Tuesday, May 27, 2014

Otra impugnación


Independientemente de la posición política o ideológica que uno tenga, no se puede menos que dar una bienvenida solidaria al último esfuerzo de Yoani Sánchez, su diario digital 14ymedio. Con menos de una semana de ser lanzado, criticar defectos de formato o problemas de contenido, resulta gratuito y apresurado. Ninguna publicación escapa de los dolores de parto.

Es cierto que no es la primera publicación periódica virtual que se publica de manera independiente en Cuba. Aunque ha habido otras, por ser la más duradera, ese honor le pertenece a Primavera Digital, el semanario creado por Juan González Febles, que continúa saliendo bajo condiciones adversas y con un mínimo de recursos, otra publicación que merece apoyo y respeto. Yoani Sánchez  se ha propuesto crear una publicación diaria. La revista de Juan se caracteriza por la variedad ideológica de sus colaboradores. La de Yoani parece andar por el mismo camino. Eso es saludable.

La apuesta de crear un diario alternativo en un país con un sistema totalitario es altamente riesgosa. Con un staff de solamente once personas, es difícil cumplir con el aspecto reporteril de un periódico. Por lo general, los periódicos tolerados por los gobiernos son instituciones que pueden suscribirse a los sitios proveedores de noticias como AP, France Press, BBC, etc., que dada su circunstancia, me imagino le será legalmente imposible a 14ymedio. Por otra parte, se debe contar con suficientes reporteros en lugares estratégicos para poder estar al tanto del pulso nacional. Como instituciones informativas oficialmente aceptadas, los individuos envueltos en una situación noticiosa son los primeros en llevar la información a los medios de prensa y eso en Cuba no sucede. Esta es una dificultad que Yoani y su equipo encabezado por Reinaldo Escobar deberán enfrentar y que probablemente se haga más difícil con el paso del tiempo.

A pesar de todo ello solo por el hecho de existir y de intentar lo imposible, la publicación empieza molestar al gobierno que bloqueó la salida de su primer número y hackeó su sitio, redirigiéndolo a un portal oficial en el cual se le difama. Ya eso es un premio.

El acceso al público cubano, como se plantea Yoani, es limitado por razones que no hace falta enumerar. El poder de convocatoria de Yoani siempre ha sido en el extranjero y eso no le resta valor, al contrario, es de gran importancia porque puede ayudar a promover cambios de actitudes en organismos de poder en el occidente. No que vaya a derrocar al gobierno. Yo estoy convencido de que la única forma de la cual los Castro abandonarían el poder es si se les saca a balazos y eso no va a suceder nunca, pero puede aportar al desarrollo de una sociedad civil en Cuba.

Otro aspecto importante de la publicación es que resulta una impugnación a la esencia de la imagen de cambios que quiere dar Raúl Castro. Con su respuesta inicial demuestran que no están dispuestos a tolerar mucho. Advierten que aunque no han asestado algún golpe físico contra los responsables de 14ymedio, el hacha pende sobre sus cuellos.

Es muy temprano para tener idea del destino que tendrá 14ymedio. De momento se pueden destacar algunos trabajos que ya hacen interesante este proyecto: las entrevistas a Angel Santiesteban y a Manuel Cuesta Morúa, hechas por Lilianne Ruiz y Reinaldo Escobar respectivamente así como dos artículos que sin ser directamente políticos exponen la política de manera reveladora. Uno es el excelente trabajo de Regina Coyula sobre la historia de los torneos Capablanca in Memoriam y el otro es el de Martín Prats sobre el estado del fútbol en Cuba y su enfrentamiento con el béisbol en cuanto a popularidad y a política gubernamental, que al menos a mí, me resultó informativo, demostrativo y novedoso.

Roberto Madrigal

Sunday, May 18, 2014

La sensibilidad literaria de la CIA


 
El reciente descubrimiento de que la CIA promovió la publicación y distribución de Dr. Zhivago, la primera y última novela escrita por Boris Pasternak y que le valiera el premio Nobel en 1958, añade un nuevo capítulo a la larga historia de las vinculaciones de la CIA con el mundo artístico y literario durante la Guerra Fría.

A instancias de los servicios de inteligencia británicos, el departamento cultural de la Rusia soviética de la CIA, decidió que la novela, prohibida en la Unión Soviética y publicada por primera vez por el controversial editor Giacomo Feltrinelli, en italiano, podía ser una herramienta importante en la lucha contra el comunismo y a través de una editorial holandesa, a la cual remuneraron generosamente, hicieron una edición del original en ruso y la distribuyeron en la Unión Soviética, donde circuló como pan caliente de mano en mano clandestina.

Tras tribulaciones legales, se detuvo la edición y para circunvalar futuros problemas, aprovecharon un fondo existente en la agencia para publicar ediciones de miniatura y publicaron miles de ejemplares de la novela. También usaron sus recursos financieros para garantizar la traducción de la obra a otros idiomas. Pudiera decirse casi que la CIA ganó un premio Nobel de literatura, o que al menos demostraron un excelente olfato literario y una fina sensibilidad estética. De paso, le causaron grandes problemas a Pasternak, quien no tenía idea de lo que sucedía y que por presiones gubernamentales, se vio obligado a declinar el premio tras haberlo aceptado en un principio.

La principal figura detrás de esto fue John Maury, un descendiente de una familia patricia de Virginia, quien fuera jefe de la División de Rusia Soviética de la CIA, especialista en asuntos soviéticos y de Europa del Este. Llegó a ser subsecretario de Estado durante el gobierno de Gerald Ford.

Pero las historias de espías no son en blanco y negro y rara vez tienen un final feliz. Maury, tras esta gestión que puede valorarse como positiva y sagaz, terminó siendo uno de los autores del golpe de estado de los militares griegos contra el socialista Georigius Papandreu en 1967, y de promotor cultural pasó a ser personaje secundario de una película, Z, el filme de Costa Gavras que en 1969 arrasó con el Oscar al mejor filme extranjero, el Globo de oro y el premio a la mejor dirección en Cannes y que narra los sucesos ocurridos durante el golpe. Por cierto, Z fue exhibida en Cuba a bombo y platillo solo para ser retirada de las pantallas a los tres días de su estreno porque la lista de prohibiciones culturales de los militares griegos que aparece al final del filme se parecía mucho a las prohibiciones establecidas por el gobierno cubano al inicio del llamado quinquenio gris.

La historia del involucramiento de la CIA en las guerras culturales de la segunda mitad del siglo veinte es cuantiosa y está bien fundamentada. Comenzó a finales de la Segunda Guerra Mundial dándose a la tarea de diferenciar a los músicos y directores de orquesta que fueron nazis de aquellos que fueron colaboracionistas por necesidad. Luego lanzó un proyecto de promoción de la cultura americana, tan despreciada entonces en Europa, que se inició con montajes de obras teatrales de Lillian Hellman, Clifford Odets y Eugene O’Neill entre otros, a la difusión de las obras literarias de Hemingway, Faulkner y Saroyan.

Finalmente, en 1950 la agencia fundó el Congreso por la Libertad de la Cultura, una organización cultural sin fines de lucro que llegó a tener sedes en 35 países y que financió múltiples proyectos culturales. Su principal objetivo era apoyar, a través de fundaciones como la Ford, a “intelectuales y escritores de izquierda no comunistas” como Arthur Koestler, Ignazio Silone, Raymond Aron y Bertrand Russell para luchar contra la ofensiva cultural estalinista.

Uno de los artífices de esta organización y de muchas de sus campañas fue Michael Josselson, un judío estonio cuya familia completa fue eliminada por los bolcheviques en 1918 y que tras un periplo por Berlín y oficiar de tendero en Gimbel’s, en Nueva York, se ciudadanizó americano y se incorporó al ejército y fungió como oficial de asuntos culturales para la Oficina del Departamento de Guerra de los Estados Unidos en Berlín y ahí se conectó con la CIA.

Por gestiones suyas, el Congreso financió la publicación, en 1953, de la revista Encounter , que basada en Londres y bajó la dirección inicial de Stephen Spender, se convirtió en una de las más prestigiosas publicaciones literarias de la literatura anglosajona y que hasta su cierre en 1991, tuvo versiones en varios otros idiomas.

En 1962 se dio a conocer que la CIA estaba detrás de la revista y causó un gran revuelo entre los participantes, que aparentemente desconocedores del hecho, se sintieron manipulados por una macabra agencia de espionaje.

El Congreso también financió, en 1966 y como respuesta a la influencia ideológica de la revista Casa de las Américas, la revista literaria Mundo Nuevo, que bajo la dirección del prestigioso intelectual uruguayo Emir Rodríguez Monegal y desde París, se convirtió en la revista más importante de la década, publicando a Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante, José Donoso y Severo Sarduy, para mencionar solo algunos, y que fue instrumental en el despegue del fenómeno del “Boom latinoamericano”. De nuevo, al descubrirse que la CIA la financiaba a través de la fundación Ford, Monegal renunció y la revista se mudó a Buenos Aires, en donde se convirtió en “una más” y cerró finalmente en 1971. Luego, también en París, hubo un intento capitaneado por Juan Goytisolo y Julio Cortázar de crear una revista similar. Se llamó Libre pero tras correr rumores de que también recibía fondos de la CIA, la revista cesó casi apenas empezada.

Las batallas entre Mundo Nuevo y Casa de las Américas se encuentran bien documentadas en el excelente libro Política y polémica en América Latina. Las revistas Casa de las Américas y Mundo Nuevo, de la escritora y académica cubana Idalia Morejón.

Recuerdo que la revista Mundo Nuevo podía leerse, a principios de los años setenta, en la biblioteca de la UNESCO que se encontraba en Calzada y D, frente al Carmelo. Para mí y un grupo de amigos fue una revelación. No sé quién nos alertó al respecto, pero lo cierto es que a partir de ahí realizábamos expediciones semanales para o bien robarnos algún ejemplar o arrancar artículos de nuestro interés (recuerdo uno de ellos, Delito por bailar el chachachá, de Cabrera Infante), para luego hacerlos circular entre los íntimos. No tenía idea cuando aquello de que la CIA financiaba la revista, cuando lo escuché por primera vez, lo rechacé como una mentira castrista. Ahora me pregunto cómo hubiera valorado la revista si hubiera sabido que eso era cierto y que una agencia de espionaje estaba detrás de la misma.

De todos modos, me interesa resaltar algo curioso. Los intelectuales se escandalizaban al conocer la proveniencia del dinero, que seguramente gastaron sin pensarlo mucho, a pesar de que el enfoque de la CIA no fue solicitar colaboración, sino promover trabajos ya hechos y a escritores de ya bien ganado reconocimiento quienes quizá nunca hubieran podido alcanzar la gran difusión que encontraron ni los beneficios financieros de la misma. Sin embargo, no veían mal aceptar dinero de La Habana o de Moscú, y se prestaban a colaborar en publicaciones financiadas por gobiernos totalitarios  que si exigían una temática y una obediencia ideológica. Incluso, en la época de estas batallas culturales, salvo excepciones, cuando el “caso Padilla” y en pleno “quinquenio gris”, la mayoría de los intelectuales latinoamericanos apoyaron la política cultural de Castro y veían con beneplácito declaraciones como las de Ambrosio Fornet, que pedía al poeta convertirse en funcionario,

Tampoco todo lo que financió el Congreso fue positivo, a principios de los años sesenta desataron una furiosa campaña en contra de Pablo Neruda, que arreció cuando ganó el premio Nobel. Toda institución cultural ligada a intereses políticos y subvencionada por un gobierno termina siendo devorada por la política.

Estos sucesos recobran ahora vigencia, si es que alguna vez la han perdido, un balance objetivo se hace de nuevo una obligación contemporánea y actualizada, en momentos en los cuales súbitamente tras el reciente congreso de la UNEAC algunos escritores arremeten contra las tímidas, pero nada ortodoxas, declaraciones de Leonardo Padura a una revista argentina, en lo que parece el reinicio de una nueva guerrita cultural, un posible alarido agónico, que no por ello sea necesariamente menos temible. Una ofensiva catastrófica para evitar el fin de la obediencia.

 

Roberto Madrigal

Sunday, May 11, 2014

Ultimos días en La Habana



 

Mi última semana en Cuba la pasé en el campamento El Mosquito. Utilizo la palabra campamento porque fue el eufemismo oficial que nadie cuestionó. Era, en realidad, un campo de concentración transicional para quienes iban a salir por el puerto del Mariel.

El Mosquito fue, en tiempos mejores, una finca propiedad de la familia Carbonell, quienes eran, entre otra cosas, los dueños de las plantaciones de henequén en Cuba. No sé qué hizo con ella el gobierno revolucionario tras intervenirla a principios de los sesenta, pero durante unos meses de 1980, se convirtió en la antesala de la salida para cientos de miles de cubanos. Una antesala incierta, porque muchos eran regresados a sus casas después de pasar un tiempo por allá, debido a “irregularidades en sus papeles” descubiertas a última hora, a pesar de que antes de llegar a El Mosquito ya habían sido procesados en el Círculo Militar Gerardo Abreu Fontán de la Playa de Marianao.

Tras echar un vistazo final al balcón de mi apartamento, adornado por manchas de huevos y tomates podridos explotados contra sus paredes y cristales, producto de los diarios (aunque en mi caso algo anémicos) mítines de repudio, y llegar de madrugada al Abreu Fontán, escapando de una turba organizada que nos daba la bienvenida con insultos y pedradas, una cuarenta y ocho horas después una guagua militar nos dejó, a mí y a un grupo de procesados que íbamos rumbo a Cayo Hueso, en El Mosquito.

Entré por una inmensa nave tipo almacén, en obediente y controlada fila, para llegar a unas mesas repletas de militares en las cuales uno presentaba sus papeles y era, una vez más, interrogado respecto a la fidelidad de los datos. El caos, la confusión y el ruido reinaban en esa nave. Me llevaron a un lado y me sometieron a un breve cacheo. No tuve muchos problemas pues yo solamente llevaba la ropa que tenía puesta. Vi que mucha gente trataba de pasar una prenda personal, una foto o un recuerdo, de los cuales, después de ser injuriados por atrevidos, eran despojados.

De ahí pasé a la “zona” que me tocaba. El campamento estaba dividido en varias de estas zonas, dominadas por unas carpas gigantescas y delimitadas por unas sogas. En cada parcelación ubicaban grupos humanos según la denominación oficial. En una estaban los “homosexuales”, en otra “los delincuentes”, en otra “las familias” y finalmente “los diplomáticos”, que consistía en los que se habían asilado en la embajada de Perú. Puede que hubiera otras divisiones, pero esas fueron las que pude notar. Por supuesto, me llevaron casi de la mano a la sección diplomática.

El contacto entre los habitantes de las distintas zonas estaba prohibido. Para salir de la zona a las letrinas, que se encontraban hacia el dienteperro casi a la orilla del mar, había que pedir permiso. La carpa que me tocó, tenía literas dobles capaces de albergar unas noventa personas, pero seríamos unos trescientos diplomáticos, una cifra bastante constante ya que si hoy salían dos, pues mañana llegaban dos y así. A las mujeres con niños y a las personas mayores les reservábamos las literas, el resto dormíamos a la intemperie.

Teníamos que alinearnos cada vez que hacían un llamado para llevarse gente hacia el Mariel. A la entrada de la zona había cinco o seis militares, casi todos tenientes, con listas de nombres que de repente gritaban: “¡Dame un par de diplomáticos!” y con ello comenzaba un ritual, tenso y horroroso, que ocurría dos o tres veces al día. Una vez formados en una fila que los gritos de los militares conminaban a que fuera bien recta, sin que nadie se saliera ni un centímetro, traían a otro militar con una bayoneta al cuello y sosteniendo a un furioso perro pastor alemán. El hombre caminaba, mientras el perro ladraba, con la punta de la bayoneta hacia la fila, haciendo un límite imaginario y cortando al que estuviera fuera de alineación.

Después, uno de los oficiales, siempre gritando, decía: “Pero yo no quiero que se vayan en orden” y entonces había dos alternativas. O él o uno de sus compinches apuntaban con el dedo a los escogidos, sin orden ni concierto, o sacaban a alguien de la fila y le pedían que escogiera a dos personas y si ellos aprobaban la selección, los tres se irían. Con ello no solamente aseguraban la humillación de los diplomáticos, sino que garantizaban la generalización del sentimiento de incertidumbre.

Por lo general, traían comida en cajitas, en una cantidad insuficiente para alimentar a toda la población. Situaban un centro de distribución cerca de las letrinas y llamaban a la gente a venir en fila, por zonas. Los diplomáticos éramos los últimos. Nunca cogí una cajita y en consecuencia perdí quince libras (tratar de salir de Cuba, en aquellos tiempos, era la mejor forma de perder peso).

Una noche anunciaron que se aproximaba un ciclón y evacuaron a todo el campamento, excepto a los diplomáticos. Recogieron la carpa y nos dejaron allí a la intemperie mientras los oficiales buscaban refugio en la nave de recepción. Por varias horas hubo mal tiempo, lluvia y ventolera, pero el ciclón nunca llegó y el resto de la población regresó temprano en la madrugada.

Por suerte para mí, me encontré con mi amigo Ricardo Oteiza (como hago este recuento de memoria y esta traiciona luego de tantos años, no estoy seguro si nos encontramos en el Abreu Fontán o en el propio Mosquito), con quien también fui compañero de espacio en el patio de la embajada de Perú. Al menos podíamos rumiar nuestras preocupaciones y dividir un poco el espanto. El último día de nuestra estancia, cuando por circunstancias azarosas éramos los dos primeros de la fila, el camarada teniente de turno pidió tres diplomáticos y escogieron a Ricardo y a dos más que estaban al final de la fila.

Finalmente, el 12 de mayo de 1980, me tocó agarrar la guagüita que me llevaría al puerto del
Mariel. Me montaron en un camaronero, el Cayman, con capacidad para veinte personas, pero
en donde agolparon unas 260, la gran mayoría expresos comunes. Por mal tiempo nos
retuvieron unas catorce horas en el puerto, sin bajarnos de las embarcaciones. Desde allí pude
ver a Ricardo en la proa de otra embarcación atiborrada de gente. Otra docena de horas de
espera más tarde y el Cayman zarpó en medio de un mar que metía miedo. No fue hasta la
madrugada del 15 de mayo que llegué a una base militar en Cayo Hueso. Nunca más he
regresado a la isla.
El Mosquito es un episodio tenebroso que no sé por qué no ha sido contado con más
frecuencia y con la importancia que se merece, por el tratamiento humillante que se le dio a los
que por allí pasaron, en la historia del éxodo de 1980.
 
Roberto Madrigal

Sunday, May 4, 2014

De obituarios y oportunistas


 
Cada vez que muere algún artista o intelectual famoso, centenares de otros artistas o intelectuales, menos famosos,  parecen sentirse en la obligación de emitir opiniones al respecto.  Por lo general, son colegas gremiales de mucha menor estatura que los cadáveres, en algunos casos, simples arribistas.  Esto se extrema en el caso cubano, en el cual arte y política parecen obligadas a andar tomadas de la mano.

No me refiero a quienes expresan sus opiniones en las redes sociales. Estos no solamente ejercen un legítimo derecho, sino que para eso se han hecho Facebook y Twitter (entre otros), para que quien quiera pueda escuchar la voz de cada cual, sin importar el nivel de oscuridad de la fuente, y al que no le guste, que se desconecte.

Hablo de quienes se suben a plataformas en la prensa plana, en los blogs y en la prensa electrónica para espetar sus ditirambos y diatribas que nadie ha solicitado. Eso estuviera bien si dijeran algo interesante sobre los muertos que velan, pero por lo general, aparte de unos pocos, la inmensa mayoría se limita a repetir lo que todos ya sabíamos en vida de los finados.

En estos días, con las muertes de García Márquez y de Juan Formell, los cubanólogos, los intelectuales anodinos y los diletantes con causa, de ambos lados del espectro político, unos por encargo, otros por vanidad personal y otros por un sentido equivocado de la honestidad intelectual, se han disparado a alabar, criticar y hasta a perdonarle la muerte (que no la vida), a los mencionados personajes, quienes parecen ser reducidos al único punto que tienen en común: su execrable apoyo público al gobierno de Fidel Castro.

Estos repetidores de viejas consignas y de lemas gastados, son capaces de simplificar hasta lo obvio. Odian (o aman) al artista y su obra por sus posiciones políticas, odian (o aman) las posiciones políticas por la personalidad y la obra del artista. Reducen todo a un solo rasero y echan a un lado la gran cantidad de matices que colorean las complejidades del fenómeno artístico y del fenómeno humano. Simplifican a nivel pueril para así apoyarse cómodamente sobre la ya desfigurada figura del occiso.

En realidad, no hay porque preocuparse mucho. Es cierto que si el hombre es el “zoom politikon”, cada opinión se puede juzgar como una opinión política y asimismo, cada obra debe estar permeada por la visión política del autor. También es cierto que si las víctimas olvidan cometen un delito y se convierten en cómplices. Pero afortunadamente, muchas palabras se las lleva el viento. El daño que hicieron ya es irreparable, señalarlo a la hora de la muerte es llover sobre mojado, además, los muertos no se pueden defender. La obra es otra cosa, eso sí queda y será más o menos efímera en la medida del impacto cultural que tuvo en su momento.

Recuerdo que a principios de 1990, Camilo José Cela, recién galardonado con el premio Nobel, visitaba Miami como parte de las actividades del extinto premio Letras de Oro. Un hispanófilo asustado le preguntó sobrecogido su opinión sobre el spanglish y su posible efecto devastador en el idioma español. Sin alterarse, Cela le respondió que no tenía que preocuparse, si era algo útil y de valor, se quedaría, si no, pasaría al olvido. Casi un cuarto de siglo después el spanglish sigue siendo un lenguaje se segunda, un medio de transición entre culturas que no representa ninguna amenaza al español. Dejen morir a los muertos, que ya no tienen futuro. De la obra, el tiempo se encargará de rescatar lo perdurable.

 
Roberto Madrigal