Cada vez que
muere algún artista o intelectual famoso, centenares de otros artistas o
intelectuales, menos famosos, parecen sentirse
en la obligación de emitir opiniones al respecto. Por lo general, son colegas gremiales de
mucha menor estatura que los cadáveres, en algunos casos, simples
arribistas. Esto se extrema en el caso
cubano, en el cual arte y política parecen obligadas a andar tomadas de la
mano.
No me refiero
a quienes expresan sus opiniones en las redes sociales. Estos no solamente
ejercen un legítimo derecho, sino que para eso se han hecho Facebook y Twitter
(entre otros), para que quien quiera pueda escuchar la voz de cada cual, sin
importar el nivel de oscuridad de la fuente, y al que no le guste, que se
desconecte.
Hablo de
quienes se suben a plataformas en la prensa plana, en los blogs y en la prensa
electrónica para espetar sus ditirambos y diatribas que nadie ha solicitado.
Eso estuviera bien si dijeran algo interesante sobre los muertos que velan,
pero por lo general, aparte de unos pocos, la inmensa mayoría se limita a
repetir lo que todos ya sabíamos en vida de los finados.
En estos días,
con las muertes de García Márquez y de Juan Formell, los cubanólogos, los
intelectuales anodinos y los diletantes con causa, de ambos lados del espectro
político, unos por encargo, otros por vanidad personal y otros por un sentido
equivocado de la honestidad intelectual, se han disparado a alabar, criticar y
hasta a perdonarle la muerte (que no la vida), a los mencionados personajes,
quienes parecen ser reducidos al único punto que tienen en común: su execrable
apoyo público al gobierno de Fidel Castro.
Estos
repetidores de viejas consignas y de lemas gastados, son capaces de simplificar
hasta lo obvio. Odian (o aman) al artista y su obra por sus posiciones
políticas, odian (o aman) las posiciones políticas por la personalidad y la
obra del artista. Reducen todo a un solo rasero y echan a un lado la gran
cantidad de matices que colorean las complejidades del fenómeno artístico y del
fenómeno humano. Simplifican a nivel pueril para así apoyarse cómodamente sobre
la ya desfigurada figura del occiso.
En realidad,
no hay porque preocuparse mucho. Es cierto que si el hombre es el “zoom
politikon”, cada opinión se puede juzgar como una opinión política y asimismo,
cada obra debe estar permeada por la visión política del autor. También es
cierto que si las víctimas olvidan cometen un delito y se convierten en
cómplices. Pero afortunadamente, muchas palabras se las lleva el viento. El
daño que hicieron ya es irreparable, señalarlo a la hora de la muerte es llover
sobre mojado, además, los muertos no se pueden defender. La obra es otra cosa,
eso sí queda y será más o menos efímera en la medida del impacto cultural que
tuvo en su momento.
Recuerdo que a
principios de 1990, Camilo José Cela, recién galardonado con el premio Nobel,
visitaba Miami como parte de las actividades del extinto premio Letras de Oro. Un
hispanófilo asustado le preguntó sobrecogido su opinión sobre el spanglish y su
posible efecto devastador en el idioma español. Sin alterarse, Cela le
respondió que no tenía que preocuparse, si era algo útil y de valor, se
quedaría, si no, pasaría al olvido. Casi un cuarto de siglo después el
spanglish sigue siendo un lenguaje se segunda, un medio de transición entre
culturas que no representa ninguna amenaza al español. Dejen morir a los
muertos, que ya no tienen futuro. De la obra, el tiempo se encargará de
rescatar lo perdurable.
Roberto
Madrigal
http://enrisco.blogspot.com/2014/05/formell.html
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