El tema es tan
viejo como el castrismo. La censura nunca ha dejado de ejercerse en Cuba. Quizá
la tenacidad, el celo y la eficiencia han flaqueado por momentos, pero el ojo
represor ha sido una constante. No me refiero a la censura en otros lares.
Cultura y educación
son la última frontera, la última línea de defensa de los totalitarios. Son los
mecanismos a través de los cuales se moldea el pensamiento de los jóvenes, se
elabora la imagen pública del gobierno, se distorsiona la información y se
establecen los límites del cuestionamiento. El dólar puede ser despenalizado,
los pequeños negocios pueden florecer con límites y los miembros de la
nomenklatura tienen derecho a enriquecerse, pero tiene que ser riqueza con
conciencia revolucionaria. Después de la cultura, el veril.
Los casos recientes
de los filmes Santa y Andrés, de
Carlos Lechuga y Nadie, de Miguel
Coyula, asi como las expulsiones del recinto universitario de Las Villas de la profesora Dalila Rodríguez y de la estudiante
de periodismo Karla María Pérez González, ilustran un vez más, la importancia
que el gobierno cubano otorga a la cultura y la educación como mecanismos de control.
Las masas se ilustran a conveniencia del
estado.
Las
universidades son de los revolucionarios. Dalila cometió el delito inevitable
de ser hija de un disidente y probablemente de no haber renunciado a él, como
en los viejos tiempos. Karla se atrevió a sumarse a un grupo juvenil opositor.
En un artículo recién publicado en La
pupila insomne el profesor Rafael Plá León, “filósofo y profesor de
disciplinas filosóficas” según apunta el portal EcuRed, filosofa en un galimatías,
sobre la vigencia del lema “que nos enseñó Fidel en el fragor del proceso que
se bautizó como profundización de la conciencia revolucionaria en el curso
1979-80: ‘La universidad es para los revolucionarios’…porque no es excluyente
para los que no son revolucionarios…pero sí pone en su lugar al
contrarrevolucionario…simplemente sienta las bases de la hegemonía
revolucionaria en la Universidad como una de las conquistas históricas de la
Revolución”. Por supuesto, el censor se reserva el derecho de definir a los
revolucionarios, a los no revolucionarios y a los contrarrevolucionarios según
le convenga. La censura es difusamente definida, el censor es antojadizo.
Una cosa está
clara, se puede criticar a los revolucionarios y a los socialistas, pero no a
la Revolución ni al Socialismo, y mucho menos la figura de Fidel Castro. Como
ya dijeron antes, en otro lema ridículo, los hombres mueren y el partido es inmortal.
Ese es el postulado, el dogma inviolable que rige la censura.
Santa y Andrés se atrevió, mediante un juego narrativo con el
tiempo, a querer decir que la censura del libre pensamiento y la represión a
los homosexuales, no fueron un episodio superado en la historia del castrismo,
un error coyuntural. De eso se dio cuenta uno que en su momento fue censurado y
ahora es censor diligente, el poeta y profesor Guillermo Rodríguez Rivera y lo
expresó en un artículo que recientemente publicó en el blog de Silvio Rodríguez.
En su artículo aboga por el diálogo y el entendimiento, pero con su análisis,
emplaza al filme y lo pone sutilmente en la picota.
Los censores
son todos aquellos que por miedo, por celo, por estupidez, por frustraciones
personales y ambiciones delirantes, se prestan a ejercer la censura, a
aplicarla de la forma más estricta posible. Algunos son inteligentes, muchos otros
son ignorantes y se sienten inseguros.
Los censores
ejecutan actos de diverso tipo. Desde los que son capaces de acabar con la
carrera literaria (en la isla), de Heberto Padilla y de Reinaldo Arenas, hasta
los tragicómicos (comedia para el observador, tragedia para quien sufre la
censura), que castigan a una pobre editora por no haber eliminado la frase “abajo
el comandante en jefe” de…La guerra de
las salamandras (un caso real), sin importar que la novela fuera
originalmente publicada en 1936 y que el autor hubiera muerto en 1938.
Es difícil
acusar a las víctimas del crimen del cual son sujetos. Pero los censurados, en
muchos casos, se convierten en cómplices de los censores (y algunos terminan de
censores, como es el caso de Miguel Barnet). Dominados por el miedo, empiezan
con la autocensura y luego si se les escapa algo y son atrapados en la telaraña
del censor, comienzan a justificarse disfrazando sus verdaderas intenciones con
excusas inexcusables. El propio Lechuga, en un momento de debilidad se quejó de
la censura y habló de que él siempre se “había portado bien”, tratando de pedir
redención aludiendo al oficio de carnero. Pero luego se le pasó.
Por temores
justificados e injustificados, pero nunca justificables, la mayoría de los intelectuales
y artistas cubanos, también por el afán de pertenecer al canon isleño, se
dedican a pedir migajas. Expresan sus desacuerdos pidiendo comprensión al
censor. He ahí al grupo G20 que pide una ley de cine y trata de gestionar no se
sabe qué con el ICAIC. No se comprometen a defender a sus compañeros caídos,
como fue el reciente caso del cineasta Juan Carlos Cremata, sino a pedir
pequeños cambios para moverse mejor en el futuro. Por cierto, llevan como tres
años en el asunto y no han conseguido nada todavía.
La censura es
el arma poderosa que mantiene la cultura y la educación como arma de dominación
política, los censores son los funcionaros diligentes que la interpretan con la
mayor ortodoxia posible, sin el menor
sentido del humor, los censurados, si no terminan habitando el reino del
silencio o poniendo pies en polvorosa, se convierten en cómplices de la censura
y del censor, porque hay cosas que son herméticas, y ellos lo saben bien.
Roberto
Madrigal
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