Sé que sucedió a principios de 1994, pero no recuerdo el mes, aunque
debió haber sido hacia el final del invierno. Lo digo porque vestía abrigos
ligeros (aunque yo siempre visto abrigos ligeros, incluso cuando la temperatura
esté bien bajo cero).
Evgueni Evtushenko vino a Cincinnati a presentar su filme Stalin’s Funeral y a ofrecer una lectura
de poemas en una librería local. Cuando me enteré de la noticia, apenas un par
de días antes, se lo comuniqué a mi amigo, el escritor Rogelio Llopis, quien se
entusiasmó y me conminó: “Tenemos que ir y hablar con él”. Yo pensé en
preguntar: “Por qué”, pero decidí evitarme una larga respuesta de Llopis.
El viernes al anochecer llegamos impuntuales a Joseph-Beth Booksellers,
una excelente librería similar a Barnes and Noble, pero con una gran cantidad
de actividades culturales y una selección de textos en la cual predomina lo
literario (lo sorprendente es que aún está abierta). Como me temía, aquello
estaba repleto, veíamos a Evtushenko de lejos.
Si como propone Tolstoi en La
guerra y la paz, el alma rusa surge de la colisión entre el pensar europeo
y el instinto del campesino asiático, entonces Evtushenko era un hombre salido
de las páginas del gran novelista. Culto y occidentalizado, cuando lee sus
poemas los dramatiza de manera histriónica y atractiva. Varía las cadencias,
altera el tono de la voz, gesticula. Es más que un juglar y se convierte en un
espectáculo. Es uno de los pocos poetas que he preferido oír que leer.
Esa noche leyó un poema que yo no conocía y que me dejó impresionado y
conmovido. Era un largo poema reciente titulado en inglés “Goodbye Our Red
Flag”. Cuando terminó la lectura, se formó la cola para que firmara los libros
que los asistentes habían comprado. Era interminable. Llopis me dijo: “Vamos a
hablar con él”. “Cómo nos le colamos”, le pregunté. “Le decimos que somos
amigos de Padilla”.
Evtushenko vivió en Cuba a principios de los sesenta, allá, junto con
Pineda Barnet, nos propinó el guion de ese espanto que se titula Soy Cuba, un filme dirigido por un ruso
(Mijail Kalatozov) y actuada por cubanos (Sergio Corrieri, Salvador Wood, Raúl
García y Luisa María Jiménez, entre otros) que hablan y se mueven como si
estuvieran en una estepa siberiana. Allí conoció a la élite intelectual del momento
y estableció una buena relación con Heberto Padilla, de poeta a poeta. La
poesía de ambos tiene muchos puntos de contacto, sobre todo en una parte de la
temática que las inspira.
Ya solo quedábamos, ante la mesa desde la cual había hecho su lectura,
Llopis, Evtushenko, yo y una joven amante de la poesía y la literatura que
actuaba como su cicerone. En cuanto escuchó el nombre de Padilla saltó y en un
excelente español nos preguntó por él, a quien hacía rato no veía y echándose
la culpa de haberse descuidado en la relación. De ahí pasó a preguntar por
varios escritores cubanos y luego nos dijo que venía de México, donde había
visto a García Márquez y le había insistido que tena que acabar su silencio
sobre Cuba y denunciar todo lo que sabía.
No nos dimos cuenta del paso del tiempo, brincando de un tema a otro
como unos amigos que se encuentran después de un tiempo. La cicerone ya estaba
muy ansiosa, quizá para acabar su tarea y dedicarse a cosas mejores un sábado
por la noche. Le alabé el poema a Evtushenko y enseguida me dijo que tenía un
problema. El lunes partiría para Chile, a una lectura de su obra, y quería leer
este poema, pero no tenía ninguna versión en español. No sé que se apoderó de
mi pero le dije que aunque yo no sabía ruso, si le parecía bien, podía hacerle
una traducción apresurada a partir de la versión inglesa, algo que me parecía
oprobioso, pero resultaba la única alternativa posible. Para mi sorpresa, le
pareció muy bien y quedamos en que le llevaría la traducción al día siguiente,
a la función de su película.
Serían ya como las diez de la noche cuando Llopis y yo salimos para mi
casa. Llegamos y sacamos diccionarios, papel, pluma y una maquinita de escribir
para empezar la traducción apresurada del poema. Se me ocurrió la mala idea de
abrir una botella de Glenlivet y después del primer trago, Llopis bebía
infinitamente mas de lo que traducía. Formamos tremendo reguero en la mesa del
comedor y ya como a la una de la mañana, camino a la segunda botella de
Glenlivet, Llopis, que hacía rato cabeceaba luchando contra el sueño y a quien
ya le parecía perfecto todo lo que yo escribía, decidió que se iba para su
casa. Recogió de la mesa sus carpetas (con las que siempre andaba en perenne
rescritura de su libro La guerra y los
basiliscos) y arrancó súbitamente para su carro. Yo continué un par de
horas más, nunca satisfecho con lo que hacía. Era la primera vez que traducía
un poema y había confiado en la ayuda de Llopis, que tenía mucha experiencia en
ese campo.
Me desperté ya entrada la mañana del domingo y llamé a Llopis, quien
dormía plácidamente su resaca. Me puse a revisar el texto que no me acababa de
convencer, llamé de nuevo con algunas dudas pero Llopis seguía inundado del
escocés de la noche anterior y me confesó que no se sentía como para ir a ver
la película. Me di a la tarea de mecanografiar lo escrito y eso me tomó horas,
porque no tenía líquido corrector y a cada dos estrofas me salía una errata y a
comenzar otra vez desde el principio.
Considerando que ya tenía el trabajo lo más limpio posible, me dirigí
con la única copia (cuando aquello no tenía impresora en la casa y los domingos
era casi imposible encontrar abierto un lugar que ofreciera esos servicios) al
cine. Allí, en el vestíbulo me esperaba Evtushenko con cara preocupada. Me
preguntó cortésmente por Llopis, le expliqué que estaba agotado por el trabajo de
la noche anterior y le di mi versión de su poema. Presentó su película y salió.
No hubo preguntas y respuestas y cuando salí, estaba en el vestíbulo
junto a sus anfitriones con cara de felicidad y en su personificación más
asiática, empezó a gritar por todo lo alto de que “este hombre me ha salvado la
vida”, “me ha hecho una excelente traducción de uno de mis poemas” y continuó
“yo me tengo que tomar un trago con él en agradecimiento”. Los anfitriones se
iban asustando progresivamente, le insistían que no había tiempo pues tenían
ciertos compromisos, entre ellos una cena, pero el poeta insistía y los
anfitriones empezaban a sudar en medio de lo que recuerdo como un día invernal.
Sabían que si el siberiano se colaba en el bar de al lado, no habría quien lo
sacara de allí.
Traté de mediar y calmar a Evtushenko diciéndole que yo entendía y que
en otra ocasión que nos encontráramos íbamos a resarcir la pérdida. Pero el
poeta continuaba insistente, diciendo que un ruso no puede dejar una deuda
alcohólica de amistad. El lugar se hallaba repleto de gente boquiabierta que
miraban asombrados mientras el poeta daba patadas en el piso, recalcando que lo
del trago era un compromiso. Pero finalmente lo convencieron y entonces, en
acto supremo de agradecimiento, se lanzó hacia mi, me abrazó y me fue a dar un
beso en la boca. Yo, que había visto a muchos rusos dando muestras de
efusividad de esa manera, empecé a echar la cabeza hacia atrás, aunque siempre prisionero
de su abrazo. Ahí comenzamos un alambicado pas de deux que no se detuvo hasta
que ya, perdiendo la batalla contra la gravedad, caímos al suelo ante el
estupor general.
Nos ayudaron a levantarnos mientras preguntaban el protocolar ”Are you
OK?” y ya de pie, Evtushenko continuaba amistoso, histriónico y efusivo, pero
pareció olvidar la idea del beso. Nos abrazamos, ya todo el mundo tranquilo y
me prometió saldar la deuda cuando nos viéramos de nuevo y me pidió que le
diera saludos a Llopis y a Padilla. Cuando Evtushenko y sus anfitriones, y yo
por mi parte, salimos del cine, todavía quedaba gente perpleja, confundida
respecto a lo que habían visto.
Hace años que quería escribir esta pequeña anécdota, pero la fui
dejando, pero hace un par de días me tropecé con un artículo (bien malo) sobre
Evtushenko, publicado en la excelente Rialta Magazine y escrito por un profesor
cubano de nombre Jesús David Curbelo, de quien no tengo otra noticia más allá
de lo que sale en su presentación en la revista. Lo que me llamó la atención es
que Curbelo, al final de su artículo, reproduce el poema bajo el título de
“Adiós Bandera Roja Nuestra”, que fue exactamente el que yo le di (lo he visto
diferente en otras versiones) y al final el copyright de la traducción es
de…Evgueni Evtushenko. O sea, el poeta se atribuyó mi traducción. No me quejo,
al contrario, hasta cierto punto me enorgullece que haya dado tantas vueltas
una traducción que aún me parece deficiente. No tengo copia, pero imprimí lo
que aparece en Rialta para tenerla conmigo. Hela aquí, tal y como salió en la
revista online.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Descendiste del Kremlin
no tan orgullosa
ni tan diestramente
como hace años te izaste
sobre el destrozado Reichstag,
humeante como la última bocanada de Hitler.
Descendiste del Kremlin
no tan orgullosa
ni tan diestramente
como hace años te izaste
sobre el destrozado Reichstag,
humeante como la última bocanada de Hitler.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Fuiste nuestro hermano y nuestro enemigo.
Fuiste el camarada del soldado en las trincheras,
fuiste la esperanza de la Europa cautiva.
Pero, como una cortina roja, tras de ti ocultabas al gulag
repleto de cadáveres helados.
¿Por qué lo hiciste,
Bandera Roja nuestra?
Fuiste nuestro hermano y nuestro enemigo.
Fuiste el camarada del soldado en las trincheras,
fuiste la esperanza de la Europa cautiva.
Pero, como una cortina roja, tras de ti ocultabas al gulag
repleto de cadáveres helados.
¿Por qué lo hiciste,
Bandera Roja nuestra?
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Acuéstate.
Reposa.
Recordaremos a todas las víctimas
engañadas por tu dulce susurro rojo
que sedujo a millones a seguirte como corderos
camino al matadero.
Pero te recordaremos
porque no fuiste tú menos engañada.
Acuéstate.
Reposa.
Recordaremos a todas las víctimas
engañadas por tu dulce susurro rojo
que sedujo a millones a seguirte como corderos
camino al matadero.
Pero te recordaremos
porque no fuiste tú menos engañada.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
¿Acaso fuiste solo un trapo romántico?
Estás ensangrentada
y con nuestra sangre te arrancamos
de nuestras almas.
Por eso no podemos arrancarnos
las lágrimas de los enrojecidos ojos,
porque tú ferozmente
golpeaste nuestras pupilas
con tus pesadas borlas doradas.
¿Acaso fuiste solo un trapo romántico?
Estás ensangrentada
y con nuestra sangre te arrancamos
de nuestras almas.
Por eso no podemos arrancarnos
las lágrimas de los enrojecidos ojos,
porque tú ferozmente
golpeaste nuestras pupilas
con tus pesadas borlas doradas.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Obtusamente dimos
nuestro primer paso a la libertad
sobre tu seda herida
y sobre nosotros mismos
divididos por el odio y la envidia.
¡Eh, muchedumbre,
no pisoteen de nuevo en el fango
los ya quebrados lentes del doctor Zhivago!
Obtusamente dimos
nuestro primer paso a la libertad
sobre tu seda herida
y sobre nosotros mismos
divididos por el odio y la envidia.
¡Eh, muchedumbre,
no pisoteen de nuevo en el fango
los ya quebrados lentes del doctor Zhivago!
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Abre con fuerzas el puño
que te aprisionó.
Trata de ondear algo rojo sobre la guerra civil
cuando los canallas intenten arrebatar
de nuevo tu pabellón,
o solo los desahuciados
formen fila en busca de esperanza.
Abre con fuerzas el puño
que te aprisionó.
Trata de ondear algo rojo sobre la guerra civil
cuando los canallas intenten arrebatar
de nuevo tu pabellón,
o solo los desahuciados
formen fila en busca de esperanza.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Te despliegas hacia nuestros sueños.
Ya no eres más
que una escuálida franja roja
en nuestra bandera rusa tricolor.
En las inocentes manos de la blancura,
en las inocentes manos del azul,
quizás aún tu color rojo
pueda ser lavado de la sangre que has vertido.
Te despliegas hacia nuestros sueños.
Ya no eres más
que una escuálida franja roja
en nuestra bandera rusa tricolor.
En las inocentes manos de la blancura,
en las inocentes manos del azul,
quizás aún tu color rojo
pueda ser lavado de la sangre que has vertido.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Cuidado nuestra nueva tricolor.
Cuidado con los tahúres de banderas
que quieren estrujarte entre sus dedos grasientos.
¿Pudiera ser que a ti también
te deparen igual sentencia
que a tu hermana roja:
ser asesinada por nuestras propias balas
que devoran tu seda como palomillas de plomo?
Cuidado nuestra nueva tricolor.
Cuidado con los tahúres de banderas
que quieren estrujarte entre sus dedos grasientos.
¿Pudiera ser que a ti también
te deparen igual sentencia
que a tu hermana roja:
ser asesinada por nuestras propias balas
que devoran tu seda como palomillas de plomo?
Adiós, Bandera Roja nuestra.
En nuestra ingenua infancia
jugaremos al Ejército Rojo y al Ejército Blanco.
Nacimos en un país que ya no existe.
En nuestra ingenua infancia
jugaremos al Ejército Rojo y al Ejército Blanco.
Nacimos en un país que ya no existe.
Pero en aquella Atlántida estuvimos vivos y fuimos
amados.
Tú, Bandera Roja nuestra, yaces en el charco de un mercado.
Prostituidos mercaderes te venden por divisas.
Dólares, francos, yenes.
Tú, Bandera Roja nuestra, yaces en el charco de un mercado.
Prostituidos mercaderes te venden por divisas.
Dólares, francos, yenes.
Yo no tomé el Palacio de Invierno del zar,
ni asalté el Reichstag de Hitler.
Ni soy lo que llamarías un comunista.
Pero te acaricio, Bandera Roja, y lloro.
ni asalté el Reichstag de Hitler.
Ni soy lo que llamarías un comunista.
Pero te acaricio, Bandera Roja, y lloro.
Nunca más vi a Evtushenko. Ya tanto él, como Llopis, han muerto. El beso
frustrado queda flotando en el vestíbulo del cine Esquire, que sigue en pie. El
poema mantiene su fuerza y la mantendrá por generaciones. Yo sigo disfrutando
el recuerdo de aquel caótico pero inolvidable fin de semana.
Roberto Madrigal