Sunday, August 26, 2012

El tocayo incómodo



Conocí a Roberto Yanes una noche creo que de 1971. Coincidimos en un conversatorio con el cineasta español Antonio Eceiza, en un local que la Comisión de Extensión Universitaria tenía en el edificio antiguamente llamado Retiro Odontológico, en la calle L entre 23 y 21.

Eceiza estaba en La Habana para el estreno de su filme Las secretas intenciones y entre sus actividades se encontraba este conversatorio o encuentro con estudiantes universitarios. El evento lo moderaba el Comandante de la Revolución Alberto Mora. Entonces yo no tenía la menor idea de la complejidad de su figura ni de por qué con su pedigree lo habían rebajado a dirigir este apéndice cultural de la universidad, un cargo muy menor para un hombre que había ocupado puestos de ministro. Mora moderaba paneles y discusiones sobre muchas películas y aunque era bastante tolerante respecto al diálogo abierto, se enfurecía mucho cuando alguien contradecía algo que él sustentaba como principio. Para mi, que era más arrogante que culto, era un funcionario al que había que enfrentarse.

El intercambio de opiniones sobre la película marchaba bien. Eceiza asimiló con calma críticas bastante fuertes. En un momento dado empezó a alabar la cultura cinematográfica del auditorio y dijo que en Cuba se ponía muy buen cine, pero empezó a citar películas que le habían mostrado en la cinemateca y mencionó, entre otras, Bella de día de Buñuel y Simpatía por el diablo de Godard e inmediatamente le saltamos, no se me olvida, José Luis Pérez, alias “el Jimmy”, con su melena por los hombros, a quien yo conocía, y Yanes con su pelo enmarañado y su aspecto estrafalario, a quien yo no conocía, y yo. “Jimmy” estudiaba Física y a Yanes lo habían expulsado de Física por tener presentado para irse del país y era bastante mayor que yo. Yo estudiaba psicología. Le explicamos que esas películas no se mostraban al público, que había censura.

El intercambio subió de tono, Mora enfureció y Eceiza se interesó. Al acabarse la interminable discusión, el español se nos acercó y se fue conversando con nosotros tres. Nos detuvimos bajo la marquesina del cine ya rebautizado Yara y ahí nos dio la una de la madrugada. Eceiza se despidió y apenas había cruzado la calle 23 cuando dos policías vestidos de paisano y un tercero en traje militar, se nos acercaron y nos anunciaron que nos arrestarían por tener “contacto con extranjeros”. Yanes empezó a insultarlos a grito pelado y Eceiza regresó. Confundidos ante el regreso del extranjero, no supieron qué hacer y nos dejaron ir con él hasta la puerta del Habana Libre, desde donde tras ver claro el horizonte, los tres regresamos a nuestras casas.

A partir de ahí nos vimos con bastante frecuencia. Yanes trabajaba de noche como profesor de la facultad obrera que entonces estaba ubicada en la Manzana de Gómez. Por el día coincidíamos en la playita de 16 y más tarde en la cinemateca. Nos unía también que ambos estábamos desesperados por irnos del país y ahí fui testigo de unas aventuras estrafalarias en algunas de las cuales estuve personalmente involucrado.

El estaba convencido de que debía caer preso para poder irse, por lo que buscaba cualquier ocasión para desafiar abiertamente y en público a las autoridades. En una charla del poeta Ernesto Cardenal, a la hora de las preguntas, Roberto fue casi el primero en levantar la mano y antes de que le concedieran la palabra empezó a increpar al “Padre Cardenal”, como lo llamaba con toda ironía, calificándolo de hipócrita por su “disparatada reconciliación del marxismo y el catolicismo”. Había que oir cómo Roberto decía todo esto, con una voz aguda y con una entonación y una enunciación que lo hacían sonar como un orador en pleno discurso, definitivo, inapelable y concluyente. De más está decir que inmediatamente tres compañeros de la seguridad se lo llevaron a rastras de allí, pero lo soltaron a la salida, para indignación de Roberto.

Un día se me apareció en la casa exigiéndome, Roberto no pedía, que lo acompañara por unas horas a su casa, pues tenía que probar una balsa de desecho del ejército americano, utilizada durante la Segunda Guerra Mundial, que había conseguido en casa de un conocido. Me llevó a su casa, llenó la bañadera de agua, se puso en trusa, tiró la balsa adentro y se le subió encima. Mi misión era cronometrar el tiempo que la balsa flotaba sin problemas. Porosa como estaba, a las tres horas se había desinflado y Roberto, frustrado, determinó que con eso no se podía echar al mar.

En el año 1976 yo tomaba un curso de posgrado en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, entonces situado en Siboney, en el área del antiguo Laguito. Por entonces se nos ocurrió un descabellado plan de entrar en la embajada argentina en un auto. Es mejor ni contar el disparatado plan. Roberto se me aparecía dos veces a la semana para que camináramos del Centro hasta la terminal de guaguas de la playa, frente al Coney Island. De esa manera pasábamos frente a la residencia del embajador y chequeábamos a los guardias y las cadenas de la entrada de carros a la casa. Sucede que entre el Centro y la embajada, estaba una de la casas de Fidel Castro, a la que en nuestro recorrido, inevitablemente teníamos que pasarle por el frente. Una tarde del garage de la casa salieron dos guardias y nos convidaron a entrar mientras nos preguntaban la razón de nuestra caminata. Yo dije que estaba tomando un curso en el Centro y que como las guaguas se demoraban tanto mi amigo, que me visitaba, y yo decidimos caminar. Cuando nos preguntaron a dónde íbamos se me ocurrió decirle que nos dirigíamos a un centro de investigaciones agrícolas cercano en el cual trabajaba un amigo. Me preguntaron el nombre del amigo y llamaron. Este no sabía nada, pero se lo olió y les dijo que, en efecto, nos esperaba. Milagrosamente nos dejaron ir. Huelga decir que le hicimos la visita al sorprendido amigo.

Un año después Roberto urdió un plan de insultar al director de la Facultad Obrera donde trabajaba, en público y gratuitamente, para provocarlo y que se lo llevaran preso. Me convocó para que yo actuara de testigo acusador, contra él, y que me hiciera como si no lo conociera. Pero la situación nunca cuajó.

Al año siguiente se apareció con su abuela y una maleta, en la puerta de la embajada de Colombia. Cuando los guardias armados lo detuvieron, dijo que venía para discutir una herencia que le habían dejado a la abuela. En eso llegó el embajador quien, desconcertado, lo invitó a pasar. Una vez adentró dijo que en realidad venía a pedir asilo y que de ahí no se iba a no ser para Bogotá. Tras horas de conversaciones el embajador, que llamó a la policía, y que le explicó que no tenía razones para darle asilo, le aseguró que cuando saliera él le ofrecería su protección para que nada le pasara. La embajada estuvo rodeada por tropas especiales por más de quince horas y Roberto finalmente accedió a salir por la promesa del diplomático. Pero por supuesto, lo montaron en un carro y lo mandaron para Mazorra, donde cuenta que sufrió varios electroshocks y que lo mantuvieron desnudo por quince días en una celda hasta que allí apareció el colombiano y lo sacó porque él había garantizado su seguridad y le extendió protección diplomática, pero no asilo.

Roberto pudo finalmente irse en julio de 1978, ya que tenía una visa aprobada para los Estados Unidos y los vuelos se habían reanudado. No pude ir a su despedida. Pero una vez aquí hizo lo que pudo para movilizar a mis familiares y convencerlos de lo horrible de mi situación para que hicieran lo imposible por sacarme. Incluso hizo que el padre de otro amigo, Jorge Posada, que era testigo de Jehová, jurara la bandera  americana y se hiciera ciudadano para que reclamara a su hijo. Roberto era un tipo insistente y sabía salirse con la suya.

Cuando llegué a Estados Unidos por la estampida del Mariel, Roberto me llamó inmediatamente para que Posada y yo nos uniéramos a él en un “proyecto” que tenía que ver con un documental sobre el éxodo. Nosotros, aún con la arena en los zapatos, no teníamos idea de nada y no pudimos unirnos a la misión que nos encomendaba. Se insultó con nosotros y nos retiró la palabra. Al cabo de unos meses fuimos a visitarlo para recobrar la amistad. Vivía con su madre y su padrastro en un edificio en el Northwest, cerca de la avenida 27, de los que administra el gobierno para personas de bajos recursos. Dormía en un closet, ya que el apartamento era de un solo cuarto y manejaba un van desvencijado lleno de cámaras y periódicos. Había pasado unos cursos de “bookmaking” en Florida International University y de ello salió un pequeño libro hecho de forma artesanal, del que se ocupó de escribir, editar, imprimir, reproducir y coser él mismo. Nos trató con frialdad. Nos confesó que estaba convencido que había que luchar contra toda autoridad, que el capitalismo era su nuevo enemigo y que ahora era “chesista” (así nos dijo), pues ahora entendía la ideología del Ché.

No nos vimos más. Tres años más tarde, a través de Belkis Cuza Malé, nos enteramos que en 1984 Roberto se había pegado un tiro en el pecho. Jorge y yo hemos hecho repetidos e infructuosos intentos por conocer algo más de su suerte. Nada, ni un familiar, ni otro conocido que tuviera contacto con él, ni un obituario pudimos encontrar. Ni sabemos dónde está enterrado. Ni si lo está.

A la memoria de Roberto Yanes (1944-1984).


Roberto Madrigal

Sunday, August 19, 2012

Notas a un “diálogo posible”



Ante todo, quiero expresar mi mayor respeto y admiración para quienes sinceramente se atreven a elevar su voz, dentro de Cuba,  desde un extremo a otro del espectro político e ideológico, para disentir del gobierno. Conozco muy bien los riesgos que representa el más leve gemido. Cualquier guiño, hasta el más mínimo jadeo puede ser excusa para poner en picota al más tímido infractor en un país donde la ley está subordinada a los antojos del poder. Es muy fácil para mí, desde mi ubicación, criticar o lanzar consignas desde mi computadora contra el gobierno cubano. Lo más que me puede suceder es ser víctima de algún que otro ataque verbal de quienes no piensan como yo o la palabra solidaria de quienes están de acuerdo conmigo. Es muy poco probable que quienes ocupan el poder allá se interesen con seriedad en los balbuceos de un ronin virtual e inofensivo.

El tema del “diálogo posible” recorre la blogosfera cubana me temo que mucho más que las calles de Cuba. Ha provocado reacciones extremas de apoyo y oposición. Las razones de estas respuestas son tan variadas que sería imposible discutirlas. Sin embargo, se me ocurre que puedo señalar algunos elementos que deben existir para que un diálogo sea realmente efectivo y no sea un zafarrancho gestual o un simple diálogo de sordos.

Por la parte de quienes detentan en poder, tiene que existir una necesidad de dialogar, la cual solamente puede darse cuando existe una significativa presión popular o cuando los que mandan sienten que ya son demasiadas las cosas que escapan su control. Por lo que puedo observar desde aquí, no creo que esas condiciones estén ni remotamente cerca de existir en Cuba. Tras 53 años en el poder, la comunidad geriátrica que rige la isla solo ve como su enemigo principal a la erosión biológica. A estas alturas no les preocupa su legado y nunca les ha interesado el bienestar del pueblo. Por supuesto, ni me molesto en considerar un deseo sincero de dialogar de parte de los poderosos. Eso nunca les ha importado.

Del lado de la disidencia deben existir, entre muchas otras cosas, dos factores importantes: representatividad y cohesión. En Cuba hay muchos grupos y muchas voces que me parece que solamente se representan a si mismos. Son muchas y diversas voces, pero carecen de resonancias. Su número es aún casi imperceptible en el contexto general. Representan un buen y necesario comienzo, pero no pasan de ahí. Deben continuar haciendo lo que hacen, pero también deben estar atentos a sus limitaciones. No creo que de momento sean grupos representativos en los cuales miles de personas deleguen la comunicación de sus criterios con respecto al gobierno.

La falta de cohesión se ha demostrado por si sola desde que se han comenzado a hacer los llamados al diálogo. Los distintos grupos y, mayormente, individuos, discuten entre si sin ponerse de acuerdo, sin intentar siquiera mirarse de frente. Las acusaciones vuelan de un lado al otro. Para enfrentar a un gobierno totalitario se necesita, inevitablemente, unidad. Las diferencias tienen que posponerse para después que se haya logrado el objetivo de cambiar la esencia del sistema imperante. Ninguna ideología debe faltar a la mesa, todas pueden traer puntos importantes a la discusión, pero no pueden dejar ver lo que hay por debajo de lo que se ve del iceberg. El diálogo es, en este caso, un enfrentamiento entre monolitos.

Todas las voces disidentes molestan, incluso algunas asustan más que otras, pero para tener un alcance más trascendente, tienen que afinar sus instrumentos y coordinar su estrategia. Que cada cual ponga en perspectiva su importancia.


Roberto Madrigal

Sunday, August 12, 2012

El lento descenso del Olimpo

Las Olimpíadas antiguas eran principalmente una celebración religiosa con un costado de eventos atléticos durante los cuales las ciudades-estados del imperio griego confluían en Olimpia, en el santuario de Zeus, al menos desde el año 776 antes de Cristo, para presentar sacrificios a los dioses y mostrarse mutuamente su poderío político y la destreza de sus súbditos. Tan era así que los conflictos bélicos se suspendían mientras se oficiaban los encuentros. Duraron unos 400 años, los romanos no eran muy adictos a ellos.

Los griegos, buscando revivir, o más bien rememorar su perdida grandeza, intentaron resucitar los juegos, con diversos esfuerzos, desde el siglo diecisiete. No fue hasta que el barón francés Pierre de Coubertin fundara el Comité Olímpico Internacional en 1894, que los juegos pudieron celebrarse por primera vez en la era moderna, en Atenas, con la participación de catorce países, dos años después.

Coubertin era un aristócrata condescendiente que se involucró en el estudio de la educación física y se consagró a estudiar el sistema inglés de amateurismo, al cual le concedía el valor de haber contribuido significativamente a la expansión del dominio británico en el siglo diecinueve y aunque le molestaba el hecho de que los ingleses habían creado un sistema perfecto para eliminar la participación de la clase obrera y de los pobres en general, quiso replicar el sistema, con sus modificaciones, en Francia. Al fracasar en esta empresa, como estudiante de Historia que también era, se dedicó a reavivar la idea griega y eso lo llevó a la fundación de los juegos olímpicos modernos.

A pesar de los ideales de purismo competitivo establecidos por Coubertin, quien afirmaba que lo importante era competir en buena lid y que el triunfo era secundario, desde sus inicios, los juegos fueron utilizados por diferentes gobiernos, como vehículos propagandísticos y luego, por los grandes monopolios, como espectáculos masivos generadores de lucro. En Berlín, en 1936, como parte de la maquinaria propagandística hitleriana, los juegos fueron trasmitidos, por primera vez, por televisión. Fue la primera vez que el nacionalismo mezquino, las ambiciones imperiales, la tecnología y la propaganda se unieron en una aventura gigantesca. Después de la Segunda Guerra Mundial los juegos fueron el escenario más caliente en el cual se combatía la guerra fría. Los soviéticos utilizaron el espectáculo para mostrar su poder al mundo. Los juegos de 1980, 1984 y 1988 fueron gravemente afectados por las tensiones políticas del momento. Tras la caída del Muro de Berlín, se han convertido en un teatro de batalla entre las dos únicas potencias mundiales: China y Estados Unidos. La comparsa la completan el resto de los países desarrollados de Occidente junto con Rusia, Japón y Corea del Sur. A partir de 1992, el profesionalismo tomó posesión gradual de todos los eventos. Eso me parece muy bien.

Cuba entró con el pie derecho en la arena olímpica. En la Olimpíada de Paris de 1900, que en realidad era un evento paralelo a la Exposición de París, el esgrimista cubano Ramón Fonst (1883-1959), ganó una medalla de oro y una de plata. Fue el primer atleta latinoamericano en ganar medalla. Fonst pasó parte de su infancia y casi toda su juventud en París, donde aprendió esgrima y a los once años se convirió en campeón de florete de Francia. En las Olimpíadas de 1904, celebradas en St. Louis como parte de la Feria Mundial, en la cual participaron 650 atletas, 580 de ellos americanos, Fonst y el equipo de esgrima cubano, en el cual se contaban dos americanos, Charles Tatham y Albertson Van Zo Post, este último natural de Cincinnati, se alzaron con siete medallas (tres de ellas fueron ganadas por Van Zo Post). Fonst ha sido el atleta cubano que más medallas ha ganado.
Después de este triunfo inicial Cuba no regresó a las olimpíadas hasta 1924. Generalmente solamente esgrimistas representaban a Cuba. Entre esta fecha y 1960 Cuba ganó una sola medalla, esta fue de plata, en 1948 y fue alcanzada por el velista Carlos de Cárdenas. En 1956, poco antes de partir con la delegación a los juegos olímpicos de Melbourne, Manuel González Guerra, que ya entonces era presidente del béisbol en la Unión Atlética Amateur de Cuba, se quejaba, en una entrevista concedida a la revista Bohemia, de que los juegos eran utilizados por la Unión Soviética y los países socialistas con fines propagandísticos y que enviaban a verdaderos profesionales para competir con amateurs en una lid dispareja. Como todos deben saber, González Guerra fue presidente del Comité Olímpico Cubano desde 1963 hasta su muerte en 1997.

Fidel Castro, atleta frustrado, vio en el deporte una excelente forma de entretener a las masas y una forma perfecta de extender sus ambiciones supremacistas, creando un ejército deportivo que representara sus ideas, exacerbara el patriotismo y sirviera de buque insignia de su aparato propagandístico. Invirtió gran parte del presupuesto nacional en el desarrollo de equipos para competir internacionalmente y el deporte se convirtió, para muchos jóvenes, en la única vía de obtener mejoras económicas, viajar y de paso, haciendo grandes esfuerzos de ahorro con la escuálida dieta monetaria que se les daba, traer bienes de consumo para ellos y sus familiares. Por otra parte, Castro les concedió un estatus social sin precedentes, los atletas se convertían en figuras públicas que eran nombrados a los organismos nacionales de poder y opinaban en la prensa sobre los más diversos tópicos. Nunca me olvidaré que una vez, con gran reverencia, el Granma reprodujo el juicio artístico de Alberto Juantorena sobre una presentación de Alicia Alonso.

Enrique Figuerola, con su medalla de plata en los juegos de Tokío, fue el único cubano en obtener presea en 1964. La delegación cubana obtuvo cuatro medallas de plata en 1968, principalmente en boxeo y atletismo. El despegue vino en Munich en 1972, donde se obtuvieron cinco medallas en boxeo, dos en atletismo y una en baloncesto. Ya en Montreal en 1976 se saltó a trece, con seis de oro entre ellas. De nuevo, boxeo y atletismo acapararon los honores y el volibol hizo su entrada. No voy a considerar las tres siguientes olimpíadas porque los Estados Unidos y casi todo el Occidente rehusaron participar en los juegos de Moscú y Cuba no asistió a Los Angeles ni a Seúl. En 1992, en Barcelona se logró el conteo más alto: 31 medallas. Aparte de los tradicionales triunfos en boxeo y atletismo, comenzaron a ganar los pesistas, los luchadores y los judocas cubanos, así como algunos esgrimistas. En Atlanta, en 1996, el total fue de 25 medallas y en Sydney en 2000 subió a 29. De alguna manera, tras la crisis de 1994, el deporte se mantuvo estable, siempre con el boxeo y el atletismo a la cabeza, pero ahora estabilizados con judocas, pesistas, luchadores y taekwondo. El volibol y el béisbol también ganaban medallas. En Atenas el total bajó a 27 y en Pekín a 24. Este año la caída fue un poco más estrepitosa, el total en Londres ha sido de 14. Me parece, de todos modos, una buena actuación. Cuba quedó segunda en total de medallas entre los países de América Latina, solamente superada por Brasil, aunque le aventajó en las de oro. Cuba se mantiene como el país latinoamericano que más medallas ha ganado en todas las olimpíadas con un total de 208, le siguen Brasil con 108, Argentina con 70, Jamaica con 67 y México con 62.

Muchos son los factores que en los últimos años han contribuido a la decadencia, que parece que no tendrá para cuando parar. El béisbol ha sido eliminado de las competencias. Los volibolistas cubanos ahora pueden jugar profesionalmente fuera de Cuba sin necesidad de exilarse, aunque muchos lo hacen, por lo que sus necesidades de bienestar material ya vienen por otros medios. La progresiva intrusión de los profesionales hace que los cubanos, los cuales en casi ningún deporte olímpico compiten con profesionales, excepto el atletismo, no puedan elevarse al nivel de competencia que van a enfrentar. Los boxeadores se sostienen porque es el único deporte que mantiene un feroz amateurismo, a pesar de lo corrupto de esa institución en donde los países compran medallas y sobornan a los jueces. La dolarización ha traído como consecuencia, entre otras cosas, que los jóvenes cubanos ahora buscan otras vías para saciar sus necesidades de consumo y ya no es tan importante participar en las exigentes disciplinas deportivas. También parece que a Raúl Castro, al menos públicamente, no le interesa el deporte tanto como a su hermano y no le da el aval ideológico de antaño. Quizás todavía queda alguno que quiera representar a su patria y llorar cuando oye su himno y ve alzarse su bandera, pero esos son muy pocos. Ya a nadie tampoco le interesa representar una ideología que se ha convertido en el objeto de burlas y de chistes por todo el mundo.

En fin, que entre las carencias económicas, que son cada vez peores para la mayor parte de la población y la falta de motivación, que ya parece crónica y endémica, el deporte cubano continuará un lento e irreversible descenso hacia la nada, despeñados del Olimpo, Zeus sabe por cuánto tiempo.


Roberto Madrigal

Sunday, August 5, 2012

Retrato con fantasmas



Varios fantasmas recorren la consciencia alemana. Con su mini-saga de dos novelas en las cuales el personaje central es el científico e intelectual Eduard Hoffmann, el escritor alemán Peter Schneider se ha propuesto retratarlos en dos períodos que se sitúan alrededor de uno de los acontecimientos más importantes en la historia alemana moderna: la caída del muro de Berlín.

En Couplings (1996), la trama ocurre un par de años antes de la caída del muro y la integración de las dos alemanias. El muro preside las reuniones casi cotidianas de Hoffmann,  un investigador genético que vive en Berlín Occidental, con varios de sus amigos, entre los que se cuentan una enigmática productora de cine, un hombre que ha renegado todas sus ambiciones en pos de una felicidad doméstica que nunca alcanza y un escritor residente en Berlín Oriental que pasa de una zona a la otra sin muchos problemas a pesar de ser considerado contestatario en la República Democrática Alemana. Las reuniones tienen lugar en The Tent, un cafetín sin pretensiones, al cual acuden todo tipo de personajes que van desde curiosos hasta intelectuales serios, todos los cuales ofrecen sus puntos de vista sobre la realidad del momento, y que se encuentra situado a unos metro del muro, cuya sombra física y espiritual se proyecta sobre el mismo y que lo convierte, a los ojos de sus parroquianos, en un lugar mitológico.

Ante el muro los personajes no solo discuten de política, literatura y hasta filosofía, sino que tienen encuentros sexuales y son visitados por espías y gendarmes de ambas partes. El muro a su vez sirve para ocultar y a la vez resaltar los contrastes económicos y sociológicos de ambas ciudades, o de la ciudad dividida. Los personajes expresan los fantasmas de esa consciencia alemana en sus sospechas respecto a las posiciones políticas de otros, sus posibles involucramientos con la Stasi, su excesiva convencionalidad, el problema del antisemitismo, que siempre termina sepultándose, los complejos de inferioridad de los Ossis (los habitantes de la antigua Alemania Oriental) con respecto a los Wessis (la contrapartida occidental), que se encuentran diametralmente en este entorno y en este periodo en donde el cambio se presagia en cada esquina. La obra va de lo grave a lo hilarante. Muestra de lo último es un momento en el cual un personaje alardea de su privilegio de vivir en Berlín Oriental pero a unos metros del muro, porque desde su apartamento puede usar sus binoculares para ver lo que comen sus vecinos del occidente y así apacigua su hambre, se siente como otro comensal a sus mesas.

En la segunda entrega, Eduard’s Homecoming (1999), el argumento se desarrolla años después de la caída del muro. El personaje central, Eduard, regresa a Berlín después de haber pasado más de diez años en los Estados Unidos, específicamente en San Francisco, donde ha establecido familia con una americana de origen italiano y judío, que creció en Roma. La pareja enfrenta la transición íntima del trasplante familiar, de la domesticidad trunca y la transición política, social y económica que atraviesa Berlín.

Esta novela se me antoja más compleja que la primera. Los personajes, algunos de los cuales aparecían en la novela anterior, se asoman a un mundo congelado por más de cuarenta años y resalta su resistencia a cambiar y ajustar sus puntos de vista a la nueva realidad. El paisaje social les asusta, la situación económica les afecta a todos y las actitudes políticas tratan de resolverlas viviendo esclavizados por los eslógans. Los Ossis se muestran defensivos e irritados ante las actitudes de los Wessis, resienten su paternalismo, muchos sienten resquemor por la Ostalgie y ese recelo se muestra hasta en las relaciones sexuales. Eduard, que ha regresado a trabajar a un instituto de investigaciones científicas situado en el antiguo Berlín Oriental, tiene un prolongado affaire con una colega que siempre trata de confundirlo respecto a su origen y aquí entra en cuestionamiento la relación entre el hombre y la mujer matizada por sus orígenes sociopolíticos. Esta parte esta magistralmente manejada por Schneider.

Eduard también descubre que ha heredado un edificio de apartamentos propiedad de un abuelo, al cual a pesar de que inicialmente le reporta pérdidas, no puede renunciar según las nuevas leyes de redistribución de las propiedades anteriormente confiscadas por el gobierno comunista. Al enfrentar esta situación no solamente se asoma a la realidad de los desposeídos en el lado oriental de Alemania, sufre la beligerancia de los que por décadas se han sentido hostigados y temen que un nuevo monstruo los despoje de su dignidad, que es lo único que les queda. Asimismo entra en contacto con la nueva clase de negociantes que lucran con el desarrollo urbano del este de Berlín, quienes se apoyan en matones, sobornadores y funcionarios inescrupulosos para lograr sus objetivos.

También Eduard enfrenta los demonios atávicos que habitan en cada alemán al tener que explorar el origen de su propiedad, obtenida poco antes de 1939, cuando una incontable cantidad de judíos fueron obligados a vender sus propiedades a precios infinitesimales o fueron simplemente despojados de las mismas. En su trabajo enfrenta la politización que los antiguos burócratas intentan adosar a sus estudios, en particular uno que le proponen sobre los orígenes genéticos de la violencia.

Ambas novelas pueden leerse independientemente y leer una no obliga a leer la otra, pero con estas dos obras Schneider ha logrado retratar demonios y fantasmas que pueblan ese yo colectivo alemán, con una narrativa limpia y un excelente dominio del lenguaje. Su prosa carece de pretensiones estilísticas pero se ajusta perfectamente a lo que cuenta y golpea con eficacia al lector. El autor ha navegado la historia reciente de su país manteniendo un balance expresivo y ha conseguido evitar  la monserga, el historicismo grandilocuente y el didactismo simplista.

Peter Schneider nació en Lubeck en 1940. Pertenece a una generación a la cual le tocó vivir unos de los períodos más revueltos en la historia alemana. En los años sesenta fue dirigente del movimiento de la izquierda universitaria alemana y por años quiso ser organizador de la lucha proletaria, para lo cual trabajó en fábricas como simple obrero, a pesar de ser graduado de filosofía. Escribió Lenz (1973) una novela de la cual se dice fue la insignia de la izquierda intelectual de los años setenta. Con el tiempo se alejó del radicalismo y se dedicó a la literatura y a la enseñanza universitaria. Vive en Berlín desde 1962 y desde el año 2001 ha sido escritor-en-residencia de Georgetown University en Washington. Ha escrito ensayos y además otra novela importante traducida al inglés, The German Comedy (1991).



Roberto Madrigal