Una de las más visibles víctimas de los cambios raulistas y del
restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba va a ser, ya lo
está siendo, la honestidad intelectual. No que haya habido mucha en todos estos
años, pero si andaba mal, ahora se pondrá peor.
Quienes en estas seis décadas han participado de la vida oficial
intelectual de la isla, se han dedicado mayormente a ofrecer apoyo al discurso
oficial del castrismo, de forma aparentemente iluminada. Dada la paradójica
importancia que el régimen ha dado a los intelectuales, estos han sido
beneficiarios de las recompensas de cada época. Viajes al extranjero cuando
nadie viajaba, un estatus especial que les permitía derivar un salario sin
producir absolutamente nada, privilegios aduanales y un reconocimiento público
del cual se goza poco en otros lares.
En la transición de Fidel Castro a Raúl Castro se ha ido perdiendo el
discurso mesiánico y épico. El general presidente necesita escapes de presión
mediante ilusiones de bienestar económico. La narrativa revolucionaria ya no
tiene credibilidad entre las masas y los intelectuales han ido perdiendo su
importancia. Otros grupos artísticos o de buscavidas, han comenzado a gozar de los privilegios antes
concedidos a los intelectuales sin tener que hacer ninguna labor de zapa en el
extranjero. Ahora tendrán que vender sus servicios al mejor postor. Las migajas
han perdido su poder económico y su valor de insignia social.
Si en Perfecto amor equivocado,
el escritor que interpreta Luis Alberto García se siente abochornado porque
recibe un Grammy por haber compuesto una canción popular de letra vulgar, el
triunfo financiero es hoy su blasón. El
hombre que amaba a los perros hoy tiene que competir con el Chupi Chupi, para horror de Abel Prieto.
Los escritores, artistas e intelectuales han pasado a ser una mercancía más. A
pesar de todo, es el sector más vigilado (no contando a la disidencia), todavía
tienen que rendir cuentas y no pueden expresarse libremente.
En la otra orilla, la transición a un poscomunismo liderado en la isla por
los mismos que crearon la revolución, crea un vacío para los tradicionalistas.
Muchos intelectuales construyeron su discurso solamente como reacción al
discurso oficial de la isla. En la medida que este se vuelve ambivalente, la
respuesta se ha hecho débil o estereotipada.
Antes, los malos estaban allá y los buenos acá, pero ahora los malos
también están entre nosotros, se les ha dado la bienvenida y el exilio
intelectual convencional, acostumbrado a la reacción, no se ha sabido ajustar
bien. Por otra parte, muchos de acá, incluyendo tradicionalistas, se han
incorporado a actividades oficiales organizadas allá.
No es un problema de acusar o perdonar a nadie, es una realidad cambiante
con la cual hay que lidiar, pero en un momento en el cual si uno no coincide en
que todos debemos tomarnos las manos y arrollar en una conga monolítica y feliz,
llamar a las cosas por su nombre acarrea problemas. Nadie parece entender que una verdadera
reconciliación, si es que ese término significa algo, consiste en aceptar
diferencias de opinión, odios, rencillas, nostalgias absurdas y rectificaciones
honestas, entre muchas otras cosas. Hay que enfrentar los demonios personales y
los colectivos, no sepultarlos.
La honestidad intelectual radicaría en decir las cosas como uno las ve. No
tenemos que estar de acuerdo en casi nada, para eso está la discusión, aunque
no conduzca a nada. Se puede perdonar
sin olvidar, y se puede coexistir sin perdonar. Allá los que no puedan lidiar
con sus culpas.
Roberto Madrigal