Thursday, March 7, 2019

Evtushenko: un filme, un poema y la efusividad eurasiática



   Sé que sucedió a principios de 1994, pero no recuerdo el mes, aunque debió haber sido hacia el final del invierno. Lo digo porque vestía abrigos ligeros (aunque yo siempre visto abrigos ligeros, incluso cuando la temperatura esté bien bajo cero).
   Evgueni Evtushenko vino a Cincinnati a presentar su filme Stalin’s Funeral y a ofrecer una lectura de poemas en una librería local. Cuando me enteré de la noticia, apenas un par de días antes, se lo comuniqué a mi amigo, el escritor Rogelio Llopis, quien se entusiasmó y me conminó: “Tenemos que ir y hablar con él”. Yo pensé en preguntar: “Por qué”, pero decidí evitarme una larga respuesta de Llopis.
   El viernes al anochecer llegamos impuntuales a Joseph-Beth Booksellers, una excelente librería similar a Barnes and Noble, pero con una gran cantidad de actividades culturales y una selección de textos en la cual predomina lo literario (lo sorprendente es que aún está abierta). Como me temía, aquello estaba repleto, veíamos a Evtushenko de lejos.
   Si como propone Tolstoi en La guerra y la paz, el alma rusa surge de la colisión entre el pensar europeo y el instinto del campesino asiático, entonces Evtushenko era un hombre salido de las páginas del gran novelista. Culto y occidentalizado, cuando lee sus poemas los dramatiza de manera histriónica y atractiva. Varía las cadencias, altera el tono de la voz, gesticula. Es más que un juglar y se convierte en un espectáculo. Es uno de los pocos poetas que he preferido oír que leer.
   Esa noche leyó un poema que yo no conocía y que me dejó impresionado y conmovido. Era un largo poema reciente titulado en inglés “Goodbye Our Red Flag”. Cuando terminó la lectura, se formó la cola para que firmara los libros que los asistentes habían comprado. Era interminable. Llopis me dijo: “Vamos a hablar con él”. “Cómo nos le colamos”, le pregunté. “Le decimos que somos amigos de Padilla”.
   Evtushenko vivió en Cuba a principios de los sesenta, allá, junto con Pineda Barnet, nos propinó el guion de ese espanto que se titula Soy Cuba, un filme dirigido por un ruso (Mijail Kalatozov) y actuada por cubanos (Sergio Corrieri, Salvador Wood, Raúl García y Luisa María Jiménez, entre otros) que hablan y se mueven como si estuvieran en una estepa siberiana. Allí conoció a la élite intelectual del momento y estableció una buena relación con Heberto Padilla, de poeta a poeta. La poesía de ambos tiene muchos puntos de contacto, sobre todo en una parte de la temática que las inspira.
   Ya solo quedábamos, ante la mesa desde la cual había hecho su lectura, Llopis, Evtushenko, yo y una joven amante de la poesía y la literatura que actuaba como su cicerone. En cuanto escuchó el nombre de Padilla saltó y en un excelente español nos preguntó por él, a quien hacía rato no veía y echándose la culpa de haberse descuidado en la relación. De ahí pasó a preguntar por varios escritores cubanos y luego nos dijo que venía de México, donde había visto a García Márquez y le había insistido que tena que acabar su silencio sobre Cuba y denunciar todo lo que sabía.
   No nos dimos cuenta del paso del tiempo, brincando de un tema a otro como unos amigos que se encuentran después de un tiempo. La cicerone ya estaba muy ansiosa, quizá para acabar su tarea y dedicarse a cosas mejores un sábado por la noche. Le alabé el poema a Evtushenko y enseguida me dijo que tenía un problema. El lunes partiría para Chile, a una lectura de su obra, y quería leer este poema, pero no tenía ninguna versión en español. No sé que se apoderó de mi pero le dije que aunque yo no sabía ruso, si le parecía bien, podía hacerle una traducción apresurada a partir de la versión inglesa, algo que me parecía oprobioso, pero resultaba la única alternativa posible. Para mi sorpresa, le pareció muy bien y quedamos en que le llevaría la traducción al día siguiente, a la función de su película.
   Serían ya como las diez de la noche cuando Llopis y yo salimos para mi casa. Llegamos y sacamos diccionarios, papel, pluma y una maquinita de escribir para empezar la traducción apresurada del poema. Se me ocurrió la mala idea de abrir una botella de Glenlivet y después del primer trago, Llopis bebía infinitamente mas de lo que traducía. Formamos tremendo reguero en la mesa del comedor y ya como a la una de la mañana, camino a la segunda botella de Glenlivet, Llopis, que hacía rato cabeceaba luchando contra el sueño y a quien ya le parecía perfecto todo lo que yo escribía, decidió que se iba para su casa. Recogió de la mesa sus carpetas (con las que siempre andaba en perenne rescritura de su libro La guerra y los basiliscos) y arrancó súbitamente para su carro. Yo continué un par de horas más, nunca satisfecho con lo que hacía. Era la primera vez que traducía un poema y había confiado en la ayuda de Llopis, que tenía mucha experiencia en ese campo.
   Me desperté ya entrada la mañana del domingo y llamé a Llopis, quien dormía plácidamente su resaca. Me puse a revisar el texto que no me acababa de convencer, llamé de nuevo con algunas dudas pero Llopis seguía inundado del escocés de la noche anterior y me confesó que no se sentía como para ir a ver la película. Me di a la tarea de mecanografiar lo escrito y eso me tomó horas, porque no tenía líquido corrector y a cada dos estrofas me salía una errata y a comenzar otra vez desde el principio.
   Considerando que ya tenía el trabajo lo más limpio posible, me dirigí con la única copia (cuando aquello no tenía impresora en la casa y los domingos era casi imposible encontrar abierto un lugar que ofreciera esos servicios) al cine. Allí, en el vestíbulo me esperaba Evtushenko con cara preocupada. Me preguntó cortésmente por Llopis, le expliqué que estaba agotado por el trabajo de la noche anterior y le di mi versión de su poema. Presentó su película y salió.
   No hubo preguntas y respuestas y cuando salí, estaba en el vestíbulo junto a sus anfitriones con cara de felicidad y en su personificación más asiática, empezó a gritar por todo lo alto de que “este hombre me ha salvado la vida”, “me ha hecho una excelente traducción de uno de mis poemas” y continuó “yo me tengo que tomar un trago con él en agradecimiento”. Los anfitriones se iban asustando progresivamente, le insistían que no había tiempo pues tenían ciertos compromisos, entre ellos una cena, pero el poeta insistía y los anfitriones empezaban a sudar en medio de lo que recuerdo como un día invernal. Sabían que si el siberiano se colaba en el bar de al lado, no habría quien lo sacara de allí.
   Traté de mediar y calmar a Evtushenko diciéndole que yo entendía y que en otra ocasión que nos encontráramos íbamos a resarcir la pérdida. Pero el poeta continuaba insistente, diciendo que un ruso no puede dejar una deuda alcohólica de amistad. El lugar se hallaba repleto de gente boquiabierta que miraban asombrados mientras el poeta daba patadas en el piso, recalcando que lo del trago era un compromiso. Pero finalmente lo convencieron y entonces, en acto supremo de agradecimiento, se lanzó hacia mi, me abrazó y me fue a dar un beso en la boca. Yo, que había visto a muchos rusos dando muestras de efusividad de esa manera, empecé a echar la cabeza hacia atrás, aunque siempre prisionero de su abrazo. Ahí comenzamos un alambicado pas de deux que no se detuvo hasta que ya, perdiendo la batalla contra la gravedad, caímos al suelo ante el estupor general.
   Nos ayudaron a levantarnos mientras preguntaban el protocolar ”Are you OK?” y ya de pie, Evtushenko continuaba amistoso, histriónico y efusivo, pero pareció olvidar la idea del beso. Nos abrazamos, ya todo el mundo tranquilo y me prometió saldar la deuda cuando nos viéramos de nuevo y me pidió que le diera saludos a Llopis y a Padilla. Cuando Evtushenko y sus anfitriones, y yo por mi parte, salimos del cine, todavía quedaba gente perpleja, confundida respecto a lo que habían visto.
   Hace años que quería escribir esta pequeña anécdota, pero la fui dejando, pero hace un par de días me tropecé con un artículo (bien malo) sobre Evtushenko, publicado en la excelente Rialta Magazine y escrito por un profesor cubano de nombre Jesús David Curbelo, de quien no tengo otra noticia más allá de lo que sale en su presentación en la revista. Lo que me llamó la atención es que Curbelo, al final de su artículo, reproduce el poema bajo el título de “Adiós Bandera Roja Nuestra”, que fue exactamente el que yo le di (lo he visto diferente en otras versiones) y al final el copyright de la traducción es de…Evgueni Evtushenko. O sea, el poeta se atribuyó mi traducción. No me quejo, al contrario, hasta cierto punto me enorgullece que haya dado tantas vueltas una traducción que aún me parece deficiente. No tengo copia, pero imprimí lo que aparece en Rialta para tenerla conmigo. Hela aquí, tal y como salió en la revista online.

Adiós, Bandera Roja nuestra.
Descendiste del Kremlin
no tan orgullosa
ni tan diestramente
como hace años te izaste
sobre el destrozado Reichstag,
humeante como la última bocanada de Hitler.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Fuiste nuestro hermano y nuestro enemigo.
Fuiste el camarada del soldado en las trincheras,
fuiste la esperanza de la Europa cautiva.
Pero, como una cortina roja, tras de ti ocultabas al gulag
repleto de cadáveres helados.
¿Por qué lo hiciste,
Bandera Roja nuestra?
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Acuéstate.
Reposa.
Recordaremos a todas las víctimas
engañadas por tu dulce susurro rojo
que sedujo a millones a seguirte como corderos
camino al matadero.
Pero te recordaremos
porque no fuiste tú menos engañada.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
¿Acaso fuiste solo un trapo romántico?
Estás ensangrentada
y con nuestra sangre te arrancamos
de nuestras almas.
Por eso no podemos arrancarnos
las lágrimas de los enrojecidos ojos,
porque tú ferozmente
golpeaste nuestras pupilas
con tus pesadas borlas doradas.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Obtusamente dimos
nuestro primer paso a la libertad
sobre tu seda herida
y sobre nosotros mismos
divididos por el odio y la envidia.
¡Eh, muchedumbre,
no pisoteen de nuevo en el fango
los ya quebrados lentes del doctor Zhivago!
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Abre con fuerzas el puño
que te aprisionó.
Trata de ondear algo rojo sobre la guerra civil
cuando los canallas intenten arrebatar
de nuevo tu pabellón,
o solo los desahuciados
formen fila en busca de esperanza.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Te despliegas hacia nuestros sueños.
Ya no eres más
que una escuálida franja roja
en nuestra bandera rusa tricolor.
En las inocentes manos de la blancura,
en las inocentes manos del azul,
quizás aún tu color rojo
pueda ser lavado de la sangre que has vertido.
Adiós, Bandera Roja nuestra.
Cuidado nuestra nueva tricolor.
Cuidado con los tahúres de banderas
que quieren estrujarte entre sus dedos grasientos.
¿Pudiera ser que a ti también
te deparen igual sentencia
que a tu hermana roja:
ser asesinada por nuestras propias balas
que devoran tu seda como palomillas de plomo?
Adiós, Bandera Roja nuestra.
En nuestra ingenua infancia
jugaremos al Ejército Rojo y al Ejército Blanco.
Nacimos en un país que ya no existe.
Pero en aquella Atlántida estuvimos vivos y fuimos amados.
Tú, Bandera Roja nuestra, yaces en el charco de un mercado.
Prostituidos mercaderes te venden por divisas.
Dólares, francos, yenes.
Yo no tomé el Palacio de Invierno del zar,
ni asalté el Reichstag de Hitler.
Ni soy lo que llamarías un comunista.
Pero te acaricio, Bandera Roja, y lloro.

   Nunca más vi a Evtushenko. Ya tanto él, como Llopis, han muerto. El beso frustrado queda flotando en el vestíbulo del cine Esquire, que sigue en pie. El poema mantiene su fuerza y la mantendrá por generaciones. Yo sigo disfrutando el recuerdo de aquel caótico pero inolvidable fin de semana.

Roberto Madrigal