El 10 de diciembre de 1941, con apenas 26 años, Thomas Merton ingresaba como novicio en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, ubicada en el caserío de Trappist, en el centro mismo del estado de Kentucky. Recién graduado de la universidad de Columbia se había adentrado en el catolicismo hacia 1938 y en abril de 1940, como viaje de despedida de lo que llamó su “vida licenciosa” y para una seria búsqueda interior, visitó Cuba. Encontró a La Habana, en aquel momento, una ciudad mas ciudad que Nueva York porque “es una ciudad en el sentido real como las ciudades mediterráneas, levantinas y orientales son ciudades” (The Secular Journal of Thomas Merton, pag.56, Farrar, Strauss and Giroux, 1987). Se maravilló con las librerias que encontró en La Habana Vieja, sobre todo con Casa Belga y La Moderna Poesía. Dijo también que descubrió el misticismo del catolicismo español en las estructuras de las iglesias de Reina y de Nuestra Señora del Carmen. Es curioso que en ese mismo diario, visitando la abadía, meses antes de ingresar, usara como metáfora: “Hoy hace un sol tan fuerte como el de Cuba”.
La primera vez que supe de la existencia de Merton fue por un golpe en la cabeza. Ayudaba a un amigo a despejar una inmensa biblioteca que perteneció a su padre, cuando moviendo un anaquel me cayó en la cabeza un tomo de carátula dura, viejo y empolvado. Era una edición en español de Bajo el signo de Jonás. Me quedé con él y como tenía 19 años no me dijo mucho este contemplativo texto autobiográfico.
Volví a escuchar sobre Getsemaní, ya en los setenta, por boca de mi amigo el poeta Rogelio Fabio Hurtado. El había conocido a Ernesto Cardenal en su primera visita a Cuba, antes de que el sandinismo se realizara como totalitarismo efímero en el poder y el padre y poeta uno de sus instrumentos. Entre las muchas cosas que hablaron y que Fabio contaba estaban su experiencia en Getsemaní y su proyecto de Solentiname. Ambos nombres se convirtieron en algo quimérico para mi. Fabio pagó caro por su asociación con Cardenal a espaldas del gobierno. Algo de este contacto lo reflejó el poeta nicaragüense en su libro En Cuba.
El 14 de mayo de 1957, enfebrecido de amor a Dios y huyendo del rechazo de Claudia Argüello, la de sus epigramas, Ernesto Cardenal iniciaba su noviciado en la abadía de Getsemani. Allí conoció a Merton y establecieron una gran amistad. Merton tuvo gran influencia en su pensamiento y en su poesía. La experiencia de Getsemaní fue también decisiva en su desarrollo de la comunidad de Solentiname. Cardenal aterrizó en La Habana unos días antes, como escala de su viaje y en Vida Perdida escribe: “Hicimos escala en La Habana y antes de llegar a ella el campo de Cuba a la luz del atardecer también me pareció maravilloso. La creación entera me parecía gritar a Dios...”
En 1978 escuché múltiples historias de Solentiname, esta vez mediante Francisco Cordero, el primer cónsul de Costa Rica en Cuba después del rompimiento a principios de los sesenta, a raíz de las sanciones de la OEA. Cordero, quien se hizo muy amigo mio y de muchos de mis amigos, había ido varias veces a Solentiname y sus narraciones, magnificadas por el Old Parr, eran mesmerizantes.
Merton tuvo una trágica y misteriosa muerte en Tailandia, en diciembre de 1968. Tardíamente, su poesía y sus escritos filosóficos siempre me resultaron de gran interés. La poesía conversacionalista de Cardenal siempre me ha parecido extraordinaria y puedo disfrutarla a pesar de sus posiciones políticas, ya que una cosa no tiene que ver con la otra.
Vueltas que da el mundo. Ya en 1982 me encontré viviendo a apenas unas horas de Getsemaní y a lo largo de los años he visitado el lugar repetidas veces. He llevado a amigos que me visitan. Es un lugar ideal para hacer un picnic en sus alrededores, para dar una caminata en medio de los campos o para observar, en silencio, las impresionantes Vísperas que rezan los monjes cada dia alrededor de las cinco y media de la tarde.
No sé qué motivó a 44 monjes trapenses franceses, dirigidos por un abate de apellido Proust, a establecerse en esta zona, en 1848, para crear la abadía. Trappist se ubica en las faldas de un apéndice de las Blue Mountains, y no sé si ésta es la razón por la que fueron nombradas así, pero hacia la hora del crepúsculo, toman un color azul. Muy cerca quedan las cuevas Mammoth, las más profundas del mundo y a una pedrada de distancia están el lugar de nacimiento de Abraham Lincoln y la primera casa en que habitó. Estos dos últimos lugares, por suerte, no han sucumbido, hasta ahora, a la banalidad de la comercialización. Unas seis millas hacia el noroeste se encuentra Bardstown, la capital del whisky, que inicia el trayecto en el cual pueden recorrerse las mas famosas destilerías de la región y en donde uno se puede ahogar en un barril de Maker’s Mark por menos de lo que cuesta una botella. Una buena manera de concluir la jornada mística, que puede incluir una comida en el restorán italiano de un ex-futbolista croata, estrella del equipo nacional de la ex-Yugoslavia. Con todas sus relaciones literarias, misticas y baquianas, Getsemaní ejerce, al menos en mi, un atractivo irresistible. Lo he visto desde que se encontraba bastante desvencijado, con los edificios descascarados, hasta su última versión, en cuya entrada se erige una carpeta que parece la de un hotel de lujo, para recoger a aquéllos que han decidido por un retiro espiritual. La parte de la granja, en la cual los monjes hacen sus famosos quesos y bombones empapados de whisky, y donde cultivan todo lo que usan para comer, se ha mantenido intacta.
A Cardenal lo vi hace un poco mas de dos años, en una visita que hizo a Xavier University en Cincinnati. Todavia sigue vestido con su boina y su uniforme de poeta. Ahora es perseguido por Daniel Ortega y su discurso parece un poco fuera de lugar con los tiempos que corren. Nunca he estado en Solentiname, que tengo entendido que continúa en existencia. En uno de sus peores cuentos, Apocalipsis en Solentiname, de su etapa militante a fines de los setenta, Julio Cortázar, confundido ante la visión de unos niños durante el rito de la misa comunal, le parece ver a Roque Dalton siendo asesinado por un grupo de esbirros. No se sabía entonces ni lo supo nunca Cortázar, pero los esbirros eran los propios compañeros de Roque. Yo a veces me despierto en medio de la madrugada, tras una recurrente pesadilla que me lleva a mi clase de matemáticas de séptimo grado, cuando me parecía que no entendía nada y me hundía cada vez más en la ignorancia, y las emociones y la confusión me recorren en pocos segundos y no sé si estoy en Lawton, en Marianao o en Cincinnati. Me parece entonces que mi padre y mi tía abuela se me aparecen a los pies de la cama. Ambos murieron hace muchos años y no sé por qué pero en lo primero que pienso es en Getsemaní, que me tranquiliza.
Roberto Madrigal