No estoy seguro si fue a finales de 1980 o a principios
de 1981, yo había llegado unos meses atrás y recuerdo que hacía un poco de frío
en Miami. Cabrera Infante se presentaba en la entonces cinemateca de Miami, que
comandaba Natalio Chediak, para ofrecer una charla sobre su obra. En un momento
determinado expresó (y cito de memoria): “Si no hubiera sido por la revolución
cubana yo hubiera sido un director de revistas rodeado de secretarias
encamables”.
A finales de los años cincuenta, me contaron, de
resonancias cercanas, que Lezama Lima solía comentar con sus amigos: “Voy a
pasar a la historia de la literatura como un gordo que repartía revistas”. Con
ello se refería a sus sudorosos recorridos por las librerías habaneras cargado
de ejemplares de la revista Orígenes,
a la vez que trataba de resumir el impacto cultural que pensaba había tenido antes
de la llegada de la revolución. Por
supuesto, después de 1959 su suerte cambió y le llegó, tarde como él mismo
decía, una siniestra celebridad.
Independientemente de lo que cada cual piense de sus
obras y de la disparidad de sus posiciones ideológicas, no hay dudas de que los
tres escritores de mayor notoriedad que ha producido la literatura cubana en
los últimos veinte años son Pedro Juan Gutiérrez, Leonardo Padura y Zoé Valdés.
¿Qué tienen en común estos tres autores tan diferentes
que los puede haber catapultado a un estatus de celebridad indiscutible? Más
allá de haber padecido el crecer casi a la par de la revolución cubana (aunque
Pedro Juan en su infancia sorbió un poquito del ancien régime), los tres han narrado aspectos de la realidad
cubana, en forma realista, que han mostrado mundos o submundos desconocidos
hasta ese momento en la literatura cubana. Los une principalmente la Trilogía Sucia de La Habana, de
Gutiérrez, las cuatro novelas de Mario Conde, empezando por Pasado perfecto, de Padura y La nada cotidiana, de Valdés. No importa
que esta última haya sido publicada en el extranjero, porque revela una
realidad a la cual la autora estaba muy cercana en aquel momento.
En un país en el cual los medios de información están
estrictamente controlados por el gobierno y en el cual la cultura, aún hoy en
día se mantiene como el último bastión de defensa de la ideología una vez
dominante, la literatura, sin quererlo, o queriéndolo, informa. La narrativa
principalmente, es una de las fuentes alternativas de información que tienen
quienes quieren asomarse a la realidad cubana. Escribir con cierta audacia y
originalidad sobre esa realidad (a pesar de que Padura lo hace de forma
extremadamente calculada) eleva al autor a niveles que quizá sus méritos
literarios solamente no lo harían (y esto no es un comentario sobre la calidad
literaria de estos narradores). Esto es mayormente valorado en el extranjero,
donde están las grandes editoriales, los premios y el dinero.
A muchos escritores y artistas cubanos les gusta quejarse
de que donde quiera que van lo primero que les preguntan es sobre política.
Dicen que quisieran ser como los americanos o los ingleses, a quienes solo se
les pregunta sobre su obra. Esto ha saltado a relucir nuevamente en el artículo
que recientemente publicó Jon Lee Anderson en The New Yorker , mayormente centrado en Padura (“Letter from
Havana: Private Eyes”, edición de octubre 21, 2013), quien menciona un trabajo
anterior de Padura, bastante conocido, en el que dice que quisiera ser Paul
Auster.
Lo cierto es que, salvando el océano literario que los
separa, es posible que Auster sienta envidia por el protagonismo de Padura y
que este último, a quien a pesar de su excelente novela El hombre que amaba a los perros, lo quieren encasillar como escritor
de género por sus policiales anteriores, si no escribiera sobre Cuba no fuera otra
cosa que un escritor más de novelitas policiales. Su obra estaría muy por
debajo de, por ejemplo, el islandés Indridadsun quien con su obra sí logra
trascender los reducidos límites de su pequeña isla en la cual se desarrollan
sus temas.
Recuerdo que debió haber sido en 1993, que me llegó una
revista UNION o La Gaceta de Cuba, de esas que me enviaban por intercambio por
mi revista Término, para entonces ya
difunta por mano propia muchos años atrás, y al abrirla en la sección de
narrativa me tropecé con un cuento que me pareció excelente y que con lenguaje
mordaz y desenfadado mostraba una realidad cubana que solo conocía de oídas.
Estaba firmado por Zoé Valdés, de quien en aquel momento no tenía ninguna
información. Este relato, en el cual había un jineteo en una playa entre un
extranjero y una pareja, de un erotismo inusual en lo que me llegaba de Cuba,
me lanzó a buscar otras cosas de la autora (solo encontré algunos poemas en una
antología del premio Roque Dalton). Años después me tropecé con el relato en Traficantes de belleza, se titulaba “Traficante
de marfil, melones rojos”. Al leerlo en este libro, me pareció que había
sufrido cambios y no me impresionó de igual manera. Es posible que yo hubiera
cambiado y ya conocía a Zoé Valdés y a otras obras suyas. Lo cierto es que es
innegable que la inmediatez que comunicaba la primera vez que lo leía, le daba
un valor adicional.
Quejarse de que se les pregunte sobre política y no sobre
literatura es una hipocresía de los narradores cubanos que lo hacen. El efecto
de ese fenómeno que controla el país desde 1959 es inevitable y hay que
aceptarlo sin resignación, más bien enfrentarlo. Cada cual debe decir su
verdad, porque en realidad, es una oportunidad que se les ofrece y de la cual
no debieran rehuir. La narrativa realista, en todos los contextos, informa y
esa información que ofrece en muchos casos realza el valor del escritor (tanto,
que hoy en día, los críticos neomarxistas como George Scialabba, en un país
como los Estados Unidos, quieren ensalzar a Gore Vidal como el Gran Novelista
Americano, por ser el “cronista del imperio”), en Cuba esto se multiplica por su
excepcionalidad.
El fantasma agotado del proyecto castrista todavía nos
apresa en su sombra, pero bienvenido sea el reto. No hay que ser escritor
realista para aceptarlo. Todos, desde los que escriben ciencia ficción,
literatura infantil, poesía de género y hasta literatura onírica, tienen en
este caso una responsabilidad social nada agradable. Demasiados la rehúyen.
Debo añadir que aquella noche durante la charla de
Cabrera Infante, tras decir lo que arriba cito, osé pedirle que explicara la
complejamente nefasta manera por la cual el proceso revolucionario, a pesar de
sí mismo, le había servido de plataforma para integrar el boom latinoamericano.
No sé si no me supe explicar o que por
aún tener la arena en los zapatos me expresé involuntariamente mal, o no era el
lugar adecuado para hacer esta interpelación, pero Cabrera Infante se insultó
con mi pregunta y su respuesta no respondió a mi cuestionamiento, sino que se
extendió relatar a su historial como opositor del gobierno cubano y el precio
que había pagado por ello, cosa de la cual yo estaba al tanto. El desplante que
sufrí en mi primer encuentro con un autor cuyos libros había devorado arriesgando
mi pellejo y dedicando una inmensa cantidad de tiempo por tantos años en Cuba,
venciendo todo tipo de obstáculos, no mermó en absoluto mi admiración por su
obra y por su trayectoria personal. El peso de la revolución no es fácil de
llevar en los hombros de un escritor.
Roberto Madrigal