El reciente descubrimiento de que la CIA promovió la
publicación y distribución de Dr. Zhivago,
la primera y última novela escrita por Boris Pasternak y que le valiera el
premio Nobel en 1958, añade un nuevo capítulo a la larga historia de las
vinculaciones de la CIA con el mundo artístico y literario durante la Guerra
Fría.
A instancias de los servicios de inteligencia británicos,
el departamento cultural de la Rusia soviética de la CIA, decidió que la
novela, prohibida en la Unión Soviética y publicada por primera vez por el
controversial editor Giacomo Feltrinelli, en italiano, podía ser una
herramienta importante en la lucha contra el comunismo y a través de una
editorial holandesa, a la cual remuneraron generosamente, hicieron una edición
del original en ruso y la distribuyeron en la Unión Soviética, donde circuló
como pan caliente de mano en mano clandestina.
Tras tribulaciones legales, se detuvo la edición y para
circunvalar futuros problemas, aprovecharon un fondo existente en la agencia
para publicar ediciones de miniatura y publicaron miles de ejemplares de la
novela. También usaron sus recursos financieros para garantizar la traducción
de la obra a otros idiomas. Pudiera decirse casi que la CIA ganó un premio Nobel
de literatura, o que al menos demostraron un excelente olfato literario y una
fina sensibilidad estética. De paso, le causaron grandes problemas a Pasternak,
quien no tenía idea de lo que sucedía y que por presiones gubernamentales, se
vio obligado a declinar el premio tras haberlo aceptado en un principio.
La principal figura detrás de esto fue John Maury, un
descendiente de una familia patricia de Virginia, quien fuera jefe de la
División de Rusia Soviética de la CIA, especialista en asuntos soviéticos y de
Europa del Este. Llegó a ser subsecretario de Estado durante el gobierno de
Gerald Ford.
Pero las historias de espías no son en blanco y negro y
rara vez tienen un final feliz. Maury, tras esta gestión que puede valorarse
como positiva y sagaz, terminó siendo uno de los autores del golpe de estado de
los militares griegos contra el socialista Georigius Papandreu en 1967, y de
promotor cultural pasó a ser personaje secundario de una película, Z, el filme de Costa Gavras que en 1969
arrasó con el Oscar al mejor filme extranjero, el Globo de oro y el premio a la
mejor dirección en Cannes y que narra los sucesos ocurridos durante el golpe.
Por cierto, Z fue exhibida en Cuba a
bombo y platillo solo para ser retirada de las pantallas a los tres días de su
estreno porque la lista de prohibiciones culturales de los militares griegos
que aparece al final del filme se parecía mucho a las prohibiciones
establecidas por el gobierno cubano al inicio del llamado quinquenio gris.
La historia del involucramiento de la CIA en las guerras
culturales de la segunda mitad del siglo veinte es cuantiosa y está bien fundamentada.
Comenzó a finales de la Segunda Guerra Mundial dándose a la tarea de
diferenciar a los músicos y directores de orquesta que fueron nazis de aquellos
que fueron colaboracionistas por necesidad. Luego lanzó un proyecto de
promoción de la cultura americana, tan despreciada entonces en Europa, que se
inició con montajes de obras teatrales de Lillian Hellman, Clifford Odets y
Eugene O’Neill entre otros, a la difusión de las obras literarias de Hemingway,
Faulkner y Saroyan.
Finalmente, en 1950 la agencia fundó el Congreso por la
Libertad de la Cultura, una organización cultural sin fines de lucro que llegó
a tener sedes en 35 países y que financió múltiples proyectos culturales. Su
principal objetivo era apoyar, a través de fundaciones como la Ford, a
“intelectuales y escritores de izquierda no comunistas” como Arthur Koestler,
Ignazio Silone, Raymond Aron y Bertrand Russell para luchar contra la ofensiva cultural
estalinista.
Uno de los artífices de esta organización y de muchas de
sus campañas fue Michael Josselson, un judío estonio cuya familia completa fue
eliminada por los bolcheviques en 1918 y que tras un periplo por Berlín y
oficiar de tendero en Gimbel’s, en Nueva York, se ciudadanizó americano y se
incorporó al ejército y fungió como oficial de asuntos culturales para la
Oficina del Departamento de Guerra de los Estados Unidos en Berlín y ahí se
conectó con la CIA.
Por gestiones suyas, el Congreso financió la publicación,
en 1953, de la revista Encounter ,
que basada en Londres y bajó la dirección inicial de Stephen Spender, se
convirtió en una de las más prestigiosas publicaciones literarias de la
literatura anglosajona y que hasta su cierre en 1991, tuvo versiones en varios
otros idiomas.
En 1962 se dio a conocer que la CIA estaba detrás de la
revista y causó un gran revuelo entre los participantes, que aparentemente
desconocedores del hecho, se sintieron manipulados por una macabra agencia de
espionaje.
El Congreso también financió, en 1966 y como respuesta a
la influencia ideológica de la revista Casa
de las Américas, la revista literaria Mundo
Nuevo, que bajo la dirección del prestigioso intelectual uruguayo Emir
Rodríguez Monegal y desde París, se convirtió en la revista más importante de
la década, publicando a Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas
Llosa, Guillermo Cabrera Infante, José Donoso y Severo Sarduy, para mencionar
solo algunos, y que fue instrumental en el despegue del fenómeno del “Boom
latinoamericano”. De nuevo, al descubrirse que la CIA la financiaba a través de
la fundación Ford, Monegal renunció y la revista se mudó a Buenos Aires, en
donde se convirtió en “una más” y cerró finalmente en 1971. Luego, también en
París, hubo un intento capitaneado por Juan Goytisolo y Julio Cortázar de crear
una revista similar. Se llamó Libre
pero tras correr rumores de que también recibía fondos de la CIA, la revista
cesó casi apenas empezada.
Las batallas entre Mundo
Nuevo y Casa de las Américas se
encuentran bien documentadas en el excelente libro Política y polémica en América Latina. Las revistas Casa de las
Américas y Mundo Nuevo, de la escritora y académica cubana Idalia Morejón.
Recuerdo que la revista Mundo Nuevo podía leerse, a principios de los años setenta, en la
biblioteca de la UNESCO que se encontraba en Calzada y D, frente al Carmelo.
Para mí y un grupo de amigos fue una revelación. No sé quién nos alertó al
respecto, pero lo cierto es que a partir de ahí realizábamos expediciones
semanales para o bien robarnos algún ejemplar o arrancar artículos de nuestro
interés (recuerdo uno de ellos, Delito
por bailar el chachachá, de Cabrera Infante), para luego hacerlos circular
entre los íntimos. No tenía idea cuando aquello de que la CIA financiaba la
revista, cuando lo escuché por primera vez, lo rechacé como una mentira
castrista. Ahora me pregunto cómo hubiera valorado la revista si hubiera sabido
que eso era cierto y que una agencia de espionaje estaba detrás de la misma.
De todos modos, me interesa resaltar algo curioso. Los intelectuales
se escandalizaban al conocer la proveniencia del dinero, que seguramente
gastaron sin pensarlo mucho, a pesar de que el enfoque de la CIA no fue
solicitar colaboración, sino promover trabajos ya hechos y a escritores de ya
bien ganado reconocimiento quienes quizá nunca hubieran podido alcanzar la gran
difusión que encontraron ni los beneficios financieros de la misma. Sin
embargo, no veían mal aceptar dinero de La Habana o de Moscú, y se prestaban a
colaborar en publicaciones financiadas por gobiernos totalitarios que si exigían una temática y una obediencia
ideológica. Incluso, en la época de estas batallas culturales, salvo
excepciones, cuando el “caso Padilla” y en pleno “quinquenio gris”, la mayoría
de los intelectuales latinoamericanos apoyaron la política cultural de Castro y
veían con beneplácito declaraciones como las de Ambrosio Fornet, que pedía al
poeta convertirse en funcionario,
Tampoco todo lo que financió el Congreso fue positivo, a
principios de los años sesenta desataron una furiosa campaña en contra de Pablo
Neruda, que arreció cuando ganó el premio Nobel. Toda institución cultural
ligada a intereses políticos y subvencionada por un gobierno termina siendo
devorada por la política.
Estos sucesos recobran ahora vigencia, si es que alguna
vez la han perdido, un balance objetivo se hace de nuevo una obligación
contemporánea y actualizada, en momentos en los cuales súbitamente tras el
reciente congreso de la UNEAC algunos escritores arremeten contra las tímidas,
pero nada ortodoxas, declaraciones de Leonardo Padura a una revista argentina,
en lo que parece el reinicio de una nueva guerrita cultural, un posible alarido
agónico, que no por ello sea necesariamente menos temible. Una ofensiva
catastrófica para evitar el fin de la obediencia.
Roberto Madrigal