Una de las características principales del dictador
totalitario en su labor de endiosamiento, es el deslinde de su vida pública y
su vida familiar. Las relaciones humanas son el tabú del tótem en lo cual el
dictador pretende erigirse. Mientras más íntimas peor. Los máximos líderes son
figuras que se supone guíen a las masas más allá del tiempo y del espacio. La
familia no solamente es lo efímero y terrenal, sino que rebaja al dios a nivel
humano.
Una de las razones de la cursi hipocresía de las
democracias occidentales, que se esfuerzan (sobre todo la americana) en
insistir por presentar en público a los presidentes en compañía de sus esposas
e hijos, es tratar de mostrarlos como seres humanos asequibles, alguien que se
parezca al vecino, un administrador eficiente que se beneficia de las bondades
de la democracia tanto como el resto de los comunes mortales. En fin, un igual
solamente un poquito más igual.
La relación con la prole es de especial atención para los
dictadores. Los descendientes se esconden y no aparecen hasta que el
omnipotente y omnipresente líder se encuentra en su etapa final, ya perdido el combate
con la biología, para utilizarles como dispositivo detonador de respuestas emotivas en la
población y en algunos casos, como elemento de continuidad.
En los países democráticos esto es casi imposible de
alcanzar porque los presidentes no controlan los medios de comunicación, aunque
hay un acuerdo tácito mediante el cual la prensa trata de no entrometerse
demasiado en las vidas privadas de los vástagos. Incluso las casquivanas
jimaguas de Bush escaparon a un escrutinio intenso a pesar de ellas mismas.
Stalin, Mao y Castro son famosos por la forma en que
condenaron a sus primogénitos a la oscuridad y al anonimato, principalmente
durante sus períodos de infancia y adolescencia. Putin, el nuevo zar, quien
cada vez revela más sus delirios de grandeza y sus ansias imperiales, no se
queda atrás.
Hacia 1966, cuando cursaba el décimo grado, iba casi
todos los sábados a jugar pelota, con un grupo de amigos, a los ya para
entonces estropeados terrenos de la antigua Universidad de Santo Tomás de Villanueva
(no sé qué será de ellos hoy en día). Un buen día se apareció, sin bulla y con
timidez, un joven que se nos presentó simplemente como José Raúl. Nos dijo que
estaba becado en el pre-universitario Carlos Marx y que nos veía desde la
ventana de su albergue y pidió jugar con
nosotros. Siempre necesitados de gente para completar los equipos, lo
aceptamos, aunque nos sorprendió, porque no pensábamos que los albergues del
Carlos Marx llegaban tan cerca de la Quinta Avenida.
Quizá un año mayor que yo, de elevada estatura pero de
físico ordinario, nada, ni sus habilidades deportivas, lo distinguía, a no ser
por los dos mulatos bien altos y fornidos que calladamente lo acompañaban cada
sábado. Nos dijo que eran sus compañeros de albergue. Tendrían cinco o seis
años más que nosotros, pero entonces, no había límite de edad para estar en el
pre-universitario, tuve compañeros de clase de 23 años. Nunca se incorporaron a
los piquetes. Se mantenían sentados, atentos al juego y a cada uno de nuestros
movimientos, en un escuálido fragmento de gradería que subsistía como pobre
indicador de tiempos mejores.
Inmediatamente se corrió la voz de que era Fidel Castro
Díaz-Balart. Nos lo confirmaron, con esa incierta certeza que predomina en un
universo que preside el rumor, unos
amigos que estudiaban con José Raúl en el Carlos Marx. Nunca le dijimos nada.
Nuestros padres nos advirtieron que ni se nos ocurriera preguntarle. Más
adelante tuvimos otras formas de confirmar su identidad, pero entonces
solamente teníamos esa información circunstancial. Continuamos jugando como si
nada, aunque después lo comentábamos entre nosotros. Nos limitábamos a jugar y
a no expandir nuestra relación. No hablaba mucho y un día, unos cinco o seis
sábados más tarde, de la misma forma tímida y callada en la que apareció, se
nos desapareció.
El resto de su historia, después de los ochenta, es bastante
conocido. Más tarde se nos ocurrió pensar cuán triste debió haber sido su
adolescencia, obligado a guardar en secreto su identidad, llevando su propio
rostro y una falsa historia como máscara. Una infancia y una adolescencia, como
Castro castrado, muy distinta a la que probablemente tuvieron sus primos
hermanos, los congresistas floridanos Díaz-Balart.
Desde que asumió el poder, Vladimir Putin se las arregló
para mantener oculta la existencia de sus hijas. De ellas existe información
fragmentada y contradictoria. Residían en el más cómodo ostracismo hasta que
hace unos días, tras el derribo del vuelo MH17, cuyos pasajeros eran
mayoritariamente holandeses, se desató una protesta frente a un lujoso edificio
de diez plantas en la pequeña pero afluente localidad de Voorschotem cerca de
La Haya. Los protestantes se encontraban ahí porque los dueños del penthouse
que ocupa los dos últimos niveles son María Putina, de 29 años, hija del
presidente ruso, y su esposo, el holandés Jorrit Faasen, de 34 años, alto
ejecutivo de varias compañías petroleras, entre ellas Gazprom, la corporación
estatal controlada por el gobierno ruso. El alcalde de Hilversum, pidió que la
deportaran, aunque luego se disculpó por su exabrupto.
Este matrimonio era
hasta ahora un rumor no confirmado, pero la tragedia de la aerolínea malaya lo
sacó a relucir y provocó su confirmación.
De igual manera, han salido a la plataforma pública datos sobre la hija
menor, Ekaterina Putina, de 27 años, de quien se dice que es una orientalista
que ha estado comprometida o quizá casada con un sudcoreano, hijo de un
agregado militar de la embajada de Corea del Sur en Moscú durante los años 90.
Las magras informaciones, de dudosas fuentes, que existen
sobre ellas, sitúan el nacimiento de María en San Petersburgo y el de Ekaterina en Berlín Oriental, cuando
su padre cumplía funciones de la KGB en Dresde. Lo que sí está confirmado es
que ambas estudiaron la primaria en Dresde y que impulsadas por su padre,
continuaron sus estudios en alemán, una vez que ya residían en Rusia.
A María la han descrito como “glamorosa” y a Ekaterina
como “estudiosa”. Pero por mucho que se afane Putin por ocultar a su familia,
tragedias, divorcios y otros sucesos siempre se encargan, como fue el caso de
los hijos de los otros dictadores, de desenterrar los secretos y airear los
trapos sucios. Quizá algún día José
Raúl, María y Ekaterina se decidan a escribir las memorias de sus atroces
infancias, de víctimas de abuso mental por decreto y ayuden a bajar del
pedestal a sus inclementes figuras paternas.
Roberto Madrigal