Desde que
alrededor de 1847 comenzaron a llegar a Cuba los culíes procedentes de Hong
Kong, Macao, Taiwan, Cantón y Fujián, y luego los miles de chinos que huían de
la discriminación en los Estados Unidos, se sentaron las bases para la
consolidación de un grupo étnico que se uniría a africanos y españoles en la
definición del cubano. Afrocaribeños angloparlantes, haitianos y judíos
europeos llegarían simultáneamente o más tarde para seguir añadiendo variedad,
principalmente a La Habana, a una isla que dada su posición geográfica y su
tamaño, recibía los movimientos migratorios espontáneos, en busca de
mejoramiento, que son la esencia del desarrollo social y cultural.
El Barrio
Chino habanero, que ya a finales del siglo diecinueve se consideraba el segundo
más importante del Occidente después del de San Francisco, era un excelente
indicador de la pujanza con la que los movimientos migratorios otorgaban a La
Habana sus misterios y leyendas. Sus comercios, restaurantes, cines y
espectáculos añadían encanto a la cotidianidad de una ciudad vibrante.
Desde finales
de los años cuarenta operó allí el Teatro Shanghai (se supone que así decía el
letrero, aunque todos decían el changai). Famoso por sus espectáculos porno
bufos, presentados como bataclán o vodevil, que utilizaban un humor paródico de
grotesca sublimidad. Entre sus amenidades estaba la del famoso Supermán, de
quien se cuentan muchas cosas, casi ninguna verificable, lo que suma al mito,
el hombre de una verga de dieciocho pulgadas, pero ¿quién la midió? Supermán
fue inmortalizado, primero por Graham Greene en Nuestro hombre en La Habana y luego por Francis Ford Coppola en la
saga de El Padrino. Ya tiene su lugar
en el eterno mundo de la imaginación y de los sueños.
El bullicio y
el hervor terminaron poco después de 1959. Los chinos comenzaron a emigrar y ya
ninguno llegaba. El barrio chino que yo conocí a mediados de los sesenta,
todavía poseía su encanto peculiar. Un grupo de amigos descubrimos que el cine Aguila de oro exhibía películas de Kung
Fu y de Karate, que estaban prohibidas por el ICAIC y no se proyectaban en los
cines habaneros. Creo haber visto al legendario Bruce Lee en películas
producidas en Hong Kong a finales de los cincuenta, antes de que fuera famoso,
pero no lo puedo asegurar, porque entonces no se le conocía.
Adolescentes hambrientos
de ese cine de artes marciales que atraía a todo el mundo, del cual en Cuba
oficialmente solo se exhibían filmes japoneses serios como El Bravo y Sanjuro, y
menos “serios” como la serie de Ichi, el esgrimista ciego, acudíamos al Aguila de oro con fervor de fanáticos.
La tarea era difícil pues las películas eran habladas mayormente en cantonés y
entonces se le ponían subtítulos en mandarín, inglés y español, por lo que
quedaba visible en la pantalla solo un pequeño cuadrado, resultando que a veces
solo podíamos atisbar un pie que golpea el aire, una muñeca que le da a un
pecho, pero se nos confundía la trama porque no sabíamos quién golpeaba a quién
hasta finalizada la contienda.
A la salida, y
más o menos hasta 1968, tratábamos de negociar con algunos de los chinos que, sentados
en los escalones de entrada a los edificios, en silencio, aparentemente ajenos
los unos de los otros, leían el Kwong Wah
Po, el Man Seng Yat Po, el Hun Men Kon Poi o el Wah Man Sen Po (nombres que no conocía
entonces, solo me llamaba la atención que los periodiquitos eran de tamaños
diferentes), según sus intereses o inclinaciones políticas, para comprar en
bolsa negra frijolitos chinos, o cebollinos, o latas de atún, o aceite de maní,
que ya no existían en las bodegas cubanas, pero que se les vendían
exclusivamente a los chinos en las tiendas del barrio.
Después de la
“Ofensiva Revolucionaria” ya no fuimos más. Los chinos salían a hacer bolsa
negra fuera del barrio y a la policía no le gustaba que los que no fueran
chinos se pasearan por allí. A la larga, el barrio chino habanero se fue
convirtiendo en lo que es hoy en día, menos que una caricatura de sí mismo, un
borrón sin cuenta nueva. Un lugar señalizado por el “Pórtico de la amistad”
donado por el gobierno chino, que da lo mismo si usted lo cruza de entrada o de
salida, porque en ningún lado encontrará chinos.
El isleño es,
por circunstancia, aislacionista y el ser humano, por naturaleza, no acepta la
diferencia, eso se aprende después. Durante estos cincuenta y siete años el
gobierno ha manipulado la inmigración para sus fines políticos. El país se
cerró, solo pueden entrar, a cuenta gotas, los extranjeros seleccionados y
autorizados por el gobierno, para eso en número reducido y por lo general, de
paso. Ya en Cuba no existe confluencia de culturas, sino que se ha tratado de
crear un proyecto de hombre a partir de la endogamia ideológica y cultural. Un
proyecto condenado al fracaso desde su fundación.
Aunque nuestra
xenofobia se mostraba con la ligereza de los apodos (ya que a todos los descendientes
de asiáticos se les decía “chinos, o “paisanos”, o “narras”, a los de españoles
se les apodaba “gallegos” sin importar que vinieran de asturianos, o de
canarios y a los de jamaicanos se les nombraba “pichones”, todo esto sin tener
en cuenta cuantas generaciones llevaban sus familias en Cuba, lo cual a pesar
del tono cariñoso y sarcástico con el que se hacía no lo convertía en menos
discriminatorio), no me queda duda de
que esto ha ido incrementando ese sentimiento y ha transformado al cubano en un
ente inconscientemente xenófobo y provinciano. Muy adulón de cualquier
extranjero porque en estos momentos representa algo desconocido a lo cual no se
puede aspirar o la posibilidad de jineterismo, pero en su mayoría, una vez
fuera del país, los cubanos se aíslan del resto de las comunidades que les
rodean y se relacionan con ellas basándose en el desprecio o el temor a lo
enigmático. Es el único propósito que el gobierno ha logrado con éxito tras
tantos años. La carencia de una mezcla racial dinámica, por otra parte, daña el
sistema inmune nacional.
La evaporación
del barrio chino refleja los efectos devastadores de esa política. Hoy, el Aguila de oro no existe. Su lugar lo
ocupa la galería “Arte Continua”, reservada para eventos auspiciados por las
organizaciones culturales gubernamentales, como muestras de arte francés. El
Teatro Shanghai fue derrumbado (o se derrumbó solo) y en el sitio que ocupaba,
Zanja entre Campanario y Manrique, se erige una estatua de Confucio, donada por
una sociedad china, con un lema que dice: “Cada cosa tiene su belleza, aunque
no todos pueden verla”.
Quizá, Raúl
Castro entre sus cambios y sus convocatorias al turismo, deba contemplar
edificar, tras la estatua de Confucio, un nuevo Shanghai, para que vuelvan a
resonar, como espíritu liberador, versiones de Don Juan con versos como los que
a hurtadillas escuchó de niña la actriz Yolanda Farr (nieta de José Orozco,
dueño del teatro) y que cita en su blog: “Pero Don Juan soy doncella/ ¡La
cabeza nada más!/ Nada nada, toda ella/ y los cojones detrás”.
Roberto
Madrigal