Thursday, October 23, 2014

Ebola, embargo y editoriales


Primero fue el editorial (http://www.nytimes.com/2014/10/12/opinion/sunday/tiempo-de-acabar-el-embargo-de-cuba.html) pidiendo el fin del embargo, en el cual con una afectada pretensión de objetividad, se reunían unas cuantas verdades y otras medias verdades a modo de poner una de cal y una de arena. Lo erróneo no fue lo que se dijo, sino los vínculos que se establecieron entre los postulados y la conclusión traída por los pelos.

Pocos días después, para volver a tropezar con la misma piedra, sale el editorial sobre la presencia médica cubana en Africa para combatir el ébola (http://www.nytimes.com/2014/10/20/opinion/la-impresionante-contribucin-de-cuba-en-la-lucha-contra-el-bola.html), en el cual, para rematar, relacionaban la necesidad del fin del embargo con la ayuda de los médicos cubanos.

No es la primera vez que el New York Times se pronuncia disparatadamente con respecto a Cuba, ni la primera vez que los médicos cubanos son enviados en brigadas de ayuda médica a países del Tercer Mundo. Castro siempre ha utilizado la buena voluntad como moneda de cambio y de chantaje. Esto tampoco le resta importancia a este diario, probablemente el más leído y respetado en el mundo entero, con una reputación de periodismo agudo y cuestionador que se ha ganado, merecidamente,  tras 163 años de publicación continua.

No me interesa disputar lo que se alega en los editoriales citados tanto como preguntarme las razones por las cuales lo hacen ahora. Cuál puede ser la oportunidad que se le ofreció al periódico y el pensado beneficio que obtendrá al publicar esa opinión en este preciso momento.

La prensa americana, plana y televisiva, siempre se ha vanagloriado de su objetividad, aunque este es un concepto a veces relativo y con fronteras que a cada rato se desplazan en diferentes sentidos. A diferencia de Europa, en donde muchos periódicos siempre han respondido a una línea partidista o a una bien definida línea política, en donde los lectores, siempre avisados, escogen sus medios de información según sus preferencias políticas e ideológicas, en los Estados Unidos ha existido muy poca diferencia entre la mayoría de los periódicos de peso nacional. Los matices se movían dentro de un espectro limitado.

Desde que apareció la prensa virtual, la blogosfera y la posibilidad de obtener información variada e inmediata a través de la internet, los diarios impresos (y los noticieros televisivos), para subsistir a la continuada pérdida de lectores que ha obligado a reducir presupuestos, cancelar servicios y cesantear periodistas, se han volcado a la opinión y al reforzamiento de la política editorial como atracción principal a sus lectores y a sus audiencias. Se han transformado un poco al viejo estilo europeo y ahora se han definido ideológicamente.

En la televisión la alineación político-ideológica está bien clara. Fox representa a la derecha y defiende ciegamente al partido Republicano. MSNBC es el paladín de la izquierda y defensor a ultranza del partido Demócrata. No se pretende objetividad, sino una postura política sin matices. CNN trata de mantener un frágil equilibrio para atraer al centro y a quienes no tienen una total definición partidaria.

Esto es un poco más pantanoso en la prensa plana, pero a medida que han perdido relieve nacional periódicos como Chicago Tribune y su ahijado The Los Angeles Times, el New York Times ha ascendido casi en solitario a acaparar el terreno del centro-izquierda y de la muy tímida izquierda convencional, que es más bien de limosina.

Su creciente radicalización se debe también a la necesidad de mantener una identidad en oposición a los otros tres diarios más leídos en el país: USA Today, The Wall Street Journal y The Washington Post. Los dos primeros hace tiempo que funcionan en la derecha. El último ha dado un giro tremendo en el último año, desde que pasó a manos de una corporación creada por Felipe Bezos, el creador, dueño y señor de Amazon. También ha formado alianzas temporales de colaboración con los principales diarios europeos de centro-izquierda como The Guardian, El País, Der Spiegel y Le Monde.

Dada la poca diferencia de principios ideológicos entre el establishment de izquierda y el de derecha, (más allá de las delirantes acusaciones de los extremistas de ambos bandos, todos están unidos en tratar de conservar el status quo), los políticos americanos se definen en base a poses o gestos que realizan con respecto a causas, hechos significativos y situaciones emergentes.

En los recientes esfuerzos de algunos grupos de cabildeo contra el embargo, cuyas voces han alcanzado más resonancia, en las encuestas realizadas en el sur de la Florida sobre la posición actual de la comunidad cubana con respecto al embargo y en los recientes cambios de la Unión Europea con respecto al comercio con Cuba, el New York Times ha visto una oportunidad para expresar una posición que lo mantenga como una presencia importante para el público liberal y de izquierda. La prensa no hace política, se beneficia de ella mediante la influencia que tenga sobre sus lectores.

Se ha dicho que el responsable de estos editoriales fue el periodista Ernesto Londoño. No lo sé, aunque sí firmó el comentario a la respuesta de Fidel Castro al primer editorial. Londoño es colombiano. Vino a Estados Unidos en 1999 a cursar estudios de periodismo y de asuntos latinoamericanos a University of Miami, donde fue galardonado por su labor periodística en el periódico de la universidad. Cubrió noticias locales para Dallas Morning News y luego pasó a The Washington Post, de donde se despidió hace dos meses para pasar a la junta editorial del New York Times. Tiene gran experiencia reportando desde Kabul, Baghdad y El Cairo, en donde ha sido ubicado en medio de los conflictos. Sin embargo, más allá de ser colombiano, de sus estudios universitarios y de su posible interacción con miembros de la comunidad cubana miamense, su experiencia con respecto a Cuba se limita a cubrir la prisión de la base de Guantánamo.  Pero como todos los gatos latinoamericanos somos pardos ante la mirada anochecida de los americanos, pues un colombiano debe ser, en consecuencia, un experto en Cuba.

Quizá su desconocimiento lo llevó a redactar sus paniaguados argumentos que le valieron unos pescozones editoriales del mismísimo Fidel Castro. Quizá por ello también se le olvidó mencionar que es claro que el de Cuba es el único gobierno que puede decidir enviar centenares de médicos en una misión internacionalista, porque es el dueño de sus destinos y los profesionales no tienen alternativas. No se cuestionó como un país en el cual los pacientes tienen que llevar sábanas limpias y bombillos a los hospitales, puede decidir en unas horas el envío de médicos a otro continente.

Más allá que el envío de personal calificado de las fuerzas armadas, los Estados Unidos y otros países no tienen poder para decidir a dónde van los médicos. Esto se hace mediante organizaciones no gubernamentales y la participación voluntaria de los especialistas de la salud. Para que estos trabajen hombro con hombro junto a los cubanos en una situación de emergencia no hace falta, ni la ha hecho en el pasado, ningún cambio político.

De todos modos, Cuba no es más que una oportunidad de alineamiento ideológico para el New York Times, lo cierto es que Cuba y los cubanos le importan bien poco al diario y al gobierno americano. Nunca han abandonado el concepto que expresara en 1946 el entonces embajador americano en Cuba, Henry Norweb, sobre los cubanos: “ ...poseen el encanto superficial de niños listos mimados por la naturaleza y la geografía, pero bajo esa superficie combinan las peores características de una desafortunada mezcla e interpenetración de las culturas española y negra: son vagos, crueles, inconstantes, irresponsables y de una deshonestidad innata”.

Nada molesta más al hombre y al intelectual condescendiente del primer mundo que a quienes percibe como indios con levita, calificación que se dice nos endilgó como pueblo Sara Bernhardt en 1887. Pero de entonces a estas fechas los cubanos hemos perdido la levita y nos hemos convertido en objeto de interés folclórico. Resulta irresistible tomar la pose de defender a esa pequeña islita, enfrentada al gigante que la bloquea, poblada de andrajosos que enarbolan sus fusiles y levantan sus puños para defender su patria y su anacrónico sistema de gobierno. No importa que ya nadie se lo crea. Vestimos bien a los paternalistas.


Roberto Madrigal

Monday, October 13, 2014

Para entender mejor a Ichi


Shintaro Katsu, interpretando al masajista ciego Ichi, se convirtió, sin duda, en una figura icónica para los adolescentes de mi generación. Sus películas se veían una y otra vez hasta el cansancio, casi todos los años una nueva. El ídolo de matinée que de un sablazo disponía de seis o siete contrincantes, se desbordó de las pantallas y pasó a formar parte de la jerga cotidiana. Nos traía, además, los misterios del Oriente, de una forma diferente de apreciar la vida e interpretar los signos que nos rodean, a modo digerido para mentes púberes y livianas. Hoy en día, las películas de Zato Ichi, son objeto de culto, han pasado a ser filmes, que se venden como colecciones sofisticadas en los sitios exclusivos para cinéfilos. Vueltas que da la vida.

Ese encanto por el Japón después me creció con Yojimbo, Sanjuro, Mifune, Kurosawa, Oshima y tantos otros hasta que pude más tarde leer a Tanizaki, a Kawabata y a Mishima y un poco más adelante me deslumbré con el cine de Yasujiro Ozu. Japón se convirtió en ese lugar lejano, con una identidad fuerte y muy característica, que a su vez devoraba y regurgitaba lo mejor del Occidente, transformándolo como un Midas cultural. Así quedó en mi mente y siguió tentándome mientras más lo conocía.

Pero conocer la cultura de un lugar a través de sus símbolos y sus figuras mayores, no garantiza un entendimiento total. Mucha razón tuvo Agustín Tamargo cuando muchos años atrás, entrevistando en su programa radial a Alvaro Vargas Llosa, entonces recién nombrado director de la página editorial de El Herald en español, le preguntó cómo se sentía, siendo peruano, ante el desafío de dirigir una página de opinión política en una comunidad mayormente cubana. Vargas Llosa, muy cortés y respetuoso le contestó que dada la relación de su padre con Cuba, desde muy pequeño estaba acostumbrado a oir hablar de Cuba en su casa y a recibir vistas de cubanos destacados, por lo cual se consideraba más o menos familiarizado con el tema. Entonces Tamargo cambió el tono y lo  increpó diciéndole: “Eso está muy bien, pero esa es la macro ¡dime qué tú sabes de la chancleta!”. Para lo cual Vargas Llosa no tuvo respuesta.

Finalmente, en días recientes, pude realizar mi sueño de visitar Japón. Con lo anterior en mente, salí armado con algunas páginas de los Diarios de Kioto que acaba de publicar en su blog Ernesto Hernández Busto, y con el Elogio de las sombras de Tanizaki, en el cual, entre otras cosas, trata de destacar y explicar la importancia de la ausencia de luz en la disposición del espacio interior en las casas japonesas y de la importancia del baño como sitio de meditación y relajamiento, necesario para recargar el espíritu. Para la gira contaba con una ventaja que tiene tres nombres: Mikako, Kotoko y Keitaro, mis amigos japoneses que de muchas maneras me resolvieron infinidad de problemas.

Después de dieciséis horas de vuelo (Cincinnati-Chicago y Chicago-Tokío), la llegada a la capital nipona resulta confusa. Pero la amabilidad japonesa es infinita y después de resolver los primeros asuntos de transporte y equipaje, ya uno siente que nunca le va a faltar apoyo. A pesar de que muy poca gente habla el inglés más elemental (mucho menos de lo que me sospechaba), hacen un esfuerzo que a nosotros nos parece sobrehumano, pero a ellos les resulta natural, por ayudar y asegurarse que su ayuda sea efectiva. Encuentran siempre la manera de comunicarse, con la mayor respetuosidad, y de quitarnos preocupaciones. A partir de ahí, a pesar de los kanjis, de lo poco que está en inglés, uno no se siente solo ni desprotegido.

Tras viajar por más de una hora en el limousine bus, que atraviesa supercarreteras repletas de microscópicos Toyotas, Hondas y Daihatsus en modelos que no se ven en las carreteras americanas, uno se topa con la inmensa mole de treinta millones de habitantes que es Tokío. Una ciudad tan infinita como la amabilidad de sus habitantes, atropellada de edificios modernos y gigantescos y luces que nunca se apagan. Aquí todo es nuevo.

Tras una noche de recuperación, en un hotel del distrito comercial de Marunouchi, donde amanecer en un piso 21 es una fiesta visual, partimos a Kioto donde nos esperaban nuestros amigos. Confundidos con las señales, nos fue difícil llegar a la plataforma correcta del shinkansen, el tren súper rápido, pero con la ayuda de los tantos samaritanos llegamos allí. Si vi el Monte Fuji por el camino, no me enteré.

Me prometí no tener ninguna agenda en mi breve visita a Japón. Decidí que lo mejor era caminar y observar, dejarse absorber por las ciudades. Pero en Kioto, la vieja capital imperial, hay que hacer algunas paradas obligatorias.

Nos alojamos en un ryokkan, un hotel tradicional japonés, en el cual nos reciben con la ceremonia del té verde (aunque me lo tomé por cortesía, el que ahí te ofrecen, caliente y espumoso, me pareció intragable) y luego te dan un típica comida japonesa con una sirvienta especial que te explica cada plato. Es una cena interminable compuesta de pequeños platos, mayormente pescados crudos y vegetales encurtidos, que, acompañada de una excelente cerveza supuestamente producida especialmente para este ryokkan, es exquisita.

Aquí hay que reservar la hora del baño y ahí sí experimenté lo que habla Tanizaki en su libro. Este baño japonés consiste en unas duchas (siempre con un espejo enfrente) que uno se da primero y luego se sumerge en un jacuzzi inmenso en el cual en realidad se alcanza un elevado nivel de relajación. De regreso a la habitación, sumirse en la contemplación del jardín interior japonés es otra experiencia inmemorable. Uno puede quedarse hipnotizado por horas. Dado el respeto que hay por la pureza del baño, los inodoros se encuentran separados. Pero los inodoros japoneses parecen del siglo XXIII. Nada existe más limpio y más moderno.

El desayuno japonés (que es opcional) ya es otra cosa. Consiste en pescados, sopas y encurtidos y es bien pesado. Pero un arroz con huevo cocido que viene incluido demuestra que el huevo sabe bien en cualquier idioma. Al igual que a Hernández Busto, una de las sopas me pareció intragable, pero ya avisado, la rechacé sin complicaciones. Dicen que en este ryokkan, Hiiragiya Ryokkan, se quedó Charles Chaplin cuando visitó Kioto.

Una visita al Castillo de Nijo, del shogunato Tokugawa, es inevitable y satisfactoria. Luego el Templo de Oro me resultó un Disney World oriental, pues fue quemado por un monje enfebrecido y lo que uno ve es una réplica, además, está lleno de estudiantes y turistas y de tiendecillas que venden souvenirs kitsch.

Mi esposa no se siente bien en la tarde y Keitaro, Kotoko y yo partimos al templo shinto de Fushimi Inari Taisha, que data del año 963 y es el santo patrón de los negocios. Shinto es la religión autóctona de Japón, en la cual habitan numerosos dioses que pueden encontrarse entre nosotros. Los japoneses son bien descreídos pero creen en ello con escepticismo agnóstico. Lo que más me impresionó es que el taxista que nos llevó se ofreció de guía y nos llevó por lugares desconocidos para los demás. Al final, nos regresó al hotel y nunca nos cobró un centavo por sus charlas. Ni siquiera mantuvo el taxímetro andando mientras estábamos allí, solamente nos cobró el costo del viaje.

De Kioto partimos a Gifu, la ciudad de nuestros amigos. Una pequeña ciudad de medio millón de habitantes. El Japón profundo. Una mezcla de provincianismo y cosmopolitismo que resulta arrebatadora. Bella en sus propios términos. Se le conoce como el sitio de la pesca del “sweetfish”, un pequeño pez de río de poca superficie, parecido a la biajaca cubana, que se realiza con el cormorán. Se le llama Ukai. Una tradición centenaria criticada por los ambientalistas que arguyen que las aves sufren y son explotadas.

Vamos a la pesca con Mikako y Kotoko, pues Keitaro, que es director de relaciones internacionales de la ciudad, está enredado con un cuarteto de cámara italiano que anda de visita. En el barco que nos lleva a ver el espectáculo (fabuloso), somos los únicos occidentales. Hay gente de todas partes de Japón. Me caen en pandilla. Les digo que soy cubano pero ciudadano americano y que resido en los Estados Unidos. Mikako traduce, me acosan a preguntas sobre Estados Unidos, nadie menciona a Cuba ni parece interesarles hasta que al final, alguien dice “salsa”.

Tras alojarnos en casa de nuestros amigos y recorrer la ciudad y sus esquinas, partimos de vuelta a Tokío, para los tres últimos días del periplo. No recomiendo tres ciudades en siete días, pero como no sabía si alguna vez regresaré a Japón, pues traté de ver lo más que pude por muy breve que fuera.

En Tokío no se debe tener agenda. Hay que caminar la ciudad y dejarse beber por ella. Ebisu, Roppongi, Marunouchi, Shibuya y Asakusa. Ver lo que sea, sin prisa. La ciudad te envuelve y uno debe dejarse llevar. A pesar de que no hay interés por el turismo, la ya mencionada amabilidad japonesa te lo facilita todo. No se siente ningún peligro. Se puede caminar por grandes avenidas, callejones mínimos y plazas abiertas. Ver a la elegante multitud desfilar es otro placer, porque aquí todo el mundo parece consciente de su imagen y se visten lo mejor que pueden y en cualquier estilo, desde lo más tradicional hasta lo más atrevido. En el Centro Nacional de Cine ponen continuamente obras maestras del cine japonés, el museo de fotografía tiene múltiples exhibiciones, pero son la ciudad y sus calles las mayores atracciones. En Dainkayama uno recorre boutiques, pequeños restoranes, una multitud de peluquerías y de todos esos lugares sale música de Chet Baker, de Neil Young y de Bruce Springsteen. En un momento determinado entramos en una pequeña (y excelente) cafetería y tienen puesta una versión moderna de Toda una vida de Osvaldo Farrés.

Nuestro regreso se dilata un día, pues nos azota el tifón Phanfone  que nos deja atrapados en la capital. No importa, hasta eso es disfrutable.

Finalmente dejamos Tokío, la ciudad más limpia del mundo, no se encuentra ni un fragmento de basura en las calles, la más amable y cortés de todas las capitales que he visitado, perfectamente organizada. Una ciudad que no solamente honra sus propias tradiciones culinarias (y la forma en que hacen el pescado los japoneses conquistó mi paladar), sino que está repleto de pastelerías francesas y extraordinarios restoranes italianos. En Gifu comí el mejor arroz frito chino que he comido en mi vida.

Japón, un país que hasta 1863 estuvo completamente aislado del mundo, sin relaciones diplomáticas con ningún otro país (voy a obviar los obvios desastres históricos del siglo XX, toda civilización tiene sus malestares y esto no es un compendio histórico), que se ha abierto a absorber la cultura de los otros sin que ello afecte sus identidad. Por lo general cuando en Occidente se dice que uno va a una “cultura diferente” es generalmente a lugares empobrecidos económicamente. Japón ofrece la posibilidad de ver una cultura “muy diferente” en un contexto de inmenso desarrollo económico, sin nada que envidiarle a lo más avanzado del mundo occidental. Tradiciones que no atrasan. Un país que me dio la oportunidad de ver lo que une a la diversidad y no los folclorismos que nos separan.

Siete días después no creo que puedo entender mejor el uso de las sombras de que habla Tanizaki, ni voy a gozar más a Ichi, pero pude disfrutar de algo que solamente tenía en mi mente y que ahora pasará a mi memoria.

Japón es un país que, salvando las diferencias históricas y culturales, tendría mucho que enseñar a Cuba en una futura transición. Es un conjunto de islas inmensas, con pocos recursos naturales, que se ha transformado gracias a su capital humano. Pero por supuesto, ¿con cuántos japoneses contamos para nuestra transformación?

Roberto Madrigal