a un pedazo del
mismo, pero en la plaza Speyer, en la calle 53 y la avenida Madison en New
York. Tras su derrumbe, el agonizante gobierno de la ya desaparecida República
Democrática Alemana se lo vendió al gigante de bienes raíces Tishman Speyer, quien
es (o era hasta el otro día) el dueño de la plaza. Es solo un fragmento de
veinte pies de alto rodeado de unas mesas en las cuales se sientan turistas,
vagabundos y curiosos por igual, muchos de los cuales no tienen la menor idea
de lo que enfrentan. A mi me conmueve verlo y tocarlo, incluso ahí, ya reducido
a fetiche, pero por supuesto es lo que convoca de mi experiencia personal lo
que me hace reaccionar ante él casi como uno de los personajes de la novela.
Hace unos años,
deambulando por el Boulevard de la Pétrusse, cerca de mi hotel en Luxemburgo,
veo a mi derecha una bella mansión, mucho más llamativa que las que la rodean,
que está aparentemente en restauración. Las puertas están abiertas de par en
par, invitando a gozar de su interior. Sin pensarlo dos veces entro sin reparar
en una placa incrustada en uno de los pilares de la entrada de la calle. Una
vez en el inmenso y majestuoso salón, que está onerosamente vacío, comienzo a sentir
una rara ansiedad, como algo que me aprieta la garganta. Todo a mi alrededor es
hermoso en su desnudez, no hay adornos en la paredes, no hay presencia humana,
es como un recinto del cual los seres humanos se han escapado. Un poco
confundido trato de encontrar a alguien a quien hacer aun no sé qué pregunta.
Pero tras unos minutos durante los cuales me muevo entre pasillos y
habitaciones en los cuales no hay un mueble, ni un cuadro, ni una persona, solo
escaleras de pintor, con cubos y brochas colgados, decido irme. Salgo y leo la
placa que dice: “Villa Pauly, antiguo cuartel general de los SS en Luxemburgo. Aquí
se interrogaron torturaron y asesinaron centenares de personas durante la II
Guerra Mundial”. Me entero que hoy funciona como un centro de investigación y
documentación sobre la resistencia antinazi. Es curioso que esa visión de
aquella sala me remitió después al salón donde ocurre la orgía en Eyes Wide Shut, la película de Stanley
Kubrick.
Hace mas de
treinta años, en Cuba, vivía seducido por el mar. Para mi era lo que me impedía
salir a la libertad pero también era el camino posible para llegar a ella. El
horizonte era la línea tras la cual la imaginación comenzaba. No concebía vivir
alejado de esa entidad contradictoria que se me antojaba como el mar que
describe Reinaldo Arenas en su novela Otra
vez el mar, cuando dice: “…aquí está el mar que tus ojos no podrán
interpretar” y como “estruendosa carcajada, furia en constante acecho”. Por
muchos años he vivido a cientos de millas de distancia del mar, algo impensable
para mi entonces, lo veo, desde la orilla, quizá una o dos veces al año cuando
más. No lo extraño ya, cuando lo encaro hago un esfuerzo consciente para evocar
emociones o recuerdos, pero ya no me mueve ni me conmueve. Solo observo su
belleza y sus estados de ánimo. Se ha convertido también, para mi, en un fetiche.
Roberto Madrigal