Hay recuerdos que sin provocarlos nos persiguen. Uno no
los escoge, se cuelan entre las fisuras de la memoria y aparecen, vívidos y
repetitivos.
Cuando después de diez días y quince libras menos, Magali
y yo tomamos la decisión de salir de la embajada de Perú, para acogernos al
salvoconducto que prometía el gobierno para esperar la salida, o la solución al
conflicto, o conseguirse uno mismo su propia visa (esto último prácticamente
imposible, a pesar de que lo intenté con varias embajadas), en reclusión
domiciliaria, (ya que las turbas que nos ponían frente a las casas nos
dificultaban la salida con palos, piedras, huevos y tomates), tras pasar el
procesamiento requerido, nos montaron en unas guaguas escolares para llevarnos
a puntos de destino supuestamente convenientes para acercarnos a las casas.
La guagua que tomamos estaba, por supuesto, repleta.
Todos estábamos sucios y apestosos, luego de tantos días sin poder asearnos y
expuestos a los estragos de estar a la intemperie en medio del fango y sin
apenas podernos mover. Detrás del chofer, cargando un niño de meses, estaba un
hombre joven y bastante fornido. A su lado, una joven que supongo era su
esposa.
Subiendo por la calle 70, desde más o menos séptima
avenida, la guagua hizo una parada en la Avenida 13. Ahí, aunque eran las tres de la mañana, nos
esperaba una turba vociferante que no solamente golpeó a los pocos que se
bajaron, sino que tiraron pomos de yogurt que se astillaban contra las
ventanillas y cortaban a los pasajeros, así como huevos podridos, piedras y
otras cosas que no pude determinar.
El chofer era un militar que sin alterarse cerró la
puerta y continuó el recorrido por 70. Al llegar a la Avenida 17 empezó a
perder velocidad. Su próxima parada programada iba a ser en la Avenida 19, pues
ya preocupados, mirábamos a todas partes y avistamos la otra turba que ya en
estado de agresividad máxima enarbolaba palos, pomos de yogurt, huevos y
viandas podridas de todo tipo.
Para sorpresa de todos, el joven que estaba detrás del
chofer, le dio el niño a la muchacha que estaba a su lado y agarró al chofer
por el cuello diciéndole: “Si paras aquí te mato”. No creo que nadie lo dudara.
El mismo chofer balbuceó una jerga incomprensible mientras trataba de respirar.
“Sigue”, le dijo el joven. Para frustración de la manada salvaje que nos
esperaba, la guagua siguió su rumbo. Nos tiraron unas cuantas cosas pero con
poca efectividad.
Unas cuatro cuadras más arriba, cuando ya todo era
oscuridad y no había un alma en los alrededores (los integrantes de las turbas,
obedientes al fin, no se movían de sus sitios asignados), el joven le dijo al
chofer: “Para”. La puerta se abrió y el joven nos dijo: “Bájense aquí todos,
que si no nos acribillan”. Y agradecidos así hicimos. Me dieron ganas de
abrazarlo, pero la prisa era mucha. Después que salí, me viré y vi que él
también salía a salvo con su niño.
Es curioso, de este hecho lo que se me hace más visible
en la memoria no es el rostro del joven, sino los de la muchedumbre enardecida,
el rebaño obediente rebosando adrenalina inspirados por las consignas y su
dirigente. No puedo distinguir rasgos individuales, pero sí odio y agresividad
de forma casi homogénea. Es posible que alguno de ellos me haya servido en un
restaurante de Miami, o en un taxi en Nueva Jersey, pero no los podría reconocer.
El recuerdo no me causa angustia ni tristeza, solamente
está ahí, aparece y me muestra una masa humana amorfa, unida en su odio
gratuito, sin nada redimible. A diferencia de lo que propugnan muchas teorías
pseudopsicológicas y pseudoreligiosas
muy populares hoy en día, que son unos manuales excelentes para amar a
Dios, al universo y a la humanidad, pero para odiar al vecino, yo odio a la
masa, pero no siento nada contra los individuos. Ni odio ni amor, solo una
apacible indiferencia. Pero, treinta y seis años después, el recuerdo no me abandona, sigue ahí…
Roberto Madrigal