He
visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la
locura, famélicos, histéricos, desnudos,
arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de
un colérico picotazo…
locura, famélicos, histéricos, desnudos,
arrastrándose de madrugada por las calles de los negros en busca de
un colérico picotazo…
Aullido, Allen Ginsberg
Cuando un amigo me despertó poco después de la
medianoche, ya veintiséis de noviembre, para anunciarme la muerte de Fidel
Castro, sentí una leve alegría mental, pero en el plano emocional, no sentí absolutamente
nada. Al amanecer, aproveché el fallecimiento como excusa celebratoria para
encontrarme con mi amigo, el artista plástico Juansi, quien se acercaba desde
Dayton para unas gestiones que debía hacer, y tomarnos un trago en el bar de un
Applebee’s, mientras el resto de los comensales seguía con interés de fanáticos,
el juego de fútbol colegial entre Michigan y Ohio State, que por estos lares es
todo un acontecimiento, ajenos a los hechos que conversábamos.
No creo que existe otra persona que yo haya odiado más
que a Fidel Castro. Es el individuo a quien considero el máximo responsable
(pero no el único) de arruinar mi juventud. Desde muy joven lo responsabilicé
por destruir mi universo, los sueños de mi infancia, las ilusiones de mi
adolescencia y por frustrar cualquier intento de hacer mi vida siguiendo mis
motivaciones. No solamente me lo hizo a mi, sino a casi todos mis amigos.
Pertenezco a una generación, o a un grupo dentro de esa
generación, que sufrió todas las consecuencias de la gesta que se ocultaban tras
las fotos épicas de los barbudos combatientes y de los jóvenes militantes
dispuestos a cumplir las misiones que se les encargaran. Todo lo que se
escondía detrás de los documentales propagandísticos del ICAIC y de la
televisión cubana. De todo lo que se le ocultaba a los selectos visitantes
extranjeros. Todos sabemos de qué se trataba. Las UMAP, las persecuciones y
redadas callejeras contra todo el que fuera diferente, los arrestos gratuitos,
las expulsiones de las escuelas, las decisiones arbitrarias respecto a qué
carrera elegir o a dónde ir a trabajar, las separaciones familiares, el
hostigamiento ideológico. No vale la
pena seguir anotando, cada cual puede hacer su rosario personal. Era el abismo
tras la imagen del espejo mediático.
Por razones que no vienen a cuento, nunca he comprado
utopías. No me interesan, no soporto un mundo en el cual todos somos lo mismo.
Por eso un día me aburrí de creer en el Paraíso y en el Infierno. No me gustan
las figuras mesiánicas. Quizá por eso jamás me atrajo la figura de Fidel Castro.
Reconozco que fue un hombre brillante, con un carisma innegable y una retórica
convincente. Un manipulador de masas sin rival. Para mi siempre fue un
narcisista delirante, que involucraba a todo un pueblo en sus metas personales,
para cumplir con sus delirios de grandeza. No me agradaba su sentido del humor,
él se podía burlar de los demás pero nadie se podía burlar de él. Como se decía
en Cuba, no tenía tabla. Jorge Semprún lo retrató en su Autobiografía de Federico Sánchez cuando señaló: “…comenzó su discurso y a los diez minutos ya estabas hasta la coronilla
de tanta castellana retórica; y es que Fidel Castro, en un país de campesinos y
razas mezcladas, hablaba la lengua del Imperio, la lengua de la burguesía
colonial española:…se te antojaba que era la retórica del poder populista, que
no podía, ni tal vez pretendiera, suscitar comprensión cabal, sino tan solo
adhesión fervorosa y admiración de los de abajo…”.
No me parecía un hombre de principios, sino de caprichos.
No le veo nada rescatable al engendro que creó, porque lo que daba con una mano
lo quitaba con la otra. Pienso, que lo que es Cuba ahora, es el resultado lógico
del proceso que inició Fidel Castro. Pero prefiero ceñirme a lo personal.
Quizá fue que la primera vez que lo enterré resultó ser
cuando en 1980 pude irme por el Mariel, tras haberme asilado en la embajada del
Perú. No que dejé de ser cubano, pero dejé de ser su víctima. Con el tiempo,
las decisiones del alcalde de Cincinnati y del gobernador de Ohio afectaban más
mi vida personal que cualquier medida que Castro tomara en la isla. Luego lo
volví a enterrar en 2006, cuando tuvo que dejar sus funciones como el ubicuo
jefe de todo y disfruté mucho cuando comenzó a salir como una momia en mono de
Adidas, físicamente destrozado, la negación y la caricatura del comandante en
traje de campaña. Es más, deseé que siguiera vivo por largo tiempo, para que
pudiera oler su mierda y tuviera que vivir como un prisionero de la cámara
hiperbárica.
Me divertían sus disparatadas reflexiones. Mi odio por él
no tuvo límites. Yo creo en el odio, en el odio sano que no nos arrastra. Sin
odio, la noción de amor no existiría. Mi venganza fue verlo vivir sus últimos
años de forma miserable.
Quizá por todo ello, su muerte verdadera me dejó
impávido. También me dio ideas, que no sentimientos, contradictorios. Por un
lado me alegra que al fin comienza el capítulo final del proceso de normalización
de la isla, por muy doloroso que sea. Que se verán interesantes intrigas
palaciegas y defenestraciones de unos cuantos impresentables, pues ya empezarán
a emerger los bandos que dentro del supuesto monolito dominante, van a disputarse
el poder futuro, ya cercano. Pero me molesta que se fue vencedor, porque en
realidad destrozó al pueblo cubano y no pagó por ello. Murió en su casa, de
alguna manera, todavía en el poder. Longevo y bien atendido.
Por supuesto que seguirá siendo una figura legendaria.
Allá la Historia y los historiadores. Para mi su partida final sonó como un
susurro. La parte de mi vida que me quitó ya se la había llevado hace mucho tiempo.
Yo pude construir una nueva. Mi odio lo perseguirá por toda la eternidad, un
odio relajado que nunca me abandona, pero que puedo dosificar a mi antojo. No
tengo por qué perdonarlo. Lo siento por los cristianos que tendrán que cumplir
con el mandamiento de amar al prójimo. Que lo perdonen ellos si pueden.
Roberto Madrigal